Capítulo 8

CAPÍTULO OCHO

Pensé que en buena hora había bromeado con el tabernero, aunque en realidad no era broma pues iba libre de ropa bajo esa prenda.

  • Por qué no puede tocarme, qué si no, notaría el río que es ahora mi cuerpo y el calor que tengo entre las piernas.
  • Pero hija, ¿Cómo dices eso? Te repito, estas en la casa de Dios, me estás escandalizando y aquí has de guardar la compostura.
  • Ni yo misma me creo estar diciendo esto, padre… no sé lo que me pasa.
  • Creo que has perdido la cabeza, hija. El deseo te nubla y ciega tu raciocinio. Eso es lo que te pasa.

En el fondo veía a una chica confundida y excitada. Aquello que le dijo su amiga, había alterado sus hormonas, no debía saber lo que estaba diciendo. denotaba que estaba alterada, fuera de sí. Realmente las palabras de su amiga le habían calado muy hondo.

La mujer guardó silencio unos instantes, temerosa de ser oída, mirando alrededor, pero no había nadie más que nosotros dos.

  • ¿Es verdad que la tiene tan grande?
  • Pero ¿Qué dices? – protesté, aunque para entonces ya estaba empalmado.
  • Padre, Eva me contó la anaconda que esconde bajo la sotana y la verdad que me vuelvo loca por saberlo… Me muero de ganas por verla. Nunca he visto ninguna, bueno la de mi novio, pero es normalita, bueno no sé.
  • Pero…. hija, ¿Qué dices, por favor? – seguía diciendo yo, apretando mi terso miembro que parecía tener vida propia y me animaba a pecar una vez más.

Mi voz salía temblorosa, por un lado, asustado por lo que oía y por otro, excitado de escuchar esa voz susurrante y excitante y saber que no había sentido ninguna como la mía, ni siquiera la había visto…. Aquella muchacha me estaba poniendo a cien y para entonces tenía mi polla totalmente tiesa y necesitaba bajarla como fuera. Esto me llevó a pensar en la boquita de Eva y en la que tenía allí delante que parecía ser igual de bonita, soñando en saber cómo sería tener esos labios rodeando mi glande y haciéndome una buena mamada. Pero yo, yo estaba dentro del confesionario… ¿Qué me estaba pasando?

  • Ardiendo me tiene padre, ardiendo y salida como un picaporte. – decía esa preciosa joven apoyando la yema de sus dedos en el enrejado que separaba nuestras caras, como si quisiera tocarme.
  • Pero hija, eso no puede ser.
  • Ya lo sé… y no sé lo que me pasa, yo nunca me he comportado así, se lo juro.
  • No jures, hija, no seas desvergonzada.
  • Es cierto padre. Yo nunca he hecho… yo nunca…

Esa chiquilla parecía estar llena de dudas. No sabía cómo ayudarla y sacarla de esa fase de ensoñación que podría llevarla a pecar más, más, de lo que deseaba. Además, necesitaba poder escapar de esa tentación, necesitaba buscar una vía de escape.

  • A ver, cuéntame todo. ¿Cómo has llegado aquí? No creo conocerte de la parroquia. – le dije, pues esa cara tan dulce era difícil de olvidar.
  • No, padre, yo soy de otra parroquia y pertenezco a otra hermandad.
  • ¿Entonces?
  • Pues yo hablé con Eva, que ella sí es de aquí y no le creí, incluso pensé que era una zorra por su comportamiento, que además mentía en todo… pero ahora soy yo la que siente eso mismo, quien le desea… que desea ser suya.

Medité unos segundos y armándome de valor y agarrando mi polla, empujándola hacia abajo por creer que así reduciría esa tensión, le dije:

  • Mira hija, creo que debes confesarte con tu párroco e intentar serenarte, seguramente estás confundida y ves cosas que no son, incluso crees cosas que te cuentan por ahí.
  • Pero padre, yo lo quiero a usted, quiero ser suya, quiero que me posea, que me enseñe los placeres de la carne.
  • No se hable más, olvidaré lo que me has dicho, ahora vete a tu parroquia, para confesarte con los tuyos, bueno… no hace falta que les des tantos detalles, ya sabes…
  • No, padre.
  • ¿Cómo qué no?
  • Quiero que me case, don Ángel. – dijo con la voz firme.
  • A ver, a ver… qué lío es este. ¿Qué ahora quieres qué te case? ¿Ahora me vienes con esas?
  • Si, mi novio y yo somos de otra hermandad, que prefiero no decir, pero casi lo tengo convencido para que nos casemos en esta parroquia y quiero que sea usted quien lo haga, oficie la ceremonia por favor padre, por favor…
  • No puede ser.
  • Lo que me pida, padre… haré lo que me pida.

