Mi esposa Cristina, es una hermosa rubia platinada, que aunque la quiero mucho, no puedo dejar de reconocer, que también es vulgar, no común, vulgar, sus ademanes, su lenguaje, su vestir, vulgar.
Desde luego que es rubia de botica, pues solo las albinas pueden tener en forma natural ese color de cabello, pero como su piel es muy blanca, no desentona el color del cabello.
Tiene cuerpo de gimnasio, firme y bien cuidado. Nuestra vida sexual era satisfactoria, por lo menos eso pensaba yo, considerando que teníamos ocho años de casados, aun cogíamos por lo menos tres veces por semana.
Me comentó que habían cambiado a la masajista de su gimnasio y que no se sentía a gusto con la actual, no le prometí nada, pero en la siguiente sesión que tuve con Pedro, mi masajista, le pregunté si podría atender a mi esposa.
Él, bromeando, me preguntó que hasta donde quería yo que la atendiese y, en el mismo tono, le respondí que tanto como ella aceptara. «¿Te gustaría verlo?» Preguntó. Extrañado, le respondí que sí.
Terminando mi sesión, me mostró su sitio secreto, un armario empotrado, que estaba adyacente a su sala de masajes y que, con puerta de persiana, constituía un excelente puesto de observación.
Mi esposa me preguntó si no me molestaba que un masajista masculino la atendiera y ante mi negativa, estuvo fascinada de asistirse con él.
Llegado el día, salí un cuarto de hora antes, pretextando una comida de negocios, para tomar mi posición de observador. Mi esposa llegó puntual a la cita y se presentó con Pedro, bromeó sanamente con él.
Venía con un vestido color hueso de una sola pieza, con cierre trasero, hasta debajo de la cintura, falda amplia y corta, apenas arriba de las rodillas. Enseguida me dio la primera sorpresa de la tarde.
A pesar de que Pedro le mostró el biombo para que se desvistiese, ella le pidió que le bajara el cierre a su vestido, platicando como si estuviese acostumbrada a intimarlo. Pedro, hizo una seña hacia el espejo, levantando el pulgar, como queriéndome indicar que todo saldría de perlas (Para él).
Una vez abierto el vestido, se volteó nuevamente hacia él y siguió conversando, se lo desprendió de los hombros y lo dejó caer, quedando en sostén y tanga, ambas prendas blancas, además de sus sandalias sin tacón.
Tomó su vestido y lo colocó sobre el biombo y continuó charlando con Pedro y desnudándose como si nada.
Se despojó del sostén y pude notar como se le abrían los ojos a Pedro al contemplar los hermosos globos coronados por gruesos pezones, que mostraban, sin lugar a dudas, la excitación de mi mujer, pues estaban tan erectos, que sobresalían cerca de 4cm.
Ella siguió comportándose como si no estuviera haciendo algo fuera de lo común, pero, para despojarse de su tanga, le dio la espalda a Pedro, inicialmente pensé que era un asomo de pudor, pero que equivocado estaba, pues a continuación tomando la orilla de sus bragas con ambas manos, las bajó hasta los tobillos, sin doblar las rodillas, proporcionando a Pedro la visión más espectacular de sus intimidades.
Él hizo otra seña, seguramente dirigida a mí, pero sin separar sus ojos de la grupa, como si con ambas manos fuera a sujetar ese hermoso trasero, al mismo tiempo que se mordía el labio inferior.
De repente, Cristina vio en mi dirección y sonrió, pensé que me había descubierto, pero casi enseguida comprendí que no, lo que sucedía era que ella vio por el espejo la pantomima de Pedro y le agradó.
Ya desnuda, excepto por sus sandalias, se sentó de un brinco en la camilla de masajes y entonces, flexionó la pierna derecha, hasta colocar el pie sobre la camilla y se dedicó a desabrocharse el calzado, mientras que a la vez, le mostraba nuevamente a Pedro su abierta vulva afeitada, después alzó el pie izquierdo con la pierna estirada y le dijo a Pedro, que si prefería quitárselo él.
Por supuesto que éste no se hizo de rogar, desamarrando las cintas de la otra sandalia, pero sin voltearlas a ver, concentrado totalmente en la entrepierna de mi puta esposa.
Una vez totalmente desnuda, le dijo a Pedro que como se colocaba, éste le dijo que como prefiriera, pues iba a iniciar el masaje por los pies y que él se adaptaría a la posición de ella.
Cristina decidió quedarse así sentada, así que Pedro empezó el masaje, primero de un pie y después del otro, teniendo la vista clavada en un solo sitio, aunque ocasionalmente volteaba a verla a los ojos y ambos sonreían.
Yo desesperaba y no entendía porqué, hasta que de repente pensé, casi en voz alta: «Ya cógetela» Así que, esa era mi ansiedad, deseaba que Pedro se cogiera a mi mujer.
Sin embargo, él no parecía recibir las múltiples señales que ésta le enviaba. Finalmente, empezó a masajearle los dos pies al mismo tiempo y los elevó, mi mujer se recargó en sus manos, colocando éstas en la orilla opuesta de la camilla, quedando en una posición perfecta como para ser revisada por su ginecólogo o penetrada.
Pedro acercó su cuerpo al de mi mujer y ésta se hizo hacia delante, desabrochó los pantalones cortos que él traía y dejándolos caer, agarró el palpitante miembro que apareció ante nuestros ojos y, sin cruzar palabra, lo condujo a la humedecida entrada, donde Pedro lo único que tuvo que hacer, fue empujar sin esfuerzo, para que el grueso garrote se deslizara en la ansiosa gruta, sin resistencia alguna.
Mi mujer volvió a recargarse en sus manos, mientras su nuevo amante la seguía sujetando de los pies, que ahora separó y alzó aun más, para tener un mejor acceso.
Empezó entonces un poderoso mete y saca que hizo que Cristina empezara a gemir entusiasmada y a empujar su pelvis al encuentro de los embates de su amante.
Por mi parte, tuve que sacar mi miembro de su prisión, pues empezaba a dolerme, no hallando algo mejor que hacer, empecé a masturbarme.
Pedro giró a mi mujer para que se recostara longitudinalmente en la plancha, se inclinó sobre de ella y empezó a chuparle los senos con fruición, para deleite de los tres, ella le acariciaba los hombros.
Después de un rato de estarlo gozando, mi mujer abrazó a Pedro por el cuello y empezaron a besarse placenteramente, mientras continuaban su grato bombeo.
Pedro soltó por fin, los pies de mi mujer, quién los colocó en los hombros de él, enseguida se acomodaron para que quedara Pedro de rodillas sobre la plancha, ya con las manos libres, empezó a pellizcarle los pezones y ella colocó sus manos sobre las de él.
Muy pronto empecé a escuchar los inconfundibles quejidos que emite mi mujer cuando va a tener un orgasmo y cuando este se presentó, se abrazó fuertemente a su amante, quién a su vez, empezó a convulsionarse, indudablemente alcanzando también su clímax y llenando con su semen las entrañas de mi mujer.
Permanecieron unos minutos, Pedro casi recargado en mi mujer y ella con sus tobillos aun sobre los hombros de él, con sus largas piernas sosteniendo el torso desnudo de su amante, de manera que su esperma escurría directamente hacia el útero de mi esposa.
Yo no había tenido mi clímax aun y, por esta razón, me sentía un tanto frustrado. Pero ellos estaban lejos aun de terminar. Por lo pronto mi mujer no se estaba quejando del peso que tenía encima, como me hace a mí en casos parecidos, por el contrario, estaba encantada.
En fin, después de varios minutos, Pedro se incorporó y empezó a bombear nuevamente, mi mujer se rió, pero le pidió que cambiaran de posición. Pedro se salió de ella, su pene aun en plena potencia.
Ella sonrió complacida y le dijo a Pedro que se acostara boca arriba en la plancha, éste así lo hizo y Cristina parada a un lado se inclinó sobre su paquete y empezó a darle una sabrosa mamada.
Ahora bien, a mí me cuesta súplicas y promesas conseguir una chupadita, en cambio a este cabrón, sin pedírselo siquiera, estaba ella chupándole el pito, entusiasmada.
Pedro, mientras tanto, estiró la mano derecha y alcanzó el culito de mi mujer y empezó a acariciarlo, claramente veía yo, como intentaba meterle el dedo en su agujerito y otra vez sorprendiéndome, mi mujer procuraba facilitarle el intento, abriendo las piernas e inclinándose, incluso llevó las dos manos hacia atrás y se abrió las nalgas, sin sacar de su boca el trofeo.
Pronto fue evidente que Pedro había conseguido su objetivo, pues mi mujer se soltó las nalgas y él empezó a bombear su dedo con energía.
Después de lo que me pareció una eternidad, mi mujer dejó de chuparle la verga, supongo que ya estaba brillando de limpia, y le dijo a su amante que la ayudara a montarlo.
Éste, sin sacar su dedo del apretado estuche, le colocó la mano libre debajo del sobaco y la levantó del piso, para colocarla a horcajadas sobre de él.
Ella gritó, riéndose, con la operación y se acomodó sobre de él, procediendo a sentarse en la dura estaca, que nuevamente se alojó en la ardiente cueva. Inició mi mujer entonces, una lenta cabalgada que arrancó profundos suspiros y gemidos, tanto de ella como de su amante, para esto, el dedo de él continuaba masajeando el agujero prohibido.
Esta vez alcancé mi clímax, como una absurda venganza, desparramé mi descarga por todo el cubículo. Mi mujer continuó montando a su agradecida cabalgadura, fácilmente transcurrieron unos veinte minutos de suave meneo pélvico, antes de que Pedro alcanzara nuevamente el clímax, volviendo a descargar su semen en la vagina de mi esposa. Sin lugar a dudas, mi esposa también había tenido por lo menos un orgasmo, aunque pudieron ser varios pequeños, por los grititos que profirió.
Mi mujer se recargó exhausta sobre su amante, apoyando su mejilla sobre el pecho de él, reposaron un par de minutos en esta posición y por fin, sacó Pedro su dedo del culito de mi esposa.
Ella sonrió y volteó la cara hacia él, se besaron y ella le preguntó si quería cogerla por el culo, a lo que él entusiasmado, respondió afirmativamente. «Otro día» Prometió ella y se incorporó, descabalgó su montura, saliendo de su interior el miembro todavía semi erecto, ella lo volteó a ver y le dijo: «Si me pongo a limpiarlo, como me gustaría, se me va a hacer tarde»
Bajándose de la camilla, se vistió y dio un último beso a su amante y se fue. Pedro continuó acostado y yo salí de mi refugio, no sabía como enfrentar a Pedro, pero éste parecía haberse dormido, así que abandoné el lugar de mi degradación.
Estuve dando vueltas por la ciudad, sin decidir cuál sería el paso siguiente que debería dar, con respecto a mi mujer. ¿Enfrentarla, reclamándole su putería? Ella no lo sabía, pero pude haberlo evitado y, no solo no lo hice, sino que hasta lo disfruté.
Sería muy hipócrita de mi parte. ¿Decirle que la comprendo y aceptar cínicamente mi condición de cornudo? Entre estos dos extremos me debatía, hasta que decidí quedarme callado, a ver que ocurría, sin embargo, debía hacer algo para reanimar mi destrozado ego. Aun sin tener en claro como reaccionar, enfilé rumbo a mi casa.
Mi esposa estaba en la cocina. Estaba recién bañada, con el pelo recogido, amarrado con una pañoleta. Vestía únicamente un pantaloncito muy corto de rojo subido, la parte inferior de las nalgas quedaban al aire, además una playera de algodón blanca recortada, descalza y evidentemente, sin ropa interior.
Estaba trepada de puntitas en un banquito, tratando de alcanzar un sartén en la parte superior de la gaveta. No podría verse mas excitante.
Olvidándome de todo, me acerqué a ella, que al sentirme se dio media vuelta. Me pareció notar un cierto recelo en ella, pero al igual y solo era idea mía, de todas maneras, al estar ella sobre el banquito, sus tetas me quedaban al nivel de mi boca, así que le levanté la blusa y me pegué a sus pezones como becerro de año.
Ella me tomó de los cabellos y me apretó contra su pecho, mientras que yo me apoderé de sus nalgas, metiendo mis manos por debajo del pantaloncito, confirmando mi apreciación de que no traía ropa interior.
Cómo hizo su amante unas horas antes, empecé a acariciarle el culito, intentando meterle un dedo, contra lo acostumbrado, no protestó e incluso se puso flojita y cooperando.
Como todavía estaba yo mosqueado, por lo sucedido en la tarde y aún no resolvía qué camino tomar, decidí ver si podía sacar ventaja, para ello cargué a mi mujer y la llevé a la recámara, la deposité suavemente en la cama y la desnudé. Desde luego que esto último no me tomó tiempo ni esfuerzo, dadas las escasas prendas que vestía. A continuación, me desnudé y me hinqué frente a su cara acercándole el pene a la boca.
Como manifesté anteriormente, no era algo que consiguiera de mi esposa con facilidad, pero si empezaba con remilgos, estaba pensando muy seriamente en no solo reclamarle su traición, sino hasta un par de merecidas bofetadas (Jamás le he puesto la mano encima). Afortunadamente, sin pensarlo dos veces, quizás por remordimiento o por complejo de culpa, Cristina abrió la boca y se engulló entero mi miembro, procediendo a darme una de las más memorables mamadas que he recibido.
No hubo caricia que no me practicara, sin duda alguna se las sabe todas (lo que también se me hace sospechoso), se empujó el miembro hasta que la cabeza le rozó la campanilla, como tiene la boca grande, se metió entera la bolsa de los huevos y los enjuagó con saliva, después los chupó hasta casi secarlos, lamió la total longitud y circunferencia del tolete, sin dejar un centímetro cuadrado sin ensalivar, mordisqueó el capullo cariñosamente y con la punta de la lengua limpió el líquido preseminal que se había acumulado.
Con los labios bien cerrados sobre la circunferencia, pero separando cuidadosamente los dientes para no lastimarme, empezó a bombear la cabeza hasta que logró sacarme el néctar. Le avisé cuando sentí que era inevitable mi descarga, pero no alteró en lo más mínimo su frenética actividad. Desde luego que se bebió mi semen sin hacer arcadas ni mucho menos, incluso pareció disfrutarlo.
Me gustaría saber dónde ha estado aprendiendo. Dejó mi miembro limpiecito, pero aun totalmente tieso, había que aprovecharlo, así como la disposición de mi mujer para complacerme. Me incliné sobre de ella y la besé largamente, la saliva que generaron nuestras glándulas lavó con seguridad cualquier trazo de semen que hubiera quedado en la boca de ella, mientras mi erección parecía a punto de reventarme el bálano.
En seguida saqué un tubo de crema de su buró y le indiqué que se acostara boca abajo.
Ella no rechistó, era evidente lo que yo quería y lo aceptaba sin mas, se acostó como le dije y abrió las piernas, yo me coloque entre las mismas y empecé a aplicar generosas porciones en su culito, metiéndole con un dedo lo mas que se pudiera, después de un rato inserté otro dedo e igualmente lo estuve metiendo y sacando hasta que empezó a gemir, no queriendo arriesgarme a lastimarla, le introduje con cuidado un tercer dedo sin que se quejara, de esta última forma solo le bombeé unas tres o cuatro veces y los saqué, me limpié la crema con un pañuelo desechable y acomodé mi glande en la apretada entrada.
Cristina levantó las nalguitas para facilitarme la operación.
El glande ensanchó el esfínter y se escondió en el oloroso agujero. Lentamente empujé la estaca, sintiendo como las paredes de la tripa apretaban contra mi equipo, mi mujer solo suspiraba. Una vez enterrada hasta la empuñadura, me recosté suavemente sobre la desnuda espalda de mi esposa, que sentí que ardía como si tuviera fiebre. «¿Te sientes bien?» Pregunté inquieto.
Ella volteó su cara hasta donde su posición lo permitía, me vio intensamente a los ojos y musitó «Si, mi amor» No pude resistirme de volver a besarla, ella me devolvió el ósculo con pasión, mientras mis manos, como si tuvieran vida propia, buscaron los magníficos globos de sus senos y los sujetaban con firmeza. No sé cuanto tiempo permanecimos así, pero cuando me di cuenta, ya estaba yo bombeando mi endurecimiento en su suavidad y ella respondía, saliendo a mi empuje y retirándose a mi recule.
El tiempo pasó sin que me diera cuenta, inmerso en el intenso placer que sentía. Finalmente mi organismo sucumbió a la Naturaleza y arrojé mi jugo en el estrecho pasaje.
Me recosté de espaldas en la cama, mientras mi miembro totalmente flácido se salió de la ardiente funda, dejando un tenue trazo pegajoso.
Cristina acurrucó su cabeza en mi hombro, reposando de costado, dejándome sentir sus cálidos senos sobre mi flanco, besándome el mentón. Nos abrazamos en silencio. «¿Quieres cenar?» me preguntó Yo solo asentí. «¿Te despierto, si te duermes?» No era absurda la pregunta, pues se me cerraban los ojos. Musité un lacónico «Si» mientras asentía nuevamente.
Ella se paró, se colocó encima una bata de algodón y salió del cuarto. Mientras el sueño se apoderaba de mí, pensaba que si me iba a seguir tratando así, podía tolerarle los amantes que quisiera.
Quedamos en un status de valores entendidos, no comunicados. Yo sabía que me era infiel y ella sospechaba que yo lo sabía, pero nunca lo aclaramos. Por lo visto, ambos preferíamos no enfrentarlo.
A cambio de eso, mejoraron notablemente nuestras relaciones, no solo las sexuales. Raro era el día en que no nos agasajábamos mutuamente y ella parecía vivir para atenderme. Aun me quedaba la espinita del ofrecimiento hecho a Pedro, así que todos los días al llegar del trabajo le acariciaba el culito por encima de las ropas. Exactamente a la semana de aquel memorable día, noté que se sobresaltó cuando le toqué el hoyito.
Simulé no darme cuenta, pero cuando fuimos a acostarnos, tomé el pomo de vaselina, que con ese propósito tenía ahí y le indiqué que se acostara boca abajo, su carita mostró sin duda, que estaba preocupada, pero me obedeció. Con un dedo le embarré el culito y usé otro, seco, para introducírselo, mis sospechas fueron confirmadas, dentro del ano tenía una humedad anormal, saqué el dedo y pude apreciar que, era un líquido pegajoso y blanquecino, semen, sin lugar a dudas. Esto me provocó una excitación que no me podía yo creer.
Enculé a mi mujer, sin decir más, ella suspiró aliviada, pensando que no me había dado cuenta y más rápido de lo que lo platico, ya estaba uniendo mi caldo al depositado anteriormente.
Desde luego que no fue esta la última vez que la encontré en estas condiciones, por lo menos una vez al mes, recibía la doble ración. Creo que hasta me decepcionaba, cuando llegaba limpia.
Dos días después, mi mujer me comunicó excitada que estaba embarazada. No pude mostrar alegría, pero si interés, pues llevábamos ocho años intentándolo sin lograrlo.
No tenía duda alguna sobre la identidad del padre. De hecho, me pareció un buena idea la de mi mujer, pues resulta que Pedro, exceptuando una impresionante estatura, además de ser nueve años mas joven, podría pasar por mi hermano, así que no habría problemas con el: «¿A quién se parece el bebé?».
Jamás volví a atenderme con Pedro, pues aún no sé como reaccionaré frente a él. Pero sé que Cristina sigue viéndolo, porque nuestro hijo ya va a cumplir dos años y mi mujer me acaba de comunicar que está embarazada nuevamente.