Capítulo 1

Capítulos de la serie:

El mejor amigo de mi familia I

Capítulo I

Yo no me he llevado bien con mi nuera desde que la conocí, pues me parecía demasiado descocada y libertina para mi apocado hijo.

Es por eso que, aunque viudo, siempre he vivido solo.

Pero aquel verano se dio la circunstancia de que me había roto una pierna unas semanas antes, en un estúpido accidente domestico, y mi unico hijo al final termino por convencerme de que pasara la convalecencia en su casa, ya que al tener espacio de sobra le parecía una tontería que no estuviera con ellos, y con sus hijas, las cuales casi ni me conocían.

Después de mucho pensarlo accedí a vivir en su casa, con la condición de ocupar la habitación de la planta baja.

Aquella que debía ser, en teoría, para la criada, y que utilizaban para guardar la ropa; pues el resto de los dormitorios estaban en la planta superior y no me parecía aconsejable pasarme todo el día subiendo y bajando escaleras.

El cuarto, situado junto a la cocina, era bastante pequeño y mal iluminado, pues solo disponía de un estrecho ventanuco, que solían tener cerrado, y que daba a la parte más revuelta del jardín, aquella en donde estaba situada la caseta del perro, y donde los frondosos setos, siempre a medio arreglar, solo dejaban ver un trozo de la piscina.

El recibimiento fue bastante gélido, como ya me esperaba, pero aun así no pude dejar de admirar lo bien que se conservaba mi nuera, a pesar de su edad, más lejos de los treinta que de los cuarenta; a diferencia de mi hijo, cuya barriga, y calvicie, le envejecían bastante mas de la cuenta.

Mis dos nietas eran, como su madre, realmente preciosas. Sobre todo la pequeña Julia que, con su docena escasa de años, además de una cara bellísima ya lucia un lindo tipito, en el que destacaban, deliciosamente, unos tiernos meloncitos, llenitos y puntiagudos, que prometían bastante.

Solo con que fueran la mitad de pujantes que los de su hermana Carmen ya seria suficiente. Pues esta, con sus dieciocho años recién cumplidos, además de tener un rostro agraciado, lucia mucho su espectacular físico, exhibiendo de una forma algo descarada, sus firmes senos, siempre cubiertos por breves tops y camisetas, que apenas podían contener sus firmes turgencias pectorales.

Pero era Francis, como ahora le gustaba que la llamaran, aunque siempre la había conocido como Paca, la que más podía presumir de delantera, pues ahora que se acercaba a los cuarenta seguía teniendo un tipazo que ya quisieran para si muchas de las amigas de su hija mayor, con unos globos dignos de la mejor revista de desnudos.

Desde luego el que mejor me acogió al llegar a la casa fue Otelo, el enorme pastor alemán que yo conocí cuando apenas era un cachorro destetado.

Este casi me hizo caer al suelo con sus cariñosos lameteos, mientras ladraba alborotado, trotando por todo el salón.

Fue Julia la encargada de devolverlo a su caseta, mientras mi hijo me decía que el simpático animal entraba siempre que le apetecía en la casa, por la puerta de la cocina, pues lo consideraban uno más de la familia.

Y, poco después, estoy en condiciones de afirmarles que forma parte de ella, pero de un modo un tanto peculiar.

Mi hijo pasa todo el día en la ciudad, regresando casi de noche de su trabajo, siendo esta la única forma que tiene de poder mantener el tren de vida que todos llevan.

Su mujer, cuando no esta de compras, en el salón de belleza, o en el gimnasio, se dedica al cuidado de la casa; pero, salvo preparar la comida, no hace mucho más, pues tiene a una chica, bastante simpática, que le viene a limpiar la casa dos veces por semana.

La hija mayor apenas si para en casa lo indispensable para cambiarse de ropa, o descansar; a diferencia de la pequeña, que suele pasarse el día jugando en el jardín, o en su cuarto, con la alegre vecinita de al lado.

Esta, un año mayor que ella, es un pequeño diablillo pelirrojo con faldas; es guapa y delgadita, y muy poquita cosa, pero su pecosa cara delata lo traviesa y picara que puede llegar a ser. Pues creo que fue ella la que empezó, de un modo bastante inocente, la escalada de perversiones que a continuación les relatare.

Aquella mañana me despertó el rayo de luz que entraba por la ventana entreabierta, pues la noche anterior había preferido no cerrarla del todo, para que entrara un poco mas de aire.