Ni qué decir tiene que escuchar eso me hizo volver a temblar de placer, escuchar eso de esa bella joven, “lo que me pida” … era fuego, auténtico fuego.

  • Mira, de momento te pongo una penitencia y rezas cinco padres nuestros y cinco ave Marías. -añadí creyendo que eso podría liberarla de su pecado, aunque sabía por experiencia propia que la carne es débil.
  • Pero…
  • No se hable más. – dije severamente.

La chica se levantó apesadumbrada y yo arrepentido de haberla despachado con esa energía, pero debía detener ese tren descarrilado que recorría mi cabeza de arriba abajo. La sangre corría endiablada por mis venas y tenía mi sexo duro como pocas veces lo había tenido.

Unos segundos después, salí del confesionario camino de la sacristía y la vi rezando en la primera fila y si ya intuí que su rostro era especial, descubrí que era una joven muy bella, mucho más bella de lo que pude ver tras el enrejado, con un pantalón ajustado que marcaba unas armoniosas caderas y unos pechos voluptuosos que se movían agitados ante un llanto que ella apagaba en un pañuelo de papel, llorando desconsolada. Me detuve observando esa figura joven, repleta de sinuosas curvas, su pelo azabache y su rostro tan blanco y tan lindo, parecía una Madonna …

Me senté a su lado y ella se sorprendió al verme, alzando su vista con sus ojos llenos de lágrimas.

  • Hija, no llores… me aflige verte así, pero hay cosas que no pueden ser. – dije agarrando su mano con ternura.
  • Sería tan bonito, que usted nos casara. – intentó esbozar una sonrisa en su pena… mientras aquel rostro parecía iluminarse, ante esto, yo no podría negarme.
  • Pero ¿por qué yo?

Ella levantó la vista y me miró detenidamente, buscando mis ojos, mis labios, dibujando mi rostro y parecía poder estar leyendo el deseo en sus ojos, mientras yo miraba ese pecho bajo su ceñida blusa.

  • Porque usted, es un cura joven, entiende a una mujer como yo… ha hecho tan feliz a Eva… que ha soltado sus miedos, sus inquietudes y calmado sus deseos… – dijo soltando hipidos entre frase y frase.

Era cierto que había hecho feliz a Eva, no había más que ver su entrega, no sé si acabé con sus pecados o la condené. Como había hecho ella conmigo, pero desde luego, habíamos sucumbido a esa pasión desmedida y salvaje para ambos.

  • Pero, no puede ser… – insistí.
  • Mire, padre, hay cosas que yo no puedo hablar con nadie, soy muy tímida y con usted lo he soltado todo, no sé ni por qué, pero usted me trasmite confianza o que por estar cerca suyo soy capaz de cualquier cosa.

“Porque soy el demonio”. pensé para mí.

  • Necesito a alguien que me aconseje, quiero casarme con mi novio, pero mis miedos, mi falta de experiencia, yo nunca… – dijo y bajó la cabeza.

Levanté su rostro lleno de lágrimas, agarrando su barbilla con dos de mis dedos.

  • ¿Tú qué?
  • Mire padre, yo amo a mi novio.
  • Bueno, eso es maravilloso.
  • Sí, pero yo nunca…
  • ¿Nunca?
  • Nunca he hecho nada, no conozco varón, soy virgen. Padre, soy…

Mi polla dio otro vuelco bajo mi sotana, pero por suerte mi postura no desvelaba aquella protuberancia y me limité a tragar saliva.

  • Sería tan bonito que usted me ayudara, me aconsejara, me guiara… es un paso importante, estoy llena de miedos, de dudas que me atormentan, pienso en el sexo continuamente. Deseo saber, conocer, sentir…
  • Baja la voz, hija mía. – dije mirando alrededor, aunque a esa hora los bancos de la iglesia eran nuestros únicos oyentes.
  • Si, no hago más que pecar con el pensamiento, mis manos recorren mi cuerpo y se adentran en mi sexo buscando ese placer añorado y deseado. Pero no soy capaz de confesárselo a nadie, ni por supuesto mucho menos a mi novio, al que le guardo mi virginidad para el matrimonio.
  • ¿Y qué puedo hacer yo?
  • Ayúdeme, padre… como ha hecho con Eva. Ella fue la que me dijo que usted la salvó de sus pecados, sus miedos, sus pensamientos…

La ayuda que presté a Eva desde luego alivió sus pecados o sus miedos, la única salvación fue que cayera en otros, como la lujuria que ahora corría por sus venas y también por las mías.

