Entre dormida, mis manos me despertaron tocándome. Unos dedos suaves me electrificaron el cuello primero, mi pelo suave y liso después. Otros dedos, también míos, pero muy, muy abajo de mí, en mi entrepierna, me digitaban también, y ambas como si toda yo fuera un teclado de tacto y carne, comenzaron a componer pequeños sonidos, diversos, chirridos, susurros…
Perdida en ese entresueño, mis dedos se hicieron manos y éstas a su vez lápices punzantes buscando en el lienzo de mis pechos. Como dientes exploradores en busca de mis pezones, duros, erectos, como torres tiernas en un tablero de ajedrez que ahora era toda yo…
Un calor lento comenzó a trepar por mi vientre, como si mi piel estuviera memorizando cada roce. Mis manos, ahora rebeldes, se deslizaron más abajo, trazando la curva de mis caderas, deteniéndose en la frontera donde mi muslo se encuentra con mi «concha».
La palabra cruda resonó en mi mente, un latigazo que me hizo arquear la espalda. No era solo un roce, era una danza deliberada, mis dedos abriendo paso entre pliegues húmedos, explorando con una lentitud que me hacía jadear. Recordé su rostro, ese amante antiguo, su verga gruesa y pulsante, llenándome hasta el borde del delirio. En mi mente, él estaba allí, su aliento caliente contra mi cuello, mientras mis dedos imitaban su ritmo, entrando y saliendo, cada movimiento un eco de aquella noche en que me rompió en mil pedazos de placer.
Pero no estaba. Apenas un bulto anónimo en mi mente, sin nombre, sin nada más que me importara salvo su sexo conquistando mi débil cuerpo, semidormida entre el sueño y el placer…
No lo resistí; lo dejé entrar en mi alma y me abandoné a su presencia, anhelando que fuera real. ¡Cuánto deseaba que lo fuera! Primero lo percibí detrás de mí, un aliento suave cargado de promesas. Luego, su presencia inmensa me envolvió por completo. En ese instante, supe que podría poseerme completa. Su energía vibraba en cada rincón de su cuerpo, haciéndome estremecer hasta arquearme, incapaz de evitar elevar mis glúteos, contorsionando mi cabeza hacia atrás, buscando sus labios tiernos, su lengua húmeda…
Y entonces, en esa bruma de deseo, sentí su peso imaginario sobre mí, su calor aplastándome contra la cama. Mis dedos, ahora desesperados, se hundieron más profundo en mi concha, imitando la presión de su pija inmensa, esa que soñaba dilatándome hasta el borde del dolor y el éxtasis. Cada roce era una sentencia, un castigo dulce que me hacía gemir sin control.
En mi mente, él me tomaba con una furia lenta, sus manos aferrando mis caderas, su boca devorando la piel de mi espalda. Me vi reflejada en un espejo inexistente, mi cuerpo desnudo brillando de sudor, mi rostro retorcido por el placer, puta, rendida…
Mis dedos aceleraron, persiguiendo ese recuerdo de sus embestidas, mientras mi otra mano pellizcaba un pezón, arrancándome un grito que rompió el silencio de la habitación.
Fue dotado para desgarrar. Y yo una pobre pero feliz víctima, esclava de su posesión.
Recuerdo su enorme y ancha verga, dilatándome por completo, haciendo presión sobre mis paredes más íntimas, hinchándome cada nervio hasta hacerme detonar de deseo de más. Enorme, duro, curvo entraba y saliendo de mí hasta atravesarme la garganta.
En esa vorágine de mi mente, su sombra se volvió más nítida, como si el deseo lo conjurara de carne y hueso. Mis dedos, empapados, se movían ahora con una urgencia casi violenta, pero mi otra mano se detuvo, temblando, para recorrer la piel de mi vientre, como si buscara las marcas invisibles que él dejó alguna vez.
Imaginé su semen cálido, espeso, derramándose sobre mí, cubriendo mi piel como una lluvia prohibida, y la sola idea me hizo estremecer hasta los huesos. Mi vagina palpitaba, apretando mis dedos con una necesidad que me hacía sentir rota, sucia, gloriosamente viva.
En mi fantasía, él me giraba con brusquedad, sus ojos oscuros clavados en los míos, y me penetraba de nuevo, cada embestida un trueno que resonaba en mi alma. Grité su nombre, aunque no tenía nombre, y mi cuerpo se arqueó al borde del abismo, a un paso de deshacerme en un orgasmo que prometía consumirme entera.
Morí.
Hubo una oscuridad hasta que una luz inmensa me partió en mil pedazos acompañado de un chorro de leche fuerte y cálido que lubricó todas mis entrañas.
Así, herida por la fricción que me atrapó entre el desvanecimiento y el orgasmo una y otra vez, hasta que fuera otra y otra y otra vez… es que ese cálido y jugoso baño de semen, fue más que un alivio deseado, bebido. Me enlechó, fuerte, abundante, tierno sobre el final.
FIN