Capítulo 5

CAPÍTULO CINCO

Despertar al lado de María, fue un plus, el calor de su cuerpo y el tacto de su piel, encendieron de nuevo la mecha que ardía en mi cuerpo desde el día anterior. Besé su cuello y acaricié sus pechos notando la incipiente erección de sus pezones y de mi polla. María gimió, se revolvió y buscó mi boca.

  • ¿Qué hora es? – me preguntó mirando hacia la luz que entraba por la ventana
  • Son las ocho, aún es pronto. – dije acariciando su pecho desnudo.
  • He de abrir el bar a las diez.

No dejé que se incorporara y bajando por su cuerpo hasta colocarme entre sus piernas, le sonreí viendo su sexo húmedo. Lo abrí con mis dos pulgares y acercando la punta de mi lengua a él, lo recorrí sin prisa desde su ano hasta casi llegar a su clítoris, me sobraba tiempo y quería recrearme. A los pocos minutos María se retorcía de placer, moviendo su pelvis, buscando que mi lengua alcanzase su clítoris y mis dedos retorcieran sus pezones. Sin embargo, yo hacía lo posible por no rozar su botoncito, solo lamiendo sus labios, pero sin llegar a ese punto que sin duda le haría explotar. María sujetó mi cabeza con fuerza y clavó su coño contra mi boca. Esa entrega era pura delicia, sorbiendo ese delicioso manjar. María apretó su coño a mi cara y a la vez que gritaba, llenaba mi boca con sus jugos.

  • ¡Siiiiii, jodeeeer, cabrón ahora vas a tener que follarme otra vez!

Sin decir nada me levanté, sujetando sus tobillos le di la vuelta, le puse en cuatro y de una sola estocada se la clavé hasta la empuñadura.

  • ¡Bruutoooo! – fue el grito de María.
  • ¿Quieres que pare? – pregunté parándome en seco.
  • Ni se te ocurra cabrón, ni se te ocurra.

Saqué mi polla muy lento hasta dejar la punta casi fuera.

  • ¿Qué haces cabrón?, no pares ahora…
  • ¿Cabrón?… ¿ya no soy tu padre Ángel? – dije riendo y viendo al mismo tiempo que ella echaba su culo para atrás, queriendo atrapar mi polla por entero.
  • ¡Dame duro, joder! – dijo fuera de sí.

Me encantaba ver a esa María desatada. Notaba la humedad y la presión de su precioso coñito. Volví a entrar lento y adquirí un ritmo lentamente más intenso. Entraba y salía disfrutando cada acometida, notando cómo los músculos de su vagina me atrapaban en ese cada vez más húmedo coño, que me permitía imprimir un ritmo constante, para así poder dominar la situación.

  • Más fuerte cabrón, más fuerte, ¿no sabes hacerlo mejor? – decía ella, mientras yo sujetaba sus muñecas a su espalda.

A esas alturas a María no parecía importarle que los vecinos pudieran oírnos, ya que solo quería su ración de polla y que fuese rudo, casi bestia, follándola en esa nueva vida sexual que había despertado en ella y por ende había renacido en mí.

Yo seguí con mi ritmo, mientras notaba como mi polla se iba mojando cada vez más y como María apoyaba su cabeza en el colchón, ofreciéndome su culito.

  • ¡Joder cabrón, jodeeer me vas a matar, me vas a matar! – gemía a la vez que la habitación se envolvía con su voz y los chasquidos de nuestros cuerpos desnudos.
  • ¿Dispuesta a morir otra vez?

Aceleré un poco más el ritmo a la vez que clavaba mis dedos en su cadera y sujetaba firmemente sus muñecas, con mi otra mano. Apretaba fuerte y cada cierto tiempo, un azote impactaba contra su culo.

  • ¡Si, jodeeer, siiii, no pares, no pares, Ángel… uff!

Sujetando con fuerza sus caderas aceleré todo lo que pude, sabía que eso me llevaría a un rápido orgasmo, pero valía la pena. Mi polla se enterró en su estrecho coñito, a la vez que mi pelvis se pegaba a su culo, un ahogado grito salió de mi boca en el mismo momento que mi semen bañaba las entrañas de María.

