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Como animales

Como animales

Ella acostumbraba tomar sol desnuda o poco menos.

La casa, ubicada en una ciudad de la Argentina donde el clima es casi todo el año templado, tiene un amplio jardín, donde yo, por mis ocupaciones, paso la mayor parte del día entre plantas y flores y allí se refugiaba ella, tras una gran mata formada por distintos arbustos, donde nadie podía verla desde los amplios ventanales.

Por lo demás, sus padres trabajan fuera desde la mañana a la noche –ambos son profesionales—y pocas veces el personal de servicio salía fuera, como no fuese un hombre que normalmente lo hacía por la mañana, cuando ella estaba estudiando en la Facultad –de Veterinaria según oí decir– de una ciudad más grande y cercana.

Por la tarde, salía con sus libros de estudio, la mayoría de ellos sobre perros, con muchas fotografías que yo solía mirar de lejos.

Se sacaba la ropa lentamente, acariciando su cuerpo con la tela que iba deslizando voluptuosamente en una especie de ceremonia que no yo podía dejar de mirar aunque ella me ignoraba o parecía ignorarme.

O, quizá, disfrutaba sabiendo que había alguien que la contemplaba.

Primero se sacaba la parte superior e iba dejando al descubierto su vientre liso, su ombligo y luego sus tetas, porque no llevaba nunca nada debajo.

Después hacía lo mismo con su pantalón o su pollera, todos muy cortos para exhibir unas piernas espléndidas, largas, y quedaba su tanguita minúscula ocultando apenas parte de un pelo tan dorado como su larguísima cabellera de bucles copiosos que le llegan hasta la cintura, tan contrastantes con mi pelo, renegrido, lacio y muy corto.

Y no es la única diferencia: ella es bastante mayor que yo.

Al darse vuelta para ubicar su ropa en el respaldo de la silla quedaban ante mí, deslumbrantes, sus nalgas redondas, firmes, no muy grandes aunque sí generosas entre las que se perdía la tirita de su tanga.

Era (es) realmente inquietante, tentadora, excitante. Incluso para mí que, quizá, por mi condición, no debiera haberla contemplado y hubiese sido más lógico que pensara en otras hembras más acordes.

Aquella tarde, como siempre, llegó a su lugar predilecto, se desvistió con esos movimientos voluptuosos, tomó uno de esos libros que acostumbra leer –tenía la fotografía de un hermoso braco de Weimar en la tapa—y se sentó en la silla. Yo, desde detrás de unas matas no podía, ni quería, dejar de vigilarla.

Estuvo un rato mirando el libro y en un momento, muy lentamente, comenzó a manosearse.

Hacía suaves movimientos, primero circulares en el vientre, justamente en el límite entre la piel y la tanga, luego inició un vaivén lánguido con las yemas de los dedos por la parte interior de sus muslos, uno y otro, uno y otro, también hasta donde la tanga le impedía tocarse.

Volvió al vientre y ya no respetó ese límite: introdujo la mano bajo la minúscula tela y se notaba que sus dedos iban buscando más abajo hasta que se detuvo en el lugar preciso y se podía ver cómo el nudillo se elevaba cada vez que palpaba esas profundidades.

Casi bruscamente se incorporó y con una rapidez que, ya lo dije, nunca usa para desvestirse se sacó la tanga, que quedó en el suelo, mojada en el lugar que hasta hacía un momento había cubierto la entrepierna.

Volvió a sentarse y entonces sí pude ver que se metía un dedo en la conchita y pausadamente se hurgaba allí dentro.

A veces lo metía hasta donde le permitía la mano, otras lo sacaba casi todo fuera y era la yema la que la deleitaba.

Los labios de esa hermosa cavidad estaban rosados y húmedos y creo haber percibido que dejaban brotar un aroma magnífico, o quizá fuese sólo mi imaginación.

Los movimientos comenzaron a ser más rápidos, el libro se le cayó y vi cómo su cuerpo se tensaba, cómo sus pezones se habían hinchado, cómo su boca de labios jugosos se abría respirando con una agitación creciente hasta que se sacudió de pies a cabeza, dio un largo suspiro que revelaba un gran placer, tuvo varios estremecimientos y finalmente se calmó.