Cuando me levante para abrirla del todo vi, a través de la estrecha rendija, a la pequeña Julia, que jugaba con su amiguita pelirroja, medio escondidas entre la caseta del perro y un seto de arbustos.

La curiosidad me impulso a callar el saludo que le iba a mandar, pues quería ver como se divertían las dos preciosas pequeñas cuando estaban solas, sin testigos. Ambas vestían de una forma parecida, con unas reducidas falditas que apenas si les llegaban a medio muslo, y unas ligeras camisetas de manga corta, que les permitían soportar mejor el intenso calor que hacia ese día.

Tenían montada una especie de tienda de comestibles, de esas de juguete, e imitaban a las señoras mayores cuando iban de compras con sus niños pequeños; en este caso sus muñecas de plastico.

Pero la diversión se les estropeo cuando regreso Otelo, quien sabe de donde, y arrollo casi todos los puestecitos, mientras intentaba lamer las caritas de las pequeñas, como muestra de afecto.

Estas, algo enfadadas por su osadía, empezaron a empujarlo, para apartarlo de su tienda, pero solo consiguieron que el perro redoblara sus esfuerzos para echarse sobre ellas, creyendo que era un nuevo juego. Las niñas enseguida vieron que era mas divertido enfrentarse al animal que lo que estaban haciendo, y pronto estuvieron compitiendo por ver cual de las dos lo inmovilizaba primero.

Yo, he de confesarlo, también me divertía de lo lindo, viendo el amasijo de pies y brazos que formaban en su desigual batalla. Y, por que no he de admitirlo, fijándome también en sus lindas braguitas infantiles, totalmente a la vista la mayor parte del tiempo.

Al final a la vecinita se le ocurrió introducir toda la cabeza de Otelo dentro de su holgada camiseta. Confiando, quizás, en que la subita oscuridad lo calmaría; y, en parte, acertó, pues el animal se sereno rápidamente. Pero pude oír, como se quejaba a mi nieta, diciéndole que el muy marrano le estaba lamiendo las tetas.

A pesar de sus palabras vi que su cara reflejaba una mezcla de asombro, y placer, que tampoco paso desapercibida a Julia. Al final mi nieta soltó al perro, que parecía estar muy concentrado en su labor, y se acerco para ver mejor lo que pasaba. Ya no podía oír lo que cuchicheaban entre ellas; pero veía, perfectamente, como las dos se asomaban por el escote de la pelirroja, para observar como el perro lamía sin parar sus jóvenes pechitos.

Al poco rato me sorprendí al ver con que habilidad lograron pasar a Otelo de debajo de una camisa a debajo de la otra, sin darle opción de escapar.

Ahora era la carita de Julia la que era todo un poema; y, como el escote de su camisa era bastante mas cerrado, tuve la suerte de presenciar como su amiga se la levantaba, poco a poco, para que todos fuéramos testigos de lo bien que usaba su larga lengua el animal en los senos de mi nieta.

Aunque las tenia relativamente cerca, aproveche que tenia mi cámara de fotos sobre una estantería cercana para no perderme ningún detalle de lo que allí estaba sucediendo, con la ayuda del teleobjetivo. Pero la tentación fue excesiva y pronto gaste los negativos que me quedaban en el carrete sacando primeros planos de todo el pícaro evento.

Por suerte espacie bastante el tiempo entre una foto y otra, para que no las alertara el tenue ruido de la cámara al hacerlas, y pude obtener un fiel documento de todo lo que hicieron las dos pilluelas.

La pelirroja no se conformo solo con desnudar los blancos montículos de mi adorable nietecita, y pronto empezó a jugar con ellos, en vista de la pasividad de Julia, y de que el perro no se cansaba de lamer los dos pequeños fresones puntiagudos.

Ahora era ella la que decidía que pecho quería que Otelo lamiera; pues, sentada detrás de mi nieta, se apodero de un prometedor montículo con cada manita. Así orientaba el pitón elegido hacia el hocico del animal, mientras ocultaba el otro entre sus pequeños dedos; jugueteando, al mismo tiempo con el pezón escondido, disfrutando con su insólita rigidez casi tanto como el animal.

La llegada de mi nuera a casa fue la que marco el fin de la diversión, por ese día.

En mi siguiente visita a la ciudad me hice con un montón de carretes en color, pues estaba convencido de que tendría numerosas ocasiones para utilizarlos.

Aproveche también la oportunidad para revelar las fotos, en casa de un antiguo amigo mío, mucho mas pícaro que yo, que tenia instalado en su ático todo un taller de revelado; no en vano lo usaba para revelar todas las fotos que obtenía de sus vecinos, con sus cámaras de largo alcance.

