Comparto acá nuestras experiencias reales a través de algo sencillo pero verídico. Cuando sucedieron estas historias teníamos unos 40 años, quince de casados y dos hijos aún pequeños. Esta vez se trata del encuentro con dos hombres que cogieron a mi esposa frente a mí.
Los contactamos a través de una web donde pedíamos un par de amigos que quisieran tener sexo con ella en mi presencia. Nos citamos en un bar, adonde llegamos los cuatro bastante puntuales. El aspecto de ellos era común, de mediana edad, ni feos ni lindos. Nos reconocimos fácilmente por nuestras miradas nerviosas. Uno de ellos (le llamaré Juan, ya que no recuerdo su nombre) se acercó y nos preguntó si esperábamos a dos personas, a lo que contestamos que sí. Nos dijo que no suponían que fuéramos a aparecer y que les alegraba que estuviéramos allí. Entonces se acercó el otro, digamos que Pedro.
Conversamos de trivialidades mientras tomábamos unas cervezas. Juan, el más parlanchín de ellos, le dijo a mi esposa que no esperaba a una chica tan bonita, lo que ya le ganó varios puntos con ella, que le devolvió el cumplido sonriente. En efecto, ella estaba muy linda: llevaba una remerita ajustada y una faldita bien corta que robaba todas las miradas a su paso.
Al poco rato decidimos ir al hotel, que era bastante simple, pero suficiente para nuestros fines. Una vez allí, Juan me preguntó si yo iba a participar o mirar, a lo que contesté que solo miraría.
—Bueno, podríamos empezar, ¿no? —dijo Juan.
—De acuerdo —respondió mi esposa, y luego, dirigiéndose a mí con una sonrisa pícara—: ¿Estás listo para tu fantasía?
A lo que respondí que sí, y me ubiqué en una silla para observar todo.
Ellos se quitaron la ropa, quedándose solo en boxers. Mi esposa se sacó los zapatos y se subió a la cama, sentándose en el centro. Ellos subieron también y se pusieron uno a cada lado, abrazándola un poco. Empezaron a acariciarla por encima de la ropa, ante lo cual ella comentó:
—Esto molesta —refiriéndose a su remera, y se la quitó.
Juan le desabrochó el sostén, dejando sus tetas libres. Eran hermosas, medianas, se notaba que habían amamantado.
La escena era muy excitante para mí: dos tipos semidesnudos junto a mi esposa, ella con los senos al aire, solo conservando la faldita que cubría casi nada, sus muslos ligeramente entreabiertos completamente a la vista hasta su tanguita roja. Las manos de Juan acariciaban sus pechos mientras Pedro dirigió las suyas a la tanguita.
—Sigue sobrando ropa —le dijo mi esposa.
Se incorporó un poco, levantó la cola para ayudarlo y añadió:
—La falda también.
Él tiró de ambas y ella quedó totalmente desnuda. Se sentó en cuclillas con las rodillas separadas y su concha expuesta. Pedro empezó a jugar con su vello púbico y a rozar los labios de la vulva con sus dedos.
—Así está mejor —dijo ella sonriente, mientras me lanzaba una mirada juguetona.
Yo la notaba muy desinhibida en comparación con cuando cogió a un conocido frente a mí por primera vez. Aquel día estuvo menos involucrada, dejó que él lo hiciera todo: la ropa, los besos, los juegos previos. Solo sobre el final, mientras su compañero la penetraba, se puso habladora, diciéndome a los ojos:
—¿Estás disfrutando? ¿Ya te pajeaste? Ahora mírame bien, cornudo, mírame.
Sonriendo, se abrazó a su cuerpo con manos y piernas, lo besó y comenzó a mover su pelvis hasta llegar a un orgasmo intenso, gritándole:
—Me estás haciendo gozar mucho, mucho, mucho.
Cuando volvimos a casa, me dijo entre risitas nerviosas que le daba bastante vergüenza recordar las cosas que dijo e hizo en esa parte.
Pero esta vez era distinto. Se notaba excitada, suelta, dispuesta. Mientras la tocaban, ella comenzó a besarlos, a uno y a otro. Se veían sus lenguas entrelazadas, los chupetones y el recorrido por sus bocas. En un momento frenó y les dijo:
—¿Ustedes no van a desnudarse? ¿O los tengo que ayudar?
Sin esperar respuesta, les sacó los boxers y empezó a acariciarles las pijas, una con cada mano. Juan la tenía larga, no muy gruesa y no totalmente dura aún. Pedro, en cambio, la tenía muy gorda, algo corta y doblada, y ya estaba totalmente erecta.
Pedro tomó la iniciativa y le dijo:
—Ponete en cuatro.
—Está bien —respondió ella, obedeciendo—, pero antes chúpame un poco y ponte el condón.
Él hizo caso. Se puso detrás, con la cara en su culo, comiéndole la concha. Su lengua se deslizaba, pasando la saliva por el ano hasta la vulva, y de a ratos se introducía en ella.
—¿Estás mojadita ahora? —preguntó Pedro.
—Sí, dale, metémela cuando quieras.
Me levanté y fui hacia ellos para ver mejor. Apoyada en los codos y rodillas, sus senos colgaban y su culo estaba levantado. Él le separó las piernas un poco más y la tocó, como calculando dónde se iba a meter. Yo vi su conchita mojada y esa pija gorda, torcida, con la cabeza hinchada que se acercaba, se posaba en su agujero y empujaba. Ella estaba relajada, esperando, y entró fácilmente a pesar de lo grande que era. Se mezclaron los gemidos de ambos en ese momento. Ella tenía los ojos y la boca abiertos mientras jadeaba. Él empujó con furia y comenzó un ir y venir rápido, agarrándola de las caderas. Sus tetas se bamboleaban a cada embestida y sus caderas se movían hacia atrás, buscando que llegara profundo. Juan estaba a su lado, la besaba y acariciaba con ternura. Ella le sonreía y buscaba sus labios y su lengua entre jadeo y jadeo. Yo observaba, celoso, maldiciendo en silencio porque había prometido no participar. Ella estaba más ocupada en Juan que en la pija que tenía dentro. Pedro estaba demasiado excitado y no duró mucho. En poco rato empezó a gruñir y a dar unos empujones más fuertes pero más lentos mientras acababa. En ese momento, ella tiró la cabeza hacia atrás, tensó todo su cuerpo y gritó:
—¡Me gusta, me gusta!
Abandonó por un momento los mimos con Juan.
Pedro salió, el condón repleto de semen y su pija más blanda que antes. Ella se puso boca arriba, sonriendo, y dijo:
—¡Ay! Qué agotador, quiero agua.
Juan se apresuró a traérsela. Yo estaba con la pija parada fuera del pantalón, pero no había acabado. Mi esposa, mirándome con cara traviesa, me dijo:
—¿No te dio tiempo?
Me sentí un poco ridículo y humillado, pero muy excitado. Ahí estaba yo, en mitad de una paja, y ella descansando del orgasmo que había tenido con un extraño.
Pedro fue al baño y volvió al ratito para tirarse en la cama al lado de ella, mientras Juan empezaba a acariciarla nuevamente. Ella correspondía a sus caricias y se decían cosas al oído. Las manos la recorrían toda: su cara, sus pechos, sus muslos y su concha. Hacia allí dirigió pronto la boca y comenzó a chuparla. Ella gemía y abría las piernas todo lo que podía. Juan era muy hábil con su lengua y sus dedos. Yo notaba que la calentura de mi esposa era mucha. Pronto empezó a venirse, pidiéndole que siguiera, que no parara. La vi gozar y besarlo con nuevas ganas.
—Te quiero dentro —le dijo, mientras tomaba un condón y se lo ponía.
Juan no se hizo rogar y la penetró suavemente. Ahora la tenía completamente parada. Era muy larga, demasiado; no terminaba nunca de entrar toda en el cuerpito de mi esposa, que estaba encantada de recibirla. Estuvieron cogiendo así un buen rato, ella abajo y él arriba. Pedro trataba de participar sin mucho éxito. Entonces se giraron, quedando ella encima. Se movía rítmicamente. De pronto se incorporó, se levantó y se dio vuelta, mirándome fijamente. Agarró la pija de Juan y se fue sentando en ella lentamente.
—Mira qué larga es, la siento muy adentro —me dijo.