  • Mira, para tus pecados, yo puedo aconsejarte que intentes guardarte todo eso para tu futuro marido y experimentéis juntos…
  • Entonces, ¿no me va a ayudar? Estoy desesperada… – dijo echándose a llorar.

Me costaba mantener el tipo, pues aquella tentación que esa bella y virginal joven me ofrecía era demasiado para un pecador como yo.

Sostuve su mano entre las mías y comprobé la ternura de esos dedos y lo que debía ser sentirlos rodeando mi polla dura en ese mismo momento. Mi polla reaccionó poniéndose más dura, si esto era posible, pero no sé de dónde saqué fuerzas y en un alarde de sangre fría le dije.

  • Mira, vamos a hacer una cosa. Mañana vienes con tu novio y lo hablamos. – le comenté intentando apagar esa pena que le invadía.
  • Pero él no sabe… – dijo alzando la vista a mis ojos.
  • Si, lo sé. Tus miedos y tus pensamientos están a salvo conmigo. Sé que te asusta todo eso que has guardado para tu marido y que la mente te juega malas pasadas, todo es cuestión de equilibrio y paciencia.

De algún modo, quería librarme de esas tentaciones continuas de la chica con la presencia de su novio.

  • Pero yo necesito estar a solas con usted, quiero que me aconseje a mí.
  • Yo prefiero que tu futuro marido esté presente.

La chica se lo pensó unos segundos y yo puse cara de “o eso o nada”. Al final dijo.

  • De acuerdo, mañana vengo con él.
  • Genial, hija, verás como todo puede salir bien y se te quitan esas cosas de la cabeza.
  • ¿Entonces me ayudará a librarme de esos pensamientos? ¿Lo hará padre? – dijo agarrando fuertemente mi mano, que estaba cercana a mi miembro y el solo roce me hizo estremecer. Ella masajeo mi mano tiernamente, no sé si consciente de lo que tenía al lado.
  • Lo intentaré… ahora suelta mi mano, hija. – dije desembarazándome de sus garras y huyendo de mis propios miedos, más que de los suyos.

La chica seguía pensando que le iba a librar de sus demonios como a Eva, pero mi conciencia me repetía que no, a pesar de que esa joven me tenía loco y totalmente empalmado.

  • ¿A qué hora mañana, padre? – dijo esa preciosa joven.
  • A las cinco, hija. Por cierto, ¿Cómo te llamas?
  • Macarena padre, me llamo Macarena.

Me dirigí raudo hacia la sacristía y me cambié con ropa de calle. Mi rabo estaba como la rama de un árbol y me costaba cerrar la cremallera del pantalón. Salí de la sacristía y miré a la primera fila y por suerte, ya no había nadie. Fui hacia mi casa y abrí la puerta, tenía que intentar serenarme. La única forma que encontré fue masturbándome pensando en Macarena, en ese cuerpo tan armonioso, en esos ojos penetrantes y sus labios carnosos, imaginando que me hacía una mamada increíble. Así, me encontré subiendo y bajando la mano por mi polla mientras pensaba en esa boquita, en esos turgentes pechos y en ese seguro, rosadito coñito.

Bueno, ya había empezado otra vez, aquellas voces que me torturaban seguían acosándome, turbándome, yo seguía ardiente y vital, como un toro, como ese semental que empezaba a hacer su harén, ¿Qué hombre no se sentiría orgulloso de ser admirado y deseado de esa forma? ¿Qué hombre, sería incapaz de sucumbir ante esa belleza y esa entrega total? ¿Quién en su sano juicio, no aprovecharía esa oportunidad de oro?

Yo era un cura y esa era mi continua cantinela para alejar los malos pensamientos. Mi vida se había convertido en una dulce tortura… seguro que pronto tendría otro destino, pero ahora iba a disfrutar ¿de mi suerte o de mi desdicha?

