—¿Te gustan los hombres?, —fue lo primero que aquella desconocida le preguntó.
Juan parpadeó confundido sin comprender a qué venía todo aquel circo. Se había despertado con una horrible resaca, con la cabeza martilleándole como si estuvieran tallando piedra en su cerebro y tenía la garganta tan seca que tragar saliva era como tragar arena. Lo peor no era el dolor pulsante en la cabeza, descubrió enseguida que se encontraba atado, atado a una columna en aquella habitación, y su captora era una hermosa mujer envuelta en una túnica de seda roja tan fina que incluso con la poca luz que había, podía ver bajo la tela las curvas de su atractivo y desnudo cuerpo.
El último recuerdo que podía tener era uno en el que se encontraba tumbado entre las sábanas de la cama aspirando el olor de su mujer. Se reía por algo, con esa sonrisa tan dulce y pícara en la que se le forman unos hoyuelos en las mejillas. Bebía con pequeños sorbos un poco de vino en una copa. Tenía los pómulos sonrosados, los hombros desnudos y el pelo despeinado. Juan era incapaz de mirarla sin estremecerse
—¿Quién eres?, —preguntó Juan.
No dejó traslucir ninguna emoción. Ni miedo, ni pánico, ni vacilación. No se sentía intimidado por estar atado y desnudo frente a otra mujer.
—¡Mmmm!, no importa si te gustan los hombres , —continuó la desconocida ignorando su pregunta. —Tranquilo, puede ser natural. Tanto tiempo en la empresa, reuniones, viajes, estrés, la soledad de los hoteles… La carne es débil y la carne de un tío, es mucho más débil que la nuestra.
Juan miró a la desconocida con desidia. Todo lo que ella podía hacer era soltarle esa palabrería. Se limitó a bajar la cabeza y a cerrar los ojos. Que hablara lo que quisiera, no le importaba lo que le dijera. Los seis últimos meses había estado sometido a mucha presión después de la fusión de la empresa con una multinacional alemana. Sencillamente no estaba para chorradas.
—¿Te gustan los tíos Juan?, –volvió a preguntar aquella mujer.
—Que te jodan, –masculló molesto.
—¿Que me jodan?, ¿de verdad que piensas eso?, –dijo ella con una risa burlona
—Paso de ti, que te den, – dijo y ya dispuesto a no volver a abrir la boca.
—¿Cómo está María José? –quiso saber la desconocida.
Todos los hombres tienen un punto débil, algo que les hace vulnerables. Juan no tenía ninguno, físicamente no había nada que reprocharle. Pero por otro lado, era cabeza de familia, su hija de once años, su mujer…
María José se tenía por una una mujer dulce y bastante atractiva. Había manejado un negocio propio durante años, aunque luego tuviera que cerrarlo por la crisis. Deportista, activa, y a sus 41 años, todavía mantenía un cuerpo que arrastraba muchas miradas. Compartía con Juan el gusto por el mundo liberal y swinger. No le habían faltado ocasiones para acostarse con otros hombre s y mujeres, sin embargo siempre había permanecido fiel a la promesa de no hacer nada a espaldas de Juan. En aquella aventura estaban los dos juntos.
¡Plaf!, con una bofetada la desconocida lo devolvió a la realidad.
—Meterte en tus propios pensamientos cuando se mantiene una conversación es de mala educación, Juan. Te estaba preguntando por María José.
Juan apretó la mandíbula y no contestó. La cercanía de la mujer le dejó verla un poco mejor y se quedó mudo ante su arrebatadora belleza. Tenía un tono de piel moreno. Su cabello, castaño claro y casi rubio en las puntas, que le llegaba un poco más arriba de los hombros, muy brillante que enmarcaba un rostro ovalado de líneas suaves y gesto aniñado. Los pómulos eran redondos, las mejillas llenas, la barbilla pequeña y con un hoyuelo que le daba mucha personalidad. Los labios tenían el tamaño justo. Pero lo que más inquietó a Juan fueron sus ojos negros.