  • ¡Siiii jodeeer, así da gusto despertar! – jadeaba ella con su boca pegada a la almohada y el peso de mi cuerpo sobre el suyo.

Cuando la liberé de mi presión sobre ella y sobre sus manos, María se dio la vuelta girando su cuerpo y dejando que mi semen descendiera por sus piernas, para darme un beso húmedo y lascivo.

  • ¡Uf, uf… me tienes loca! – dijo sujetando mi labio inferior con sus dientes.

Mirándole a los ojos llevé mi dedo hasta su coñito, recogí una buena cantidad de semen y lo llevé de nuevo a su boca.

  • Estás muy bueno cabrón y follas como un demonio. – añadió lamiendo lascivamente ese dedo impregnado por mi semen.

La besé en la boca y luego dibujé con mi lengua sus preciosos labios.

  • Eres una buena cerda, serás una buena puta.

Tras un fuerte azote en su culo me metí en el baño para darme una ducha. Cuando salí, el desayuno ya estaba humeante en la mesa, el café recién hecho, junto con unas estupendas tostadas de manteca colorá.

  • María, eres increíble. ¿Cuánto tiempo hemos desaprovechado?… – dije acariciando su culo desnudo mientras me servía una taza de café.
  • Habrá que recuperarlo. – dijo metiendo su mano por la toalla que rodeaba mi cintura atrapando mi polla.

Dando saltitos como una jovencita y riendo se fue hacia la puerta, para lanzarme un beso y luego irse hacia la ducha.

  • Saldré primero. – le advertí viendo ese culo desaparecer de la cocina.

No era conveniente que nos vieran salir juntos.

Apuré mi café y me vestí y asomándome al baño escuché como esa mujer canturreaba contenta bajo el agua, a continuación, salí hacia la parroquia

Ella salió casi cuarenta y cinco minutos después. Esto haría que los vecinos no sospechasen, aunque no tenía muy claro si habían podido escuchar nuestros gritos y gemidos durante esa larga y tórrida noche.

Ese día me costó concentrarme en mis tareas, sin poder borrar de mi mente todo lo sucedido, incluso en los riesgos que corría en esa nueva aventura… y eso me hacía estar ciertamente desubicado… y preocupado.

Arrodillado en la primera fila de bancos, quería borrar de mi mente todo eso que me torturaba y si había un momento para detener la locura, era ese… ser sensato y cabal, sin embargo, esas dos mujeres habían revivido mi diablo interior y parecía que había vuelto aún más malvado y más perverso. Mi otro yo, no estaba dispuesto a ceder.

Esa tarde, le pedí a Manuel, el otro párroco, que quería dedicarme a arreglar la iglesia, renovando los ramos de flores y preparar unas velas. Queriendo con ese acto involucrarme más en mi trabajo como sacerdote para después hacer el rosario de las siete y media, aunque tampoco pude evitar pensar en María y esa chiquilla que me había tocado con su llama de pecado.

  • Te invito a cenar, Ángel. – me dijo Manuel cuando yo estaba apagando las luces de la sacristía.
  • Bueno, yo… – intenté excusarme.
  • ¿No me digas que tenías planes?
  • No, padre, no… – respondí riendo viendo la cara de santo de ese hombre mayor.
  • De maravilla, quiero contarte el viaje que tengo pensado a Roma.
  • ¿Va a ir a Roma de nuevo?
  • Si y tú no puedes dejar de hacerlo al menos una vez en tu vida.

Fuimos a cenar a una pequeña taberna que solía frecuentar Manuel. Aun a sabiendas de que María estaría esperándome en su bar, pero tampoco podía llamarla y hacer sospechar a Manuel.

Ese hombre me contaba ilusionado lo que había planeado para su nueva visita a Roma y me fue detallando cada monumento y cada iglesia… pues no quería dejar ninguna de las pendientes, sin visitar.

  • ¿Pero, cuánto tiempo va a estar, Manuel?
  • Pues he pedido para quedarme un par de meses y también he pedido permiso para ti.
  • ¿Cómo?
  • Si, ya sé que eres un hombre muy trabajador, muy dedicado a la fe, pero hablé con el obispo y podrás estar unos días conmigo.
  • ¿Yo? ¿A Roma?
  • No te preocupes por los gastos, todo corre por mi cuenta.
  • Ya, pero…
  • No se hable más. – dijo convencido de que no podría negarme.