Ni la ducha de agua fría, ni pensar en otras cosas, me hacía evadirme de las curvas de esa joven… esa bella Macarena que se me ofrecía con total sumisión. Seguía apretando mi polla por encima de mi pantalón y masturbarme de nuevo no iba a apagar ese horno que llevaba dentro, porque era incapaz de quitarme a la preciosa Macarena de la cabeza.

Pensé que ir al sex shop y comprar algunas cosas, como había hecho en mis épocas de “confusión”. No sé, alguna película o un chochito de goma me ayudaría mejor a evadirme de esos pensamientos… además, Tomás, el dueño de ese establecimiento siempre me aconsejaba muy bien, aunque él, lógicamente no sabía a lo que me dedicaba… madre mía, menos mal que estaba al otro lado de la ciudad, porque si alguien me viese entrar…

Estaba en esos pensamientos de rebajar mi lujuria con algún juguetito, cuando recibí la llamada de María.

  • Buenas noches, padre. ¿No va a venir a cenar hoy? – dijo con esa voz arrulladora.

Miré mi reloj y comprobé que eran casi las nueve, demasiado tarde, por cierto, para ir al sex-shop.

  • Ostras, María, se me ha pasado del todo.
  • Me extrañaba, por eso no verle por aquí.
  • Cielos, voy para allá.
  • Genial, padre, ya sabe que tiene reservada su cena de siempre.
  • Gracias, hija.
  • De nada… verá que rico lo que tengo hoy para usted.

Aquello sonaba retador y para colmo, yo no bajaba mi calentura, ni podía pasar por esa tienda de juguetes sexuales y aliviarme.

  • Por cierto, padre, mañana jueves sobre las nueve de la mañana iré a adecentarle la casa. – añadió María.
  • Muchas gracias, hija, cuando puedas estará bien.
  • Encantada de echarle una mano.

Por sus palabras, debía estar junto a su esposo y no podía decir nada indecoroso, aunque sí había ese doble juego de palabras y su voz sensual, acompañada de una risita traviesa.

No había colgado el teléfono y ya tenía la polla dura. Además, sí, tenía que bajar a cenar, ya que estaba hambriento.

Me apresuré en llegar a la taberna y me senté en mi mesa como siempre y precisamente ese miércoles, el local estaba demasiado concurrido.

  • Enseguida le atiendo padre. – dijo María asomándose desde la barra.
  • Tranquila hija, tranquila, ya sabes que no tengo prisa.

No vi mucho, pero si un escote excesivo y sugerente en su ajustada blusa. Saludé a Luis que estaba tras la barra y cuando ella entraba en la cocina. Mientras esperaba, busqué la prensa del día, la miré concentrado, de algun modo eso me ayudaría a escapar de mis malos pensamientos y me interesé por un artículo de economía que explicaba cómo hacer la declaración de la renta. En estos nuevos tiempos, muchas cosas estaban cambiando y una de ellas era esta. Lo leí con avidez intentando entender todo lo que ponía. La verdad es que, para nosotros, los pobres, no tenía mucho problema. Lo más difícil era saber que desgravaba y donde colocar esas cifras y ciertamente lo mío no eran los números.

Atento estaba cuando llegó María y se plantó frente a mí.

  • Perdone padre, ya estoy con usted. – dijo apoyando sus manos en la mesa, haciendo que ese escote me ofreciera una visión excepcional.
  • Hola María. – respondí azorado y al mirar más abajo comprobé que llevaba una especie de vaqueros de color negro, que eran casi mallas tan ajustadas que remarcaban sus muslos, su culo y su entrepierna.

Ella se dio cuenta enseguida y se sonrió.

  • ¿Qué se le antoja hoy? – dijo melosa.
  • Lo que me pongas estará bien. – dije.
  • Ponerle, le ponía yo un pisito jajajaja añadió risueña y muy juguetona.

Ella se giró mirando a la barra, pero su marido andaba atareado atendiendo.

  • Por cierto, María, estás muy guapa, esos vaqueros te sientan de maravilla.
  • Es usted un adulador. ¿Le gusta?
  • ¿Bromeas?

Me revolví en la silla y ella seguía insinuándose con movimientos que no apagaban precisamente mi calentura.

  • Sabía que le iba a gustar… me he puesto esto por usted. – dijo con la voz baja, para que otras mesas no la oyeran.
  • ¡Dios! – suspiré.

Mi idea de espantar demonios desapareció ante esa diosa, que seguía luciendo sus mejores atributos y el morbo de hacerlo en medio del bar y con su marido cerca, aumentaban mi excitación.