—Bueno, ya me habían dicho que no eras muy hablador, y que eras más de acción. En ese caso, vamos a empezar.
Ella se dio la vuelta con un giro tan elegante que la tela de su vestido le rozó la piel con una suave caricia. Se dirigió hacia un hombre que había en la penumbra, alguien a quién no había visto hasta ahora.
Le miró, pero su rostro le era igual de desconocido. Lo que sí pudo hacer fue calibrar su musculatura, su piel bronceada que brillaba con las luces de las velas repartidas por toda la habitación. La mujer tocó el abultado brazo de aquel individuo, una caricia que no tenía nada de inocente y se colocó detrás de él, asomando el rostro por encima del hombro.
—Este es Andrés, y ya te conoce bien. Los nudos de esa tela que te sujetan los ha hecho él, —comentó mientras le acariciaba el estómago duro y plano, deslizando los dedos sobre su piel tostada hasta el borde del calzoncillo. Si aquella caricia debía excitarle o algo por el estilo, ella estaba yendo por el camino equivocado. -Andrés es un hombre complaciente, mueve las caderas de forma increíble y tiene la polla tan grande como el mismísimo Dios. -Mientras hablaba, la desconocida le quitó el calzoncillo desnudando por completo al hombre.
Juan hizo un gesto, se imaginaba por donde iba el juego y, la verdad, le daba exactamente igual como tuviera la polla ese tal Andrés. Si lo que iban a hacer era violarlo, perdían el tiempo.
La mujer le dio un mordisco en la oreja a Andrés y éste ronroneó complacido. Su pene se arqueó ligeramente. Juan miraba el despliegue de erotismo con absoluta indiferencia.
—Ve a darle una lección, campeón – dijo la mujer.
Andrés se acercó a Juan, y estudió el cuerpo masculino, se dio cuenta de varias cosas. Tenía la piel bronceada, el cuerpo atlético. Pensó que era el típico chulo de gimnasio que se dedicaba a complacer mujeres, manteniéndose siempre en forma para agradar a las féminas.
Andrés alargó la mano y empezó a acariciar a Juan. Él ni se inmutó. Su cuerpo no reaccionó al contacto, no iba a hacerlo. Las manos de Andrés no es que fueran muy suaves, pero sus caricias no eran dolorosas, ni impacientes, ni frías. Sabía cómo tocar para dejar un rastro de calor por la superficie de la piel. Al cabo de un rato, después de que Andrés explorara todo el cuerpo de Juan, éste seguía impasible, y se giró hacia la desconocida, que no había perdido detalle de nada y que los observaba con las pupilas brillantes. Ella parecía ansiar devorar a Andrés y a Juan por igual.
—No le gustan los tíos, –dijo Andrés.
—Eso parece, –susurró ella con la voz un poco oscurecida por el deseo.
Andrés se alejó de Juan, y se puso al lado de la columna en la que estaba atado de pies y manos. Comprobó los nudos y Juan descubrió que la tela no se le clavaban en la carne. Además, era suave y no le hacía roces en la piel.
—Está claro que si no te gustan los hombres, te gustarán las mujeres. Tu atractivo es más que evidente, tienes una buena polla, unos muslos fuertes y un buen culo. Cualquier mujer estaría encantada de tenerte metido entre las piernas, golpeándola con esa polla tan estupenda.
—Pierdes el tiempo conmigo, –dijo Juan bastante enfadado. -No soy de los que va por ahí follándose a cualquiera
—¡Anda, pero si tienes lengua! –dijo ella con una sonrisa lasciva.
-¿Sabes usarla para algo más que para hablar? , –preguntó muy interesada de forma burlona.
—Pues parece que no, –murmuró Andrés, también con tono irónico.
Junto a la mujer de ojos negros, de entre las sombras salió María José, la tercera en discordia. Iba vestida con una túnica blanca y tenía la cara escondida bajo una capucha y un antifaz.
—Ven niña. Ya es hora de que pruebes a nuestro invitado, –canturreó la desconocida.