Se levantaba y volvía a sentarse. Cada vez yo veía el palo de Juan salir casi completamente y luego volver a entrar. Así estuvieron un rato hasta que ella apuró el ritmo, convulsionó en un nuevo orgasmo y se quedó quieta, sentada, unos minutos. Luego salió y quedaron tumbados juntos. Yo no aguanté más y terminé de pajearme frente a ellos.
—Qué lindo —dijo mi esposa—, me gusta que vos también disfrutes.
Creí que todo había terminado, pero no era así. Juan la puso boca arriba, le hizo levantar las piernas y flexionar las rodillas hasta que casi tocaban sus hombros. Ella estaba expuesta como yo nunca la había visto, lo miraba sonriente y expectante. Él empezó a pasarle la pija como si fuera un pincel, empezando casi en el coxis, siguiendo por su ano, su vulva, su clítoris y luego regresando en sentido inverso, una y otra vez.
—No aguanto más el deseo —dijo ella—. Te necesito adentro, penetrame, por favor.
Me estremeció escuchar a mi esposa rogarle a un extraño que la poseyera así.
—Sí, mi amor —le dijo Juan—, quiero acabar mirándote a los ojos.
—Dale, entra ya, a ver si acabamos juntos esta vez —respondió ella.
Pedro se acercó y la tocaba como podía, aunque ella solo atendía a Juan. Este jugó un ratito más con la desesperación de ella antes de introducir su verga suavemente.
—Sí, sí, sí, toda, toda, toda —decía ella, enloquecida de ganas.
Juan empezó a ritmo lento y luego más rápido. Ella acompañaba sus tiempos, hasta que ambos comenzaron a gemir casi al mismo tiempo y explotaron de pronto en un orgasmo simultáneo. Se quedaron así un rato, Juan dentro de ella, ambos abrazados y respirando agitados.
—Fue increíble, fue maravilloso —decían los dos.
Pedro, que casi no había participado hasta ahora, le pidió acabar con una paja encima de ella, y mi esposa aceptó que lo hiciera en sus pechos. Pedro se pajeaba rabiosamente mirando sus tetas ofrecidas para la descarga, que vino poco después: unos chorros grandes y espesos, como si no hubiera eyaculado unos minutos antes. Ella lo dejó disfrutar un momento de aquella paja antes de hablar.
—Bueno —dijo mi esposa un par de minutos después—, creo que no puedo más. Me voy a dar una ducha y nos vamos, ¿está bien? —preguntó, y sin esperar se fue al baño.
Los tres hombres quedamos solos, en un silencio incómodo. Ellos empezaron a vestirse. Ella salió desnuda del baño; estaba preciosa, relajada, se la veía feliz. Se vistió y comenzamos a despedirnos. Juan intentó besarla en la boca, pero ella lo evitó delicadamente con una sonrisa, ofreciendo su mejilla.
Volvimos a casa casi en silencio. Al llegar, le pregunté cómo lo había pasado.
—Muy bien —me dijo—, disfruté todo, aunque fue diferente con ambos.
—¿Cómo diferente? —pregunté.
—Lo de Pedro fue muy fuerte sexualmente, como animal. No fue violación porque yo lo consentía, pero me sentí su puta. Es una sensación que nunca había tenido, incluso cuando se masturbó sobre mis tetas. Al principio me pareció ultrajante.
—Lo hubieras dicho —comenté.
—No, yo quería ser su hembra. Disfruté ver su pija gorda escupiéndome, sentir su semen caliente cayendo sobre mí, sus manos esparciendo ese pegote tibio por mis tetas. Es raro, fue algo que necesitaba experimentar una vez.
Hizo una pausa y su rostro cambió.
—Con Juan fue distinto, y no lo digo solo por su pija, que era tan larga que llegó a lugares que ni yo sabía que tenía, ni porque fuera un maestro con su lengua, sino porque hubo conexión. Me emocionó cómo me trataba; era como estar enamorada de él durante un rato. Cuando acabamos juntos me sentía completamente agradecida y feliz.
Algo en mi cara seguramente cambió, porque enseguida preguntó:
—¿Te pone celoso eso?
—Un poco —le confesé.
—No seas tonto, yo te amo a vos y, si no desearas ser cornudo, no haría estas cosas. Pero —dijo riendo— espero que lo sigas queriendo, porque ya me acostumbré a estos juegos y me gustan.
—Sigo queriendo —contesté.
—Lo sé —dijo, y me tiró un besito pícaro.