Esta historia antecede a «El estudiante en práctica«.
Viernes. Como es habitual, me dirijo al gimnasio para mi sesión de aeróbica. El día de hoy fue especialmente ajetreado y sudar me hará bien para sacarme el cansancio de la jornada. Los pasos de baile, ya aprendidos con el paso del tiempo, son coreografía en mi cuerpo y no la torpeza y rudeza de las primeras sesiones. Por eso no me río de las primerizas a quienes les cuesta llevar el ritmo del resto de la clase.
Luego de una hora moviéndome al son de la música estridente, me dirijo al pequeño sauna del gimnasio. Pagar la tarifa preferencial tiene sus beneficios. Pero me siento un tanto ansiosa… y permanezco solo 15 minutos, en lugar de la acostumbrada media hora. Sé que las manos de Jessica me harán sentir mucho mejor y con eso, el día será casi perfecto. Jessica es la masajista del gimnasio. Otro de los privilegios de quienes pagamos la tarifa preferencial.
Al entrar en el cuarto de masajes, noto una silueta detrás del biombo blanco. Seguramente, Jessica acaba de llegar y recién se está preparando para dar sus masajes expertos. «Hola, Jessica» es mi saludo de siempre. Extrañamente, no responde. Sin reparar en ello, me acuesto en la camilla, mirando hacia el piso, con mis nalgas apenas cubiertas por una minúscula toalla. No es por ser vanidosa, pero el trabajo constante y austero que he realizado en el gimnasio ha dado sus frutos y puedo jactarme de tener el trasero más exquisito en la oficina en la cual trabajo. En todo caso, no es difícil competir con las cuarentonas descuidadas que trabajan conmigo.
Luego de unos breves segundos, escucho unos pasos pesados que salen detrás del biombo. Termino de dudar cuando escucho una voz grave que dice “buenas tardes, señorita» y comienzo a preocuparme. Con inusitada agilidad, me doy vuelta para enfrentar a este desconocido.
La verdad es que debí quedarme en la posición en la que estaba, la toalla era demasiado pequeña y solo había una al alcance de mi mano. No sé cómo, pero pude cubrir mi entrepierna en un santiamén, manejando la toalla con una mano.
Con el otro brazo, cubría mis pechos, cosa difícil cuando se tiene una medida de 96 cm. en el busto. Alterada, pregunto «¿quién es Ud. y qué hace aquí?». El sujeto me ruega que me tranquilice, para que pueda escuchar su explicación. «Jessica no pudo asistir por problemas personales. Me pidió que la reemplazara solo por el día de hoy». Cuando el tipo advirtió mi desconfianza, continuó su relato. «Mi nombre es Arturo, soy amigo personal de Jessica.
Nos conocimos mientras estudiábamos para ser masajistas profesionales. Ella me pidió este favor porque sabe de mi experiencia y seriedad». Buscando en uno de los bolsillos de su pantalón, saca una nota y me la muestra. Reconozco la letra de Jessica. Era un recado para mí, pidiendo excusas por su ausencia y rogando que me dejara atender por Arturo, a quién daba amplias recomendaciones. Ante el gesto de él de dejarle hacer su trabajo, me doy vuelta para volver a mi posición anterior. Ya acostada en la camilla, comienzo a sentir las manos de este hombre alrededor de mi cuello y encima de mis hombros. Me doy cuenta que Jessica tenía razón, él sabe lo que hace.
El relajo viene rápidamente, con un valor agregado: comienzo a excitarme. El solo hecho de ser masajeada por un hombre hace que toda mi piel se erice. Mientras sus manos bajaban por mi espalda, mi calentura aumentaba pausada, pero constantemente. Sus dedos, fuertes, pero amables, ya se hallaban un poco más arriba de mi cintura. Desde ahí, ascendió para volver hacia mis hombros y recorrer un poco mis brazos. Como si me estuviese leyendo el pensamiento. Luego de unos momentos masajeándome allí, se retiró hacia el biombo. No me preocupé, seguramente fue a lavar sus manos con agua caliente para hacer el masaje más agradable. Jessica así lo hace.
Cuando escucho el correr del agua, me doy cuenta que estaba en lo cierto. Al volver, retoma el masaje ya no por mi espalda, sino por mis muslos. Recorre cada centímetro con una extraña dureza gentil en su tacto. «Este hombre es un dios» pienso, mientras mi excitación ya rayaba en el éxtasis más desenfrenado. Pensé que si él supiera lo caliente que me tenía, me haría el amor ahí mismo, sin dudarlo.