La mujer y María José se situaron delante de Juan. Él la estudió, eso seguro, aunque no podía adivinar mucho. La desconocida se colocó detrás de María José y separó las telas de la túnica revelando el cuerpo femenino que había debajo, pero no le quitó la capucha.
Juan sintió un extraño tirón en vientre. Su deseo estaba apagado, pero la repentina visión de aquel cuerpo lo llenó de desasosiego. Pudo ver sus caderas, que para él eran perfectas, los muslos esbeltos y torneados, de un color dorado. Su vientre plano y a pesar de la penumbra pudo ver las formas de sus abdominales y el ombligo. Entre las piernas, la vagina totalmente depilada. Los pechos, redondos aunque no muy grandes, con los pezones duros y puntiagudos.
Juan tragó saliva. Podía pasar de las caricias del tal Andrés, pero supo que si esa desconocida lo tocaba, se iba a volver loco.
—Adelante guapa. Tócale, —la alentó su captora.
María José se estremeció cuando levantó las manos hacia Juan.
—Pasa. Ni te preocupes por lo que pueda decir, —dijo la mujer a María José.
Volvió María José a estremecerse y emitió un gemido. Detrás de ella, la desconocida la cogió por las muñecas y acercó las manos al torso masculino de Juan. Las palmas se posaron completamente en su pecho, cálidas y tiernas; el contacto le abrasó la piel y envió un calambre a cada una de sus extremidades poniéndole los miembros rígidos. Se puso tan tenso que los músculos se marcaron sobre los huesos y los tendones se estiraron tanto que parecían a punto de romperse.
—Muy bien —susurró la desconocida con dulzura alejándose un par de pasos de ellos.
Miró a Juan y éste deseó tener las manos libres para descubrirle el rostro. No podía verla, la tenía justo delante y no podía verle la cara. Pero, ¿por qué querría verle la cara?.Lo estaba tocando sin permiso, estaba siguiendo las órdenes de la mujer de ojos negros. Cerró los ojos intentando pensar.
Sus dedos femeninos se deslizaron de forma delicada por su pecho. Sus manos eran pequeñas, suaves, calientes. Exploraron todos y cada uno de los músculos de su torso. Lo acarició por la línea de las clavículas y los hombros, luego sobrevoló sus costillas y descendió por sus caderas, tocándole los músculos de las pantorrillas. Cuando subió por sus muslos le arañó la dura piel con la suavidad de una pluma, dejándole marcadas unas líneas rojizas que desaparecieron un segundo después. Sintió otro tirón en el vientre… y más abajo.
Pero había encontrado el sitio adecuado. Acarició su estómago con interés, delineando la tensa musculatura, toqueteando los surcos y depresiones de su piel. Jugueteó con el vello de su pecho, enredando los delicados dedos entre los rizos y descendió de nuevo por su vientre hasta su ombligo. Juan se puso tan rígido que las telas se estiraron y crujieron y María José quitó las manos como si se hubiese quemado. Luego volvió a poner las manos sobre el estómago masculino y el vientre de Juan sufrió un espasmo.
Resopló por la nariz intentando controlar la ansiedad. El corazón le retumbaba en la cabeza y había empezado a sudar. La desconocida y Andrés seguían allí observando la escena, pero no estaban pendientes de él sino de María José. Juan dudó. ¿A quién exactamente estaban poniendo a prueba?. ¿A él o a la chica de la capucha?
Perdió la concentración cuando María José posó la mano sobre la base de su miembro. Un escalofrió le bajó por el espinazo para estrellarse directamente en su polla. Animada por la respuesta que había provocado, deslizó los dedos por todo el tronco y frotó suavemente el glande con la yema de los dedos. Juan se ahogó cuando contuvo un gruñido y se retorció intentando apartarse de la mano femenina, clavándose las cuerdas en los brazos y las piernas. Rodeó su polla con ambas manos. Cerró los dedos en torno a la erección que se le había formado y comenzó a masturbarlo con lánguidos movimientos. Juan tembló de los pies a la cabeza y el deseo saltó por todo su cuerpo. El placer que aquellas manos calientes le estaban dando era tan delicioso que le dio miedo pedir más. Aquella joven desnuda lo acariciaba con determinación, no se trataban de caricias mecánicas que buscasen complacerlo de inmediato, eran movimientos suaves, cariñosos. La manera en que frotaba su pene y frotaba cada centímetro del rígido músculo, parecía buscar el máximo placer para él. Su pene se puso tan duro que parecía a punto de estallar. El contacto de las manos femeninas era sublime y una bola de fuego se le había formado en el vientre, amenazando con explotar. Una gota salió de su miembro y lo limpió con el pulgar, extendiendo la humedad por la piel de su pene. Juan gimió y se retorció. Estaba al borde del éxtasis.