  • Mañana vete a mi casa con faldas y sin ropa interior. – dije de repente con mi polla dura bajo mi pantalón.

Me miró con los ojos abiertos y acabó diciendo:

  • ¡Cochino!

Se dio la vuelta y salió hacia la cocina luciendo la redondez de su culo y es que, la verdad que esos vaqueros se le pegaban al trasero magníficamente y lo marcaban como un tótem al que adorar, además la blusa que llevaba se le pegaba igualmente, marcando su bonito pecho y luciendo ese canalillo excesivamente sugerente. Realmente estaba para follársela ahí mismo encima de una mesa.

Mi mente me traicionaba imaginándola desnuda, despatarrada y yo clavándosela sobre una mesa, cuando de pronto sentí que alguien se sentaba a mi lado.

Era Luis, el marido que me dio un susto de muerte.

  • Buenas noches, padre.
  • Hombre Luis, ¿Qué tal? – dije recolocándome en la silla para que no notara mi erección.
  • Pues aquí trabajando que hoy tenemos todo lleno, hasta su mesa la querían ocupar.
  • Por dios, pues haberla ocupado, yo había cenado en la barra.
  • Tranquilo padre, su mesa es sagrada y además María se ocupó de reservarla y no permitió que nadie la usara.
  • Jajjajaj, para otra vez, la ocupas, hombre, faltaría más.
  • De eso nada, padre Ángel. Aquí usted es alguien muy importante.
  • Bueno, Luis, no será para tanto, hombre.
  • Si, nos está ayudando mucho… ya me contó María.
  • ¿Cómo? – dije algo asustado, por saber qué le habría podido decir.
  • Si, ya me dijo que aunque esos hijos no hayan querido venir… que lo sigamos intentando.
  • Claro. – respondí algo aliviado.
  • Ella me dijo que usted le había reiterado que no es pecado por hacerlo a menudo.
  • ¿Cómo va a ser un pecado? – dije y en ese momento el culazo de María pasó meneándose junto a mi mesa.
  • Menos mal, porque además últimamente se pone muy guapa, ¿no le parece?
  • Bueno, Luis…
  • Si, ya sé, padre, a veces se me olvida que es usted un cura y no se fija en las mujeres.

Le sonreí, pero pensando en las cosas que había hecho y además muchas de ellas con su propia esposa, mientras él me decía que hacía lo que podía, pero que el trabajo le dejaba bastante cansado.

María llegó con la cena, me la dejó encima de la mesa y volvió a la cocina mientras que Luis se fue hacia la barra. Cené tranquilo y cuando terminé ya solo quedaba una mesa ocupada. Me tomé mi café, mi magno y prendí mi farias, como cada noche y decidí salir a la terraza, pues la noche sevillana era fantástica a esas horas. María salió a limpiar la mesa de la terraza, mientras su esposo recogía las mesas de dentro.

  • Creo que mañana iré a las ocho y media, tengo el coño necesitado. – dijo ella pegando su pecho contra mi hombro.
  • Cuando quieras hija, cuando quieras. -dije riendo.

Justo cuando ella iba a decir alguna cosa para encenderme más, salió su marido por la puerta y se sentó a mi lado. Esos momentos, cuando ya no quedaba nadie, los aprovechábamos para charlar un poco de todo. Eran nuestros momentos de camaradería y Luis confiaba mucho en mí, era un buen hombre… lo que me hacía más cuesta arriba eso de cepillarme a su mujer a sus espaldas, creyendo que yo era un santo. ¡Madre mía!

El hombre me contó su viaje a Madrid, estaba interesado en poner la lotería y las quinielas en el bar y había ido a enterarse, pidiéndome consejo. La verdad es, analizándolo despacio, que ese seguramente podría ser un buen negocio, además en estos tiempos, que todo era nuevo, que empezaba todo a fluir, podría ser lo que les diese un empujoncito. Luis me invitó a la segunda copa de “Magno” y me despedí del matrimonio, notando los ojitos que me hacía ella desde la puerta.

  • Bueno pareja, me marcho que mañana madrugo.
  • Nosotros también, cerramos y nos vamos ya. Que tenga dulces sueños padre. – dijo el hombre y yo mantuve la compostura, camino de mi casa y dispuesto a cascármela pensando en las mujeres, entre ellas, la suya.

 

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