Sin abrir los ojos, acariciándose lánguidamente los pelos húmedos de la vagina, dejó que el sol la agasajara mientras la respiración se iba serenando.

Era demasiado para mí, para mi curiosidad y para esa inquietud inexplicable que, hacía buen rato, me circulaba desde los riñones a los testículos.

Dudaba en acercarme.

Prejuicios, desconfianzas, temores me decían que no; mi instinto me decía que sí.

Como me pasa casi siempre, mi instinto pudo más.

Salí de mi refugio y me acerqué hasta quedar a un paso.

Sus labios, sus senos, su vientre, su vagina eran una incitación a lamerlos, a morderlos.

El olor –olor de hembra en celo, pensé, aunque mi experiencia sexual hasta ese momento era nula—me atraía de un modo irresistible.

Tal vez porque presintió que la miraba o porque escuchó mi respiración jadeante abrió los ojos y me observó todavía amodorrada.

Sospeché que iba a dar un grito, que se iba a atemorizar o fastidiar, que me ordenaría que me fuera, pero nada de eso se produjo.

Al contrario, me sonrió como sorprendida deliciosamente y con un gesto me animó para que me acercara.

Cuando estuve a su lado agaché mi cabeza hacia su cara sin saber exactamente qué hacer; me la tomó entre sus manos y acercó mi boca a la suya.

Sacó la lengua y comenzó a rozarme la boca hasta que yo también saqué mi lengua y empezamos a lamernos mutuamente mientras sentía que mi excitación aumentaba y aumentaba.

Fue maravilloso: nuestras lenguas se tocaban, se baboseaban, se rozaban hasta que introduje la mía en su boca y le acaricié el paladar, los labios…

Ella gemía, se retorcía, daba pequeños grititos y guiaba mi cabeza para que mi lengua recorriera los lugares que más le gustaban.

Primero fueron las orejas, luego el cuello, los hombros y los pezones.

Me sorprendió la dureza que tenían pero no me hice esperar y los recorrí con mi lengua inundada de saliva.

Instintivamente, como siempre, sentí ansias de mordisquearlos y lo hice con toda la suavidad de que fui capaz mientras con la lengua seguía acariciándolos y ella gemía y tiraba el torso hacia adelante para facilitarme tan dulce tarea.

Sus manos, seguras de que no necesitaban guiarme, habían bajado hasta su vagina rozando mi pija de un modo que me hizo creer que enloquecería y se frotaba frenéticamente.

Hundió primero un dedo, luego dos en la vagina.

Percibí que su cuerpo entraba en tensión primero y se estremecía después, que vibraba, se retorcía de gozo mientras de su garganta surgía una suerte de aullido prolongado.

Se deslizó de la silla al suelo y fue deslizándose hasta que su boca quedó a la altura de mi pene y la mía junto a su vagina.

Con algo de sorpresa sentí cómo una de sus manos me palpaba los testículos de una manera embriagadora mientras la otra meneaba mi pija, que estaba cada vez más dura.

Fueron, ambas, caricias increíblemente arrebatadoras a las que retribuí con ligeros lengüetazas en su concha, donde se unieron mi saliva con sus secreciones exquisitas, donde recorrí milímetro a milímetro esa carne sutil, húmeda, perfumada hasta que la punta de mi lengua tan inexperta entonces halló una protuberancia que me llamó la atención y comencé a rozarla con mucho cuidado.

Sentí otra vez la inquietud que le recorría el cuerpo y sentí también como sus manos me acariciaban con más vehemencia.

Mi pija ya estaba rígida, durísima y sus movimientos desde la punta al fin, rectilíneos a veces, girando otras, me transportaron a un placer que jamás había conocido, que ni siquiera creía que podría existir.

Durante unos instantes mi legua y sus manos siguieron intercambiándonos deleite hasta que una corriente increíble de voluptuosa me recorrió la columna vertebral haciéndome estremecer todo el cuerpo y estalló en la punta de mi pene con una admirable cantidad de semen que se derramó sobre su cara, sus tetas, su cuello.

Como a lo lejos, escuché, otra vez, sus gemidos mientras sus piernas me apretaban la cabeza para que siguiera mimándole aquella turgencia oculta.

Cuando recuperó la respiración se limpió la cara y el cuello llevándose a la boca los restos abundantes de mi semen, chupándose los dedos uno a uno con un ronroneo lleno de gozo y luego repartió por todo el torso, el vientre y la vulva el que había quedado en sus tetas, no sin darme a probar a mí, que no tenía mal gusto, aunque era nada comparado con los jugos que sorbí de su preciosa concha.

Quedamos los dos palpitantes y excitados, resoplando pero no cansados.

En la posición en que estábamos –ella tendida de espaldas en el suelo, yo encima—menos de un minuto después ambos necesitábamos seguir con ese juego que yo no terminaba de conocer ni de disfrutar.

Sus manos buscaron otra vez mi pene, que no tardó más de un instante en ponerse otra vez tieso, y lo llevaron a la boca.

Primero me besó la punta, lamió el líquido que afloró de inmediato, lo tragó con un suspiro de satisfacción y luego lo metió hasta que sintió que le tocaba casi la garganta y comenzó a chupa.

Yo no podía creer que tanto placer existiera y sentía que la pija se me ponía aún más dura a la vez que las manos me palpaban el tronco, los testículos.

Noté que iba retirando mi verga poco a poco de su boca y aunque ese roce de dientes y labios me trastornaba todavía más me afligí porque me figuré que allí terminaría esa delicia.

No fue así; cuando llegó la punta me la mordisqueó, la lamió y volvió a introducir mi pene en la boca, así una vez y otra y yo cada vez más enajenado no atinaba a devolverle tanto éxtasis.

Hasta que me fue metiendo, muy gradualmente, muy amorosamente, un dedo en el culo y seguí descubriendo cuánto me faltaba saber de placeres, porque esa muchacha hermosa, apasionada y tierna, a cada momento me hacía descubrir cumbres cada vez más altas y abarrotadas de sensaciones fascinantes.

Recién ahí, sin salir de mis embelesos y siempre luchando con mi inexperiencia, pude descubrir de qué modo podía agradecer esas gratificaciones y mi lengua, tras rozarle la vagina y hacerla elevar automáticamente la pelvis para que su concha estuviese a mi disposición otra vez, llegó hasta su ano empapado de esos jugos que me ponían a mil.

Comencé a lamerlo y lamerlo sin poder parar para sorber sus licores e intenté llegar hasta dentro.

A cada pasada de mi lengua percibía que ella chupaba con más deleite mi pija y que sus manos me acariciaban con más fuerza, sus dedos se crispaban, su boca mamaba con energía, como queriendo vaciarme de semen.

Creí morir de pasión cuando mi esperma llenó su boca mientras de su vulva brotaba, a borbotones otra ración de su dulce manjar que bebí hasta no dejar una gota, pasando la lengua desde la concha hasta el culo en tanto ella se retorcía como una culebra, gritaba, aullaba, chillaba y me lamía la pija con frenesí.

Temblorosos y jadeantes quedamos algunos minutos inmóviles.

Ella con mi instrumento en la boca, acariciándole la punta con los labios a medida que se iba encogiendo, yo tratando de encontrar algún resto de sus jugos entre las piernas, deleitándome con esa piel suave y perfumada con la más grata de las fragancias, sus néctares.

Sin embargo, esas caricias en principio tan delicadas, se volvieron rápidamente apasionadas.

Ambos estábamos, nuevamente, siendo presas del frenesí que habíamos descubierto.

Una vez más fue ella quien tomó la iniciativa.

Se incorporó y fue hasta la silla, aunque en lugar de sentarse en ella se apoyó en el respaldo y quedó mirándome, invitándome, animándome, provocándome, enardeciéndome.

Una vez más dejé que el instinto me guiara –la experiencia vendría después—y me paré tras de ella.

La visión de sus nalgas me enardeció, el recuerdo de su gozo cuando le lamía el ano me decidió.

Me senté detrás suyo y comencé a recorrer esas redondeces de perfección y a pesar de ser novato advertí que no era eso lo que esperaba.

Me di cuenta cuando con un gesto entre risueño y resignado se puso frente a mí, se agachó, tomó mi pija entre sus manos y empezó a mimarla hasta que estuvo otra vez rígida, me la besó, me la chupó apenas –como para dejarme con ganas de más—y volvió a ubicarse sobre el respaldo de la silla, nuevamente con la sonrisa y el deseo en la cara.

Entonces no dudé: me incorporé, apoyé mi pecho en su espalda e intenté meter la pija en cualquiera de esos dos hoyos irresistibles.

Tomó mi pene con una mano hasta ubicarlo en la boca de su concha y comencé a metérselo, primero despacio, luego de un golpe más fuerte hasta que lo tuvo casi todo adentro.

Dio un grito que no fue de miedo ni de dolor y yo estaba en otro mundo: todo lo que habíamos hecho hasta entonces había sido una locura de éxtasis, pero aquello lo superaba, muy espléndidamente lo superaba y me reproché por qué no había tenido mucho antes la idea que ese día me había llevado a acercarme.

Era una sensación única y me trastornó.

De un solo golpe –siempre se es un poco bruto cuando no se sabe—le metí la pija hasta el fin. Volvió a gritar, más fuerte, más entusiasmada, más caliente.

Comenzamos a movernos apenas.

A mí me gustaba sentir que estaba todo dentro suyo, gozando en esas profundidades ardientes y tersas, húmedas y excitadas; supongo que a ella le encantaba sentir bien adentro mi pija, que sé que es de un tamaño más que considerable.

El cuerpo se me alborotaba como nunca, el placer me recorría cada nervio, cada vena, cada hueso y notaba que el semen estaba a punto de explotar.

Y sobrevino la descarga.

Sentí cómo sus entrañas recibían, embriagadas, ese líquido caliente que salía de mis testículos mientras todo mi cuerpo era un solo temblor, un solo deleite.

Ella se estremeció, gimió, sollozó, suspiró, aulló, tan enardecida como yo.

Nos quedamos unidos, ensamblados, acoplados.

Era tal el placer –de mi pija continuaba saliendo semen y ella lo recibía apasionadamente—que creo que ninguno de los dos pensó en separarse.

Como pudimos nos fuimos deslizando hasta el suelo, nos echamos y buscamos una posición cómoda que a la vez nos permitiera seguir apareados.

Las respiraciones se nos fueron normalizando, mi pija de a poco recuperó su tamaño normal y ella hizo un gruñidito de protesta cuando se la saqué.

Me acosté a su lado.

Ella, de espaldas, pasó un brazo sobre mi cuello, acercó mi cabeza a la suya, me dio un beso lleno de ternura y enseguida se quedó dormida.

Yo la imité enseguida. Por ser la primera vez había sido mucho para mi cuerpo todavía muy joven.

Aquel polvo fue el primero de muchos otros.

Cada vez que podemos volvemos a tener escenas del más maravilloso sexo que ustedes puedan imaginar, aunque ahora que ya se recibió de veterinaria ya pasa poco tiempo en la casa y sospecho que además de su trabajo también debe dedicar buena parte de su tiempo a algún o algunos hombres en su consultorio, al que suele llevarme de vez en cuando.

Yo, por mi parte, he tenido muchas experiencias sexuales con otras hembras, la mayoría provocadas por ella.

Sin embargo, ninguna es tan inolvidable como esa primera que acabo de contarles y coger con ella es lo más hermoso que me ha pasado.

Ni la mejor, ni la más caliente, ni la más competente de las perras se parece siquiera a ella en cuando al placer que siento.

Esto se los puedo asegurar, como que me llamo Toby y soy un Dobermann que nunca miente…

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