De pronto tuvo hambre, pero no de comida, sino de algo más fuerte y cuando clavó la vista en la encapuchada, tuvo ganas de meterse entre sus piernas y follarla de forma desenfrenada. La sangre le hirvió bajo la piel y jadeó, y se le secó la boca… La vista empezó a nublarse y su cuerpo estaba tan rígido que se le adormecieron los brazos.
—Venga, ya está bien —dijo entonces su captora.
María José separó las manos de Juan con renuencia, como si fuera reacia a dejar el trabajo a medias. Juan se derrumbó con el cuerpo sacudido por pequeños espasmos de placer, pero como estaba atado se mantuvo derecho pegado a la columna.
—Lo has hecho divinamente, mi niña.
Con la cabeza agachada y oculta con la capucha, María José asintió y dejó salir un suspiro que llegó los oídos de Juan y le provocó un estremecimiento de placer que le bajó directo a la entrepierna.
—Ahora, de rodillas —ordenó la desconocida de ojos negros.
Andrés salió de la nada para colocar una almohada a los pies de Juan. Con delicadeza, María José se arrodilló delante de Juan y levantó la mirada hacia sus ojos intentando ocultarse lo máximo posible. Juan pensó que tenía un cuerpo magnífico y unos muslos redondos y tiernos, blandos, que se pondrían rojos cuando los agarrara bien fuerte para abrirla y ensartar su polla en ella. Con sus manos le dejaría marcas cuando la tocara y podía imaginar con mucha facilidad la manera en que sus dedos se clavarían en el cuerpo de la encapuchada. También podía imaginar su cuerpo sacudido por el placer y las embestidas intentando llenar con su polla hasta el último reducto de su coño.
Sin que estuviera preparado, su captora le retiró la capucha a María José. Al verle la cara su excitación creció varios grados más.
—¡Joder, María José! … —susurró.
—Juan —dijo María José con un gemido.
Estaba tan excitado por descubrir a María José desnuda, que se puso más duro que una piedra. El deseo de separarle las piernas y clavarle la polla se hizo más grande.
La desconocida se puso junto a ella y le pasó la mano por el pelo. Un ronroneo complaciente surgió de sus labios, un sonido que excitó aún más a Juan. La desconocida aprovechó para besarla por el cuello descubierto.
—A Juan le ha gustado mucho lo que le has hecho, —le aseguró la mujer.
—Teníais razón Gabriela —dijo María José con un sonrisa pícara.
—Claro que sí —contestó Gabriela, su captora. -A tu maridito le gustan las mujeres. Ahora, ¿le enseñarás todo lo que sabes?. Está deseándolo, ¿lo ves?
Miró hacia la polla erecta de Juan, igual que lo hizo Gabriela.
Su miembro palpitó bajo la mirada de las dos.
—Ya lo veo, —susurró pasándose la lengua por los labios.
¡Por favor!, que no volviera a hacer una cosa así o se correría sobre sus tetas, pensó Juan.
Sujetó el pene de Juan con una mano y acercó la cara para poner el glande entre sus labios. El contacto derritió el cerebro de Juan y un gutural gemido surgió desde el fondo de su pecho. Su cuerpo se puso tan rígido que las ataduras crujieron de nuevo y durante un segundo parecieron a punto de ceder. Ella respiró sobre su pene derramando un chorro de cálido aliento sobre la piel mojada y sosteniéndolo en alto con las dos manos, acarició su corona con la lengua.