Una vez que terminamos la cena, a los postres, me dijo que me mandaría su dirección y que me esperaba en Roma un par de semanas después de haberse instalado, para enseñarme el vaticano y la ciudad. Yo le miré alucinado. ¿de dónde sacaría el dinero?

  • Por el billete no te preocupes, yo te lo mandaré y en la residencia te buscaré una habitación.
  • Muchas gracias, Manuel… por pensar en mí.
  • Nada de gracias… te lo has ganado, Ángel.
  • ¿Usted cree?
  • A pesar de las habladurías que se decían de ti, eres un buen hombre, muy cristiano y trabajador.

No pude sostener su mirada, seguramente ese hombre tan experimentado en pecadores podría descubrir en mis ojos, la llama que yo no era capaz de apagar.

  • ¿Habladurías?
  • Bueno, ya sabes, la gente inventa chismes, que si habías ido con las feligresas por ahí… que eres un joven apuesto y te las llevas de calle…
  • ¿En serio?
  • Ya sé, ya sé, eres todo lo contrario y en mi ausencia podrás tomar mi relevo y dedicarte a las confesiones.
  • ¿A las confesiones? Pero si yo no…
  • Ya sé, ya sé que te había liberado de eso, pero creo que lo harás muy bien y confío en ti. Son pecaditos de cuatro feligresas.
  • Gracias – dije ocultando de nuevo mis miedos, porque tener más confesiones significaba… no precisamente perdón o absolución… sino más pecado.

Tras pagar la cuenta, Manuel y yo salimos de esa taberna, cuando iba a despedirme pensaba en María, que seguro a esas alturas ya debía haber cerrado su bar y estaría esperándome. Manuel, que había bebido más de la cuenta, se puso bastante parlanchín. Yo me lo quería quitar de encima, pero viendo que daba tumbos, debido a la cantidad de vino que había ingerido, me ofrecí a acompañarle a su casa.

  • ¡Qué bueno eres! ¡Por algo te llamas Ángel! – me dijo apoyando su mano en mi hombro.

Cuando por fin me pude despedir de mi compañero, salí corriendo en busca de María, pero ya era demasiado tarde. Miré por todas partes, pero ella no estaba, ni en el bar, que ya había cerrado ni por los alrededores. Subí a mi piso con la remota esperanza de verla esperándome en mi rellano, pero María tampoco estaba allí… Esa mujer había vuelto a despertar en mí tantas cosas, cada cual más loca y peligrosa, cada cual más emocionante y excitante… Así que me dispuse a dormir pues yo también había bebido demasiado vino.

Al día siguiente sobre las nueve desperté, desayuné y me vestí para ir a la parroquia. Esa mañana pasó rápida y entre unas cosas y otras se me hizo la hora de comer, eso sí, sin poder borrar de mi mente a María y esa locura que habíamos vivido juntos en mi apartamento. Si el pobre Luis, su esposo, pudiera verla, seguramente no la reconocería y seguramente tampoco a mí, que me tenía por un hombre serio, formal, con la mente sentada y muy equilibrado, sin que pudiera imaginarse a su mujer follando conmigo de aquella manera, habiendo despertado a esa fiera escondida que yo mismo había desenjaulado.

Como ya se me hacía un poco tarde. Entré en una pequeña tasca, que ya había visitado en alguna ocasión, en donde había una preciosa chiquilla sirviendo en la barra, muy parecida a aquella que vino al confesionario el día antes y que era la que había abierto la caja de los truenos. Esa camarera, morena con cara de ángel y que rondaría los veintitantos, tenía unas tetas del demonio y ya había sido objeto de mis fantasías sexuales en más de una paja nocturna. Además, esa chavala me miraba de una forma que lograba despertar ese instinto animal, que en mi se había multiplicado después de los últimos acontecimientos.

  • Buenas, padre… cuanto tiempo. – me dijo la joven con su sonrisa traviesa.
  • Hola, hija. Sí, hacía tiempo que no venía por aquí, ya veo que todo está como siempre… – dije, pero esta vez me quedé con la vista fija en el escote que formaba su entallada blusa.

Creo que era la primera vez en ese año en Sevilla en el que yo dejaba fluir mis necesidades, pues hasta entonces no había hecho más que disimular, poniendo seriedad y racionalidad a mis actos, al menos en apariencia.

La chica notaba cómo yo no le quitaba ojo ni de sus tetas ni de su culo tan bien formado, que dentro de unos ajustados vaqueros marcaba un impresionante culo en forma de manzana. Evidentemente no era el único cliente que lo hacía, pues ella sabía de su potencial y lo explotaba al máximo con sus movimientos, con sus gestos, con su doble juego de palabras… lo que no era tan habitual era tener loco al cura cachondo que era yo.

Tras la apetitosa comida y la maravillosa presencia de la moza, me tomé mi café, mi copa y mi “Farias” y departí un buen rato con la joven camarera, siendo mucho más hablador de lo habitual y noté que a ella le gustaba que un hombre aparentemente prohibido y casto, le hiciera ese juego, logrando que sus pezones quedaran marcados bajo su blusa blanca, algo que estimula a cualquier hombre, por muy cura que sea.

Cuando me quise dar cuenta, ya eran más de las seis de la tarde y aún debía ir a la ferretería y después al rosario. Me despedí de la muchacha y a toda prisa fui a hacer esos recados. Compré unas argollas para sujetar a la pared y unos buenos tacos para que estas aguantaran bien clavadas. Compré unas cuerdas de lino y así mismo, entré en una marroquinería y compré unas cuantas tiras de cuero. Pegamento para este material y unas chinchetas para adornos. También compré unas piezas de cuero sin trabajar. Tras llevarlo todo a casa, volví a salir corriendo para la iglesia. Llegué cuando todas las feligresas ya se encontraban sentadas en sus bancos. Me puse la casulla y salí a predicar el rosario.

Lo hice como siempre, viendo a todas aquellas mujeres tan beatas, rezando mis oraciones, ya que, curiosamente al rosario nunca venían hombres. Siempre echaba una mirada a todas y cada una de ellas, descartando las más mayores. De vez en cuando, alguna más joven se dejaba ver en aquellas tardes de rosario. Por ejemplo, Dolores la mujer del carnicero, que ya había pasado de los cuarenta, pero era una hembra de curvas vertiginosas, que se intentaba tapar con ropajes negros y holgados, aunque ni esas tetas ni ese culazo se podían ocultar, ya que eran una obra de arte, incluso quería meterme en su mente y decirle cuanto deseaba estar dentro de ella. Sabía que debía descartar estas ideas de mi mente, no estaba bien que yo, el párroco, pensase en esos términos de mi feligresa. ¿Pero?, quien es capaz de resistirse a tal tentación.

Una vez terminado el rosario, entré en el confesionario y ahí estuve meditando, como solía hacer otras veces, aunque en esa ocasión, queriendo redimir mis propios pecados, mis malos pensamientos y mis peores obras… pensando en la locura de todo lo ocurrido y peor aún, pensando en lo que seguramente iba a ocurrir.

  • Ángel, por Dios, sienta la cabeza, no querrás que te vuelvan a desterrar… – me repetía en un susurro.

Mi mente me jugaba malas pasadas porque mi demonio interior se reía de lo que el ángel bueno quería avisarme y lo cierto es que Sevilla, más que un destierro, había sido lo mejor que me había pasado, a pesar de que, aunque quería escapar de mis demonios, estos habían logrado encontrarme y ahora me acechaban de nuevo.

  • Ave María purísima. – oí la voz de una mujer llegando a asustarme.
  • Sin pecado concebida.
  • Padre me confieso de haberle sido infiel a mi esposo con el pensamiento.

Enseguida pude distinguir la voz de Dolores, la carnicera y mi polla de forma irremediable se empezó a enderezar, escuchando su confesión y es que yo ya era un caso sin remedio.

  • Y ¿qué pensabas hija mía? – preguntaba yo de forma aparentemente inocente queriendo saber esos pecados de Dolores.
  • En usted, padre.