Y no me negaría. Luego de recorrer mis dos piernas hasta la punta de mis dedos, vuelve a mis muslos, aunque esta vez su ritmo en el masaje era distinto. No me preocupé, estaba demasiado caliente para darle importancia a cualquier otra cosa. Repentinamente, una de sus manos se mete por debajo de la toalla. Mi primer instinto es sentirme ofendida e inmediatamente, trato de darme vuelta para detener su acción, pero antes de que yo pudiese ponerme a la defensiva, sus dedos alcanzan mi clítoris y con tan solo un par de movimientos, abandono toda intención de agredirlo.
El placer de sus dedos acariciándome en lo más íntimo, sumado a la exagerada excitación que me produjo su masaje, hacen que ahí, en ese preciso instante, tenga uno de los orgasmos más extraordinarios de toda mi vida. A pesar de tanta exaltación, traté de gemir lo menos posible.
En las salas de masajes no se llevan a cabo actividades ruidosas y, por lo tanto, no están acondicionadas para ser aisladas acústicamente. Arturo, sin decir palabra, me toma por la cintura y me maneja con gran destreza, volteándome para quedar mirándolo directo a la cara.
Me sienta en frente suyo y con sus manos, abre mis piernas de par en par, todo con suavidad y determinación en sus movimientos. Se me acerca hasta el punto en que puedo oír su respiración y, cuando pensé que me besaría, baja su cabeza a la altura de mis pechos. Su lengua hace un trabajo tanto o más formidable en ellos que el que sus manos habían hecho en mi cuerpo. Unos breves instantes después, continúa su descenso.
Hubiese preferido que siguiera besando y lengüeteando mis pezones, firmes y duros de tanto placer, pero mi pequeña molestia desapareció cuando su cara llegó a mi entrepierna. Insisto: su lengua hace un trabajo formidable. Comenzó a recorrer mis labios como si los conociera de toda la vida, al tiempo que sus manos acariciaban mis pechos. Era la primera vez que veía a alguien hacer eso.
Luego, fue el turno de mi clítoris. Dios, qué placer. Mis piernas se entrelazaron por debajo de sus axilas y detrás de su espalda. Por nada del mundo lo dejaría ir, no hasta acabar por segunda vez. No tardó mucho en estimularme, cuando un nuevo orgasmo, tan magnífico como el anterior, recorrió todos los nervios de mi cuerpo. Ante tanto goce, ya no podía controlar mis gemidos y comencé a gritar como una quinceañera virgen en su primera vez.
A pesar de que se dio cuenta de que alcancé el clímax nuevamente, siguió en su tarea, dedicado y constante. «Este hombre es imparable» pensé. Esta vez, tardó un poco más en hacerme gozar. Después de dos orgasmos seguidos, toma su tiempo llegar a un tercero. Sin embargo, su maestría en mi cuerpo con sus manos y lengua lo lograron en cosa de minutos. Después de acabar por tercera vez, vuelve a tomarme por la cintura para acercarme hacia él. Apretándome fuerte contra su pecho, me susurra al oído que la sesión había finalizado.
Mientras busco mis ropas para vestirme, él va por su chaqueta y extrae una tarjeta. Al dármela me dice «éste es mi número y mi casilla electrónica. Espero que nos volvamos a encontrar». Efectivamente, él es un masajista profesional, porque la tarjeta era de su propia casa de masajes.
Guardo la tarjeta, al momento que él se retira de la habitación. Me dice que yo era la única que había pedido sesión de masajes para la tarde de hoy. Termino de vestirme y me dispongo a irme a casa, cuando alguien abre la puerta. Era Jessica. «Sonia, disculpa que no te haya atendido. ¿Arturo te dio mi recado?» me preguntó preocupada.
Ante su inquietud por la atención que recibí de parte de su amigo, le expliqué que no hubo problemas, que él hizo un buen trabajo.
Le pregunté por los problemas que le impidieron llegar a tiempo y me tranquilizó, diciéndome que solo fue un susto.
Nos despedimos y me fui a casa, feliz por la experiencia.
«En verdad, él hizo un excelente trabajo» pensaba.
«La tarifa preferencial se paga sola», concluí.