La cabeza de Juan dejó de funcionar. La calidez de la boca de María José era sublime. Con mucha ternura, humedeció toda la superficie de su miembro, empapándolo de saliva.
Al cabo de unos minutos detuvo un momento los besos sobre la polla de Juan. Cogió aire, abrió la boca y, muy despacio, la fue introduciendo poco a poco en el interior de su cavidad. Juan se retorció, sudando y gimiendo y ella, con los ojos clavados en su cara, chupó con fuerza hasta que las mejillas se le ahuecaron.
Juan estuvo a punto de desmayarse. Le temblaron las piernas y de no haber estado atado, se habría desplomado. Ella continuó chupando con dedicación, muy concentrada y sintió como se derramaban unas gotas de semen sobre su lengua. María José las recogió, y lamió cada centímetro de piel haciendo que Juan sufriera una violenta convulsión.
—Lo estás haciendo muy bien Mariajo. Sigue así, cómetela enterita – se le oía decir a Gabriela.
A pesar de que no necesitaban oir a Gabriela, esas palabras sólo acrecentaban su placer. Se agarró a los fuertes muslos masculinos y levantó la mirada mientras introducía más polla dentro de su boca, hasta que Juan sintió que tocaba el fondo de la garganta y vio las estrellas. Echó la cabeza hacia atrás gimiendo largamente y se retiró mientras pasaba ella pasaba su lengua por los labios de su boca.
Cuando bajó la mirada para ver a María José, Juan observó como Andrés se arrodilló detrás de ella. Se había olvidado por completo de él. Ella se inclinó para depositar una serie de cálidos besos por los muslos de Juan, sus caderas, su vientre, incluso sus rodillas. Juan volvió a excitarse cuando Andrés rodeó uno de los pechos de María José para pellizcar el tieso pezón. Ella continuaba con la tarea y besó a Juan entre los muslos, subiendo cada vez más hasta sus tensos testículos. Lamió su piel, chupándolos, hasta que él solo pudo temblar de gozo.
Pero mientras su esposa exploraba cada centímetro de su cuerpo, Andrés la tocaba con esas caricias casi eléctricas. Imaginar las sensaciones que recorrían el cuerpo femenino de María José, lo excitó aún más, si es que eso era posible todavía.
Entonces, ella se giró hacia Andrés e introdujo su lengua entre sus labios húmedos para besarle profundamente. Al mismo tiempo Andrés deslizó la mano por mi vientre hasta que los dedos desaparecieron entre sus muslos. Juan supo que los dedos de Andrés rozaron su raja cuando se puso rígida y gimió. Él contempló con ardor la manera en que su cuerpo respondió al placer, el tono de su piel ruborizada y los pezones endureciéndose. Andrés atrapó uno de esos deliciosos picos entre los dedos y lo estimuló. Su cuerpo quedó rebosante de placer.
Juan disfrutaba de aquella visión, la de su mujer exudando placer por cada uno de sus poros. Juan se retorció deseando ser él quién explorara aquel cuerpo. María José comenzó a gemir y a moverme al ritmo de las caricias de Andrés, hasta que los jadeos se tornaron deliciosamente escandalosos. Se puso rígida y se agarró al cuerpo de Andrés anhelando el orgasmo pero él paró las caricias y la empujó con suavidad para que se apoyara en el suelo a cuatro patas, entre los pies de Juan. La cogió por las caderas para levantarle el trasero, se inclinó y comenzó a besarla entre las piernas. Se estremeció con un suspiro de placer. A una distancia prudencial Gabriela sentada en un sillón tampoco perdía detalle. Tenía una pierna subida al apoyabrazos del sillón, y en esa postura la túnica que tenía por vestimenta no la tapaba del todo, dejando ver sus bonitas piernas, y sus muslos hasta casi las ingles. Miraba la escena mientras con una mano se masajeaba uno de sus pechos.
Juan podía verlo todo desde donde estaba, podía ver la forma de corazón que tenía el culo de María José y también podía ver el perfil de Andrés hundido allí. Andrés le separó las nalgas con los dedos y con la lengua le acarició profundamente todo lo que había entre los muslos de María José, consiguiendo que jadeara y se convulsionara gimiendo de forma escandalosa. Andrés desplegó su arte para penetrarla con los dedos y comenzó a acariciarla por dentro, empujando los dedos y haciendo que la espalda de María José se arqueara. Ni el coño ni el ano quedaron libres de esos dedos prodigiosos. Las sombras que arrojaban las luces de las velas sobre su piel creaban una sensación cálida y la piel femenina brilló de sudor. Con extremada lentitud, Andrés se inclinó sobre las nalgas de María José y comenzó a lamer su entrada trasera hasta que ella gritó y se retorció.
Gritó y cerró los puños sobre la almohada, retorciéndose de placer. Se puso tan tensa como estaba momentos antes con Juan, y entonces Andrés dejó de acariciarla, la cogió por las caderas y la penetró de una sola vez de forma enérgica, quedándose quieto completamente hundido en ella. Gritó convulsionándose. Cuando se le pasaron los temblores, apoyó las manos en el suelo y levantó el pecho. Andrés se acomodó mejor y comenzó a mover las caderas a un ritmo lento y profundo, bombeando y sacudiendo su cuerpo cada vez que la golpeaba. A veces levantaba la mirada buscando a Juan que estaba tan excitado como hacía tiempo que no lo estaba.
Andrés aceleró el ritmo y María José fué incapaz de seguirle. Al mismo tiempo la rodeó la cintura con los brazos y apretó sus pechos, que empezó a frotar y pellizcar hasta que le arrancó unos dulces gritos de placer. Andrés fue a más.
Juan podía oír el sonido del cuerpo de Andrés golpeando las nalgas de María José. Estaba a punto y Juan lo supo, su esposa estaba a punto de tener un largo y excitante orgasmo. Andrés la empujó con fuerza y se quedó quieto. María José jadeó para recuperar el resuello. Temblaba.
Con dificultad, se sujetó a los muslos de Juan y le miró. Jadeó al notar la boca cerca de su polla y tragó saliva cuando se puso el pene entre los labios y volvió a llenarse la boca con él. Gimió de satisfacción al verse envuelto en la sedosa humedad de la boca femenina y los labios aterciopelados presionándole con dulzura, hasta que volvió a notar que la garganta marcaba el final del camino.
—¡Uau! eres todo un espectáculo María, —susurró Gabriela mientras se levantaba de su sillón y se acercaba a ellos. -Ver como te comes esa magnífica erección con los labios es una visión gloriosa. ¿Verdad Juan?, ¿no te gusta lo que ves?, ¿lo que sientes?.
Juan casi se había olvidado por completo de Gabriela, que se acercó y se agachó junto a María José. Andrés se movió como para salir de ella, pero luego volvió a penetrarla con fuerza empujándola contra Juan, que se quedó sin aire cuando María José gimió directamente con su polla en la boca.
—Entero María, sólo así se será completamente tuyo. – dijo Gabriela
Andrés volvió a golpearla con fuerza las caderas y ella se aferró a los muslos de Juan clavándole las uñas, enviando un ramalazo de placer al miembro masculino que se estremeció entre sus labios. La tensión que se respiraba en la habitación era tangible, Juan podía verla y sentirla.
Juan aulló cuando la presión ejercida por la garganta lo apretó como un puño, con tanta fuerza que creyó que explotaría. Miles de sensaciones estallaron en su cabeza. Los nervios, tensos como cuerdas, se estremecieron, enviando ráfagas de placer a todo su cuerpo. Se convulsionó indefenso, sintiendo como la necesidad crecía en su interior.
Pasó lo que pareció una eternidad sin que ninguno de los tres se moviera. Se escuchaban los jadeos, los gemidos y los corazones latiendo desenfrenadamente, el sonido de la pelvis de Andrés estrellándose contra sus nalgas con cada embestida. También se escuchaban sus gorgoteos mientras respiraba al tiempo que tragaba, obligando a Juan a sentir las contracciones de la garganta. Gabriela junto a María José, le acariciaba un hombro y lo besaba con ternura. Andrés resopló con el sudor resbalándole por la frente, se acomodó detrás de ella para embestirla suavemente y ella reaccionó. Movió las caderas al ritmo de Andrés y agarrándose firmemente a los muslos de Juan, le liberó de la presión de su garganta apartándole de ella. La saliva resbaló por su barbilla. Luego se relamió y acarició la polla erecta y dura que ahora estaba resbaladiza.
—Otra vez, no pares, quiero que sigas, —susurró Gabriela a su oído. -Le encanta sentir como lo aprietas con tu garganta. Le encanta ver como te metes cada centímetro de su polla grande y dura en tu boquita. A Andrés también le gusta verlo, ¿no sientes como te llena?.
La voz suave como un susurro de Gabriela y el tono con el que describía la situación hicieron que Juan sufriera y casi se desmayara. Con esas palabras había logrado hacer más grande el placer.
María José cerró los ojos, y se estremeció de gusto llevada por las palabras de Gabriela. Con una convulsión y un hondo gemido, rodeó el pene de Juan con los labios, apretó y chupó con tanta fuerza que Juan se revolvió. Luego, se lo tragó otra vez, agarrándose a sus muslos con las uñas para no soltarle. Él, indefenso, aturdido y rendido a las circunstancias, cerró los ojos y empujó las caderas contra ella, metiéndole de un golpe seco la polla en su cálida boca para buscar ese roce contra el fondo de su garganta que más placer le causaba para poner fin a aquella locura.
Un súbito latigazo le bajó por la espalda y llegó hasta su polla. Una luz blanca lo cegó durante un momento, se tensó y, de pronto, explotó. Su cuerpo comenzó a temblar cuando un orgasmo barrió toda su cabeza y su polla se contrajo un segundo antes de empezar a palpitar. Se corrió con un largo gruñido dentro de la boca de María José y ella, asombrada, saboreó el cálido y viscoso semen que salió imparable como un tiro. Fue incapaz de contener la leche caliente y blanquecina dentro de su boca y se desbordó por los labios resbalándole por la barbilla y el cuello siguiendo el mismo camino que su saliva, pero no por eso se relajó en la intensidad de sus besos y sus caricias y siguió succionando sin descanso todo lo que Juan quisiera darle hasta que no quedó nada.
Saboreó por última vez a Juan antes de apartarse de él. Estaba temblando, de emoción y de necesidad, con Andrés todavía hundido en sus entrañas llenándola por todas partes. Estaba feliz, pletórica. Aunque Juan ya había saciado su deseo, Andrés estaba al borde del éxtasis y se mostró complaciente; le permitió saciar su necesidad con su cuerpo. El hombre la penetró intensamente rozando lugares muy sensibles y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ceder al placer. Estaba a punto de suplicar que parara, cuando el hombre salió de ella para derramar su leche sobre sus nalgas con un gemido de satisfacción. Igual que Juan, Andrés también se corrió con abundancia.
María José apoyó las manos en el suelo y se sentó, agotada por el esfuerzo. Levantó la mirada hacia su marido. Aquel acto de lascivia, de lujuria desenfrenada, lo había cambiado por completo. Estaba hermoso, gloriosamente desnudo, inflamado y sudoroso. Su polla estaba todavía erecta, brillante, hinchada.
—Vaya, vaya,…has estado magnífica, —le dijo Gabriela acariciándole la cara.
Respondió a Gabriela con un largo beso. Sintió en el mentón restos del semen de Juan y se limpiaron mezclando sus salivas. Gabriela pudo también comprobar a qué sabía Juan.
—Venga Mariajo, vamos. Ponte en pie.
Gabriela la cogió de la mano y la ayudó a sostenerse sobre las piernas. Estaba dolorida, Andrés tenía también una buena polla y la había embestido con fuerza durante un buen rato. Además, no había llegado hasta el final como ellos. Sus orgasmos estaban exclusivamente reservados para Juan.