Un escalofrío convertido en una gran excitación que llegó a tensar mi polla al máximo volvió a sacudir mi cuerpo de pecador. Aunque esta vez, pude dominar a esos demonios, para no decirle a Dolores que quería follármela allí mismo dentro del confesionario. Me costó contenerme. Eso era lo que realmente quería. Sin embargo, decidí no complicarme más y le di la absolución, poniéndole una gran penitencia. Quería verla de rodillas en los bancos de la iglesia, quería verla sometida y pensaba que ella también lo deseaba.

Salí corriendo del confesionario por miedo a terminar de mala manera y que llegase otra feligresa, con sus pecados de la carne especialmente. También quería ver a la carnicera de rodillas con sus mejillas rosadas y sus labios abultados. Esa mujer ahí postrada, con su culo en pompa, exponiéndolo sin darse cuenta, chupando sus pulgares mientras juntaba sus manos para la oración. Tuve que apretar mi polla sobre la tela de la sotana. Me pasé por la primera fila y al llegar a la carnicera, le miré fijamente y le hice la señal de la cruz, dándole a besar mi dedo. Ella me miró, lo besó, asintió y se mordió el labio.

Salí a la calle, tenía que despejarme y tranquilizarme, dándome un paseo por las calles de Sevilla. Aunque en aquella época del año y con las nuevas costumbres que empezaban a llegar de Europa con la democracia, era una tortura, más que una relajación. Pues el ver aquellas faldas cortas enseñando casi la totalidad de los turgentes y jóvenes muslos. Sus pechos sin sostén, donde sus pezones intentaban rasgar la tela de las finas camisetas. Abanicando sus cuerpos brillantes por el sudor, esa escasez de tela me volvía loco y no podía dejar de mirar… estos pensamientos nublaban mi mente a orillas del Guadalquivir, menos mal, que por fin se hizo la hora de cenar.

Podía haber ido a cenar a cualquier otro lugar, pero no, entré en el bar de siempre y fui directo a mi mesa. De algún modo tendría que hablar con María y decirle que ella no debía hacer eso y mucho menos yo, que era su párroco…

María me vio desde la barra y sonriente llegó rauda hasta mi mesa. Con tan solo verla, mis pensamientos no iban por el arrepentimiento, sino por el puro deseo. Ese día estaba radiante, con un vestido bastante más ceñido de sus habituales y que le quedaba fantástico. Se agachó para limpiar la mesa, mostrándome una buena visión de su canalillo, llegando a percibir hasta los pezones, como si quisiera decirme: “mira lo que te perdiste por no haber venido anoche”. No sé si era impresión mía, pero olía a hembra caliente.

Se incorporó y me guiñó un ojo con disimulo.

  • ¿Qué tal padre? Ayer le echamos en falta
  • Si, tuve otros quehaceres. – dije sin poder evitar dibujar las curvas de María.

Sin detallarle nada, noté que ella fruncía el ceño y parecía sentir ciertos celos intentando averiguar si “mis quehaceres” eran con otra feligresa.

  • ¿Hoy se quedará hasta que cierre? – me dijo mordiéndose el labio de forma insinuante.
  • Por supuesto hija, no podría dejar que te pasara nada, estando tú sola… Luis no me lo perdonaría.

María sonrió y fue a atender las otras tres mesas que tenía aún llenas, meneando de forma exagerada su culo que sabía que yo tenía en visión privilegiada.

Tuve que recolocar mi polla varias veces cada vez que ella iba o venía atendiendo a los clientes, mientras yo miraba como contoneaba sus caderas y cómo el vestido marcaba a la perfección ese culo perfecto o esos pechos, coronados por esos duros pezones que parecían querer salirse por su escote. Esa noche, mis demonios no me iban a dejar tranquilo, porque María estaba realmente espectacular. Mi polla empezó a tomar vida propia hasta ponerse totalmente dura y es que, en una de esas, al fijarme, cuando ella atendía la mesa más cercana a mí, levantó su trasero frente a mi cara, pudiendo observar que no llevaba bragas. ¡Jodeeer, sin bragas y sin sujetador! ¿Blanco y en botella?

Cerré los ojos intentando apartar esos pensamientos, pero ella no me lo ponía fácil, nada fácil…

Me trajo la cena, una ensalada y un muslo de pollo al horno. Al dejarlo sobre la mesa, se agachó más de lo necesario, volviendo a dejar sus pechos al aire durante unos largos segundos y mirándome fijamente a los ojos.

  • ¿Qué tal todo padre? – dijo humedeciéndose los labios.
  • Me estás poniendo muy cachondo y lo vas a pagar. – dije alterado y muy excitado.

Ella rió desafiante y contenta por haber cumplido su objetivo. Mis ojos estaban inyectados de lujuria y mi polla pugnaba por airearse fuera de mi pantalon.

Sobre las once los últimos comensales marcharon. María los acompañó a la puerta, cerró con llave y bajó la persiana. Se dio la vuelta me miró y sonrió de forma juguetona, desde luego ella no parecía arrepentida en lo más mínimo… pero creo que yo tampoco estaba para arrepentimientos.

  • ¡Quítate el vestido ahí y ahora! – salió de mi boca de forma espontánea.
  • ¿Qué? – dijo y me miró sin parecer entender mi orden.
  • ¿No me has oído, zorra?, ¿quieres que te lo arranque?

María suspiró y mirándome a los ojos se desabotonó los pocos botones que le quedaban y tiró del vestido, por encima de su cabeza. Como había supuesto, estaba desnuda bajo el vestido. Me miró fijamente mientras se mordía el labio, a la vez que se apretaba un pezón. Ante mí, apareció su esplendoroso cuerpo totalmente desnudo. Estaba preciosa y verla allí desnuda en su propio bar, con tan solo unas sandalias de cuña, le daba un aspecto más inalcanzable, admirable, deseable.

  • Mastúrbate para mí. – ordené.

Me miró extrañada

  • Nunca lo he hecho.
  • Siempre hay una primera vez. Esa será tu penitencia, por volver a pecar. – añadí sonriente.

María, acarició su sexo y como había hecho yo el día anterior. Metió dos de sus dedos en su coño, mientras sus ojos inyectados en deseo no dejaban de mirarme. Yo tampoco despegaba la vista de sus ojos, tan solo para ver como esos dedos entraban y salían de su coño. Lentamente desabotoné mi pantalón, bajé mi bragueta y a través de esta saqué mi polla y empecé a mecerla sobre mi mano. María aceleró el ritmo, mirando embobada como mi mano subía y bajaba por mi polla. Noté como flexionaba sus rodillas, se iba a correr.

  • Para, para, ahora mismo, María. – dije de pronto.

Ella se detuvo asustada y se quedó con ganas de ese orgasmo, que parecía estar muy cerca.

  • Jodeeer, casi lo tenía. – protestó.
  • Ahora chúpate los dedos. No podrás correrte hasta que termines de hacer el bar. – añadí meciendo mi polla lentamente.

Me miró con rabia, se chupó los dedos, lento muy lento como si fuera mi miembro el que rodeaba su lengua y sus labios y siguiendo mis instrucciones, empezó a recoger el bar. Aquello era grandioso, la cosa más loca y más excitante del mundo, ver a esa mujer desnuda de aquí para allá recogiendo vasos, caminando y mirando como me masturbaba. Mientras ella iba y venía con su escoba. Yo seguía admirándola, con ganas de comérmela, pero sabiendo que ella estaba a punto de explotar. Me gustaba demasiado ese juego.

  • ¿Qué te falta preciosa putita? – le dije levantando mi mano.

Me miró, buscó una copa y me sirvió un “Magno”, digamos, más que generoso y pude notar cómo sus dedos temblaban. Se quedó mirando mi polla y se relamió los labios. Se dio la vuelta y aproveché para darle un fuerte azote que rápidamente tornó su culo de un fuerte color carmesí.

Mientras yo mecía mi polla lentamente, María fue recogiendo el bar, no sin dejar de mirar cómo me masturbaba admirándola. Notaba su excitación, podía oler a hembra caliente cada vez que pasaba cerca de mí, buscando algún nuevo azote por mi parte. Cuando hubo terminado se acercó como una buena perrita hasta situarse frente a mí, con sus manos en la espalda.

18

  • Ya está todo, padre. ¿Desea alguna otra cosa?
  • La cuenta. – dije, sin dejar de mirar esos pezones erectos y ese coño que se notaba brillante y húmedo.
  • Está usted invitado, faltaría más. – decía ella moviendo las piernas de forma nerviosa.
  • Gracias, hija.
  • ¿Me masturbará usted, padre?
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