Solo cuando mi amigo tuvo la suficiente confianza conmigo me enseño la abultada colección que había ido obteniendo a lo largo de los años que llevaba dedicándose a ello, y que ocupaba decenas de albumes de fotografías; todos meticulosamente ordenados.

No me costo nada llegar a un acuerdo con él; y, a cambio de quedarse con algunas copias, accedió a revelarme todas las fotos que hiciera a las pilluelas.

Pronto empece a acumular carretes gastados, pues era raro el día que la pequeña Julia no se dejaban lamer los pechitos por el simpático animal.

Dado que era la responsable de darle de comer por las mañanas, me acostumbre a madrugar; y así, en cuanto la oía preparar las cosas en la cocina, me apresuraba a situarme junto al ventanuco, donde ya tenia situado un pequeño trípode, para que la cámara no se moviera.

Rara vez fallaba, pues mi nietecita esperaba, pacientemente, a que Otelo terminara de comer, para después obligarle a beber. En cuanto consideraba que ya se había enjuagado la boca lo suficiente, dejaba a la vista sus preciosas tetitas blancas, sacándolas de debajo de la camiseta, o de dentro del vestido veraniego, para que la humedad de su lengua no delatara al resto de la familia su pervertida diversión. A mi esto me venia de perillas, pues así podía sacar infinidad de fotos de sus lindos pechos, totalmente desnudos y al natural.

También saque bastantes fotografías del aplanado torso de la picara vecinita pelirroja, pues cuando se creían solas solían desnudar sus senos para deleite de Otelo, y mío.

Pero pronto me di cuenta de que la pequeña nos había salido un poco lesbiana.

Pues, habida cuenta de que el perro casi no le prestaba atención cuando podía escoger entre ambas, ella se dedicaba a jugar también con los preciosos pechos de mi nietecita; ya que estos eran mucho mas bonitos que los suyos.

A Julia se le notaba un poco incomoda, sobre todo al principio, pero cuando la lengua de Otelo derrumbaba al fin sus complejos, accedía, gustosa, a cualquier caricia que le hiciera su amiga.

En algunas ocasiones hasta se las devolvía tímidamente, jugando con los pequeños pezones de su amiga mientras esta, y el cariñoso animalito, disfrutaban al mismo tiempo de los suyos.

Capítulo II

La verdad es que si no hubiera sido por las deliciosas mañanas que pase detrás de la cámara, hubiera sido un verano realmente odioso.

Pues las tardes eran para mí un auténtico infierno, debido a que las pasaba metido en una céntrica clínica, haciendo rehabilitación; y las noches, con la pamplinosa de mi nuera, no arreglaban la situación.

Hasta aquel día memorable en que tuve que regresar antes de hora porque el doctor estaba malo.

No quise molestar a nadie y volví yo solo en un taxi; pues, al tener una copia de la llave de la entrada, no necesitaba pedir ayuda a ninguno de mis familiares.

Estaba todo tan silencioso allí dentro que pense que no había nadie mas en la casa, por lo que me fui directo hasta mi habitación, con la idea de reposar la pierna.

Nada mas entrar me asome al ventanuco, como tenia por costumbre, con la efimera esperanza de que la pequeña Julia estuviera allí, jugando con su viciosa amiga pelirroja.

No era así, pero me alegre de haberme asomado porque a lo lejos vi a mi nieta Carmen tumbada, boca arriba, en la hamaca del jardín, haciendo top-les junto a la piscina.

Enseguida centre el zoom de la cámara en ella y saque una decena de fotos de su cuerpo escultural.

Tenía puestos unos walkman en los oídos, y parecía dormir, dejando que sus dos firmes globos se pusieran más morenos de lo que ya estaban.

Tenía que tomar el sol casi a diario, pues sus magníficos senos estaban casi tan oscuros como el resto de la piel.

Estos, como ya he dicho antes, estaban prácticamente desarrollados en su totalidad; y su enorme volumen permitían augurar que la soberbia pujanza, y rigidez, que tenían en la actualidad, no habían de durarle eternamente. Pero por ahora eran una maravilla… que no podía dejar de plasmar en mi cámara fotográfica.

Las fotos, aunque dignas de la mejor revista de desnudos, no dejaban de ser bastante estáticas, así que decidí hacer una prueba. Con mas sigilo del que se puedan imaginar me dedique a tirarle bolitas de papel a Otelo, que dormía apaciblemente delante de su caseta; hasta que, después de varios intentos, conseguí que se despertara.

Ni siquiera yo podía imaginar entonces todo lo que conseguiría con tan pequeño esfuerzo.

Pues Otelo, como ya suponía, después de desperezarse, vago un poco por el jardín; y, nada mas acercarse a la piscina, cariñoso como es, se acerco a saludar a su ama.

Las divertidas mañanas que había pasado con mi nieta y su amiguita tenían que servir para algo, y así fue. El simpático perro apenas dudo un instante antes de abalanzarse, loco de contento, a lamer los oscuros fresones que tan ricamente ponían a su alcance.

Yo me apresure a sacar algunas fotos, pues suponía que mi nieta, con lo arisca que es, pronto apartaría al perro de si. Pero debía de tener un sueño bastante profundo, pues dejo que el animal la lamiera, bien a gusto, durante un buen rato.

Estaba totalmente equivocado, pues pronto vi como la picaruela separaba totalmente sus bonitas piernas, para poder introducir, mas cómodamente, una de sus lindas manitas dentro del reducido bañador.

No me hacia falta la cámara para suponer lo que hacían esos dedos metidos en un sitio tan intimo, pero las fotos me ayudaban a plasmar los expresivos gestos de placer que ponía mientras alcanzaba el prolongado orgasmo.

Cuando, acto seguido, se dio la vuelta en la tumbona, creí que ya había acabado el reportaje fotográfico por ese día; pero me volví a equivocar, pues aun faltaba lo mejor.

Carmen, nada mas privar al perro de sus golosinas, se dio unos cuantos palmetazos en el desnudo trasero; pues la fina tira del bañador desaparecía, por completo, en el mórbido canal que separaba sus dos prietas nalgas, para atraer su atención.

En cuanto logro que Otelo acercara su hocico a la zona deseada aparto el bañador a un lado, separando sus piernas todo lo posible, para que el animal no tuviera ninguna duda sobre cual era la húmeda gruta que debía saborear.

Y vaya si lo hizo, por dos veces logro que mi nieta alcanzara fuertes orgasmos, y que yo gastara más de tres carretes plasmando su ardiente encuentro, con unos magníficos primeros planos de su húmeda gruta, y de cómo este la saboreo.

Cuando ella, al final, se rindió, y se fue hacia la ducha, con las piernas algo temblorosas, nos dejo muy satisfechos, y ansiando volver a verla desnuda.

Pero, para nuestra desgracia, nuestra querida Carmen se marcho al día siguiente, para pasar un par de semanas de acampada en la montaña, con un grupo de amigos, y amigas, de su misma edad.

Y nos dejo a ambos muy tristes y pesarosos, esperando ansiosos su regreso, para así repetir la dulce experiencia.

No crean que hablo en plural por placer, pues solo un par de días después Otelo me demostró, de una forma muy clara, que también él había encontrado dulce y delicioso el tesoro que se esconde entre las piernas de las mujeres.

Esa mañana, Julia y su amiga esperaron, bañándose en la piscina, algo impacientes, como yo, a que la chica de la limpieza se marchara, pues así podrían jugar con el alegre animalito, creyéndose solas, un par de horas, hasta que volviera mi nuera de la calle.

En cuanto se marcho vinieron las dos picaronas hacia la caseta del perro, ansiosas por sentir de nuevo su aspera y calida lengua restregandose por su piel.

La pelirroja, como de costumbre, fue la primera que desnudo sus tiernos pechitos, deslizando su bañador hasta mas abajo del ombligo, para que Otelo fuera animándose.

Pero el perro estaba mas animado ese día de lo que podían suponer; pues, sin hacer ningún caso a sus escasos adornos, metió su cabezota dentro del bañador, haciendo que este se le bajara, con el primer empujon, casi hasta las rodillas, sin ningún problema.

Estaba tan concentrado haciéndole mis primeras fotos al pequeño felpudo de color naranja que apenas repare en el asombro que reflejaban las caritas de las dos niñas.

Fue esta inusitada pasividad la que permitió que el osado animalito diera sus primeros lengüetazos en su virginal cueva sin ninguna oposición; y, como estos eran la mar de efectivos, fue la propia pelirroja la que separo sus piernas, en la medida de lo posible, para que Otelo prosiguiera con su gratificante labor.

Julia, animada por los gemidos de placer de su amiga, la ayudo despues a despojarse del bañador.

Y, una vez tumbada sobre la hierba, con las piernas totalmente separadas, se acomodo a su lado para poder ver, casi tan bien como yo, la pasión con que se entregaba el animalito a su sabrosa labor, deslizando su larga y áspera lija por toda su intimidad.

El fuerte orgasmo que alcanzo la chiquilla, quizás el primero de su vida, la obligo a proferir tales gritos que Julia le tuvo que tapar la boca con sus manos.

A la distancia que me encontraba, no podía oír sus cuchicheos, pero no tuve ninguna duda acerca de lo que le pedía la pelirroja cuando vi que mi nieta dejaba en libertad sus bonitos pechos, para que su golosa amiga pudiera apoderarse de ellos, y mamar de sus lindos pezones, como si fuera un bebe, mientras continuaba, feliz, a la búsqueda del siguiente orgasmo.

Este le vino bien pronto, y tuvo que ser igual de intenso que el anterior, sino mayor, pues ni siquiera el adorable taponcito de carne que había dentro de su ansiosa boca logro ahogar del todo los agudos alaridos que pego. La chica demostró ser insaciable, y aguanto, siempre chupando, y hasta mordiendo, los pechos de mi nieta, otros tres orgasmos mas, antes de que se rindiera, por fin, y aconsejara a su amiga que ocupara su lugar.

Julia no parecía demasiado convencida, pero dejo que la pelirroja le terminara de despojar del bañador; permitiéndome, así, fotografiar, encantado, la pelusilla rubia que cubría su pequeño nido, y que apenas empezaba a ocultar el divino bostezo rosado donde comenzaba su intimidad.

Fácil lo tuvo, pues, Otelo, para lamer su dulce cueva, logrando, en solo unos instantes, que mi nieta jadeara de placer. Su amiga, en cuanto se hubo recuperado lo suficiente, se tumbo junto al solicito animal; porque, como de costumbre, no se quería conformar solo con mirar.

Así que fueron sus hábiles deditos los que, después de explorar a conciencia todo lo que escondía Julia entre las piernas, se encargaron de separar sus pétalos de rosa, para que la áspera lija de Otelo profundizara aun mas a fondo en su cueva virginal. El resultado fue inmediato, y mi cándida nieta pronto rugió de gozo, en mitad de un fuerte orgasmo.

La pelirroja, sabiendo que sus pequeños senos no servirían de gran cosa para acallar sus gemidos, sepulto con sus labios los de su amiga, logrando así amortiguar sus suspiros. Debió de gustarle el beso, pues no separo sus labios de los de ella hasta un buen rato después de que Julia acabara de gozar. Y tampoco debió de desagradarle a mi nieta, pues acepto, complacida, la boca de su amiga, cuando ya iba camino de otro orgasmo. Esta vez la pelirroja también se apodero de uno de sus pechos, el cual acaricio, cariñosa, mientras duro el beso.

El segundo orgasmo de mi nieta fue tan violento y salvaje que esta enlazo con sus piernas la cabeza del animal para que este profundizara todavía mas con su lengua.

Esto ultimo no debió de hacerle mucha gracia al perro, pues según alcanzo mi nieta el ultimo orgasmo, y separo las piernas, el afortunado chucho se aparto de ellas, meneando la cabeza y no muy convencido con lo que estaba pasando.

Julia, por su parte, estaba ya tan cansada que no le importo demasiado que Otelo se marchara, y siguió, tumbada sobre la fresca hierba, abrazada a su amiga, hasta que recupero el resuello.

Ni que decir tiene que aproveche esos instantes para gastar los pocos carretes de fotos que me quedaban disponibles mientras las dos pequeñas ninfas permanecían totalmente desnudas, reposando boca arriba sobre el césped, con las piernas totalmente separadas, rezumando fluidos por sus virginales orificios, mientras se acariciaban mutuamente.

Mi amigo se volvió loco de contento con las fotografías que le lleve, asegurándome que haría estupendas ampliaciones con varias de ellas.

Y no era él solo el que estaba feliz, yo estaba tan asombrado de mi buena fortuna que casi me daba pena que mi pierna se estuviera curando. Y eso que aun faltaba lo mejor.

Capítulo III

Para evitar que me sorprendieran mientras hacía las fotos solía cerrar mi habitación con llave.

Cada vez que hacia esto asomaba un pestillo por el exterior, informando a mis familiares que el viejo incordio permanecía recluido en su cubil. Pero, al mismo tiempo, me permitía espiar sus andanzas por la cocina con solo apartar la llave de la cerradura.

La vista no era nada del otro mundo, pues solo alcanzaba a ver el fregadero de platos y parte de los fogones; pero, al final, fue más que suficiente.

He de reconocer que fue por mera casualidad que descubrí que la amplia ventana que había delante del fregadero daba luz mas que de sobras para clarear cualquier vestido veraniego que se pusieran ellas.

Y, por ello, cada vez que oía fregar los platos me asomaba, para ver al trasluz la estupenda silueta de mi nuera, cuya espléndida figura me atraía sobremanera.

Por eso, cuando aquella mañana en concreto la vi bajar vestida tan solo con un cortisimo batín de raso, blanco, que apenas bastaba para velar el bonito camisón de dos piezas que ocultaba debajo, me apresure a encerrarme en mi cuarto, con la esperanza de que se pusiera a fregar la gran cantidad de cacharros que se acumulaban en el fregadero antes de que subiera a cambiarse de ropa; dado que al irse la pequeña Julia a jugar a casa de su pícara amiga pelirroja, nos habíamos quedado los dos completamente solos en la casa.

Tuve aun mas suerte de la que me esperaba, pues no solo se puso a fregar los cacharros en cuanto termino de desayunar sino que, además, se quito el batin para no mojarlo.

Era una delicia ver la sombra de sus voluminosos senos moviéndose, en total y completa libertad, bajo el liviano camisón de dos piezas cada vez que se giraba un poco.

La duda de si tampoco llevaba bragas no la pude despejar hasta que intervino Otelo.

Este, quizás añorando la presencia de sus dos pequeñas amigas, y de sus suculentos regalos, entro en la cocina, por la puerta abierta; y, enseguida, se acerco a saludar a su ama del nuevo modo que había aprendido. Fue una verdadera pena no haber podido ver la cara que tuvo que poner mi nuera cuando el inteligente animal introdujo su hocico dentro de la amplia pernera del corto pantaloncito de su camisón.

Lo cierto es que no me esperaba una reacción como la que tuvo; aunque, conociendo a las hijas, debí suponer que la madre seria aun mas viciosa que ellas.

Mi nuera, en vez de apartarlo, separo todavía mas las piernas, para sentir mejor la húmeda lengua que yo veía salir de las fauces entreabiertas del animal, a una velocidad endiablada.

Francisca, supongo que temerosa de que yo pudiera salir de improviso, se dio lentamente la vuelta, hasta quedar frente a mi puerta.

Dejo así, grabada a fuego en mi mente, la sensual imagen de verla, apoyada con las dos manos en el fregadero, y las piernas bien abiertas, para acoger la áspera lengua de Otelo.

Su cara, arrebolada de deseo, era todo un poema; con sus mejillas, coloradas y sudorosas, mientras se mordía los labios para que no se oyeran sus apagados gemidos de placer.

Su agitada respiración hacia que sus rotundos globos se marcaran descarados en el camisón; donde los pezones, totalmente endurecidos por el deseo, se dibujaban perfectamente, amenazando con rasgar la fragil tela.

La húmeda lengua de nuestro amiguito estaba logrando que, poco a poco, se fuera transparentando un negro bosque, muy espeso y frondoso, en la entrepierna de mi nuera.

Los espasmos que acompañaron al violento, y silencioso, orgasmo fueron tan fuertes que hicieron asomar uno de sus pechos, casi por completo, a través de su amplio escote.

Francisca, bastante agotada, se dejo caer de rodillas al suelo, abrazándose a Otelo, no se si por cansancio o para agradecerle los servicios prestados.

El caso es que el hambriento perro parecía no tener bastante, pues pronto sepulto sus fauces en el generoso escote del camisón, alcanzando fácilmente los gruesos pezones que allí se cobijaban a duras penas.

Por suerte ella decidió bajarse los tirantes para facilitarle la labor, por lo que pude ver en directo como sus enormes pezones recibían los ásperos lameteos del animal mientras su dueña suspiraba gozosa. El perro iba de uno a otro sin descanso, degustando su rigidez.

Aun no me había repuesto de la impresión que me había supuesto el ver tan excitante escena cuando me di cuenta de que mi fogosa nuera animaba con gestos al amoroso chucho a que la siguiera por las escaleras mientras subía hacia su dormitorio.

Decidí que valía la pena arriesgarse y, armado con mi cámara de fotos, ascendí en pos de ella.

Entre la rigidez de mi pierna, y lo despacio que subí para que el ruido no me delatara, cuando llegue arriba ya estaban dentro de su habitación. Pero Francisca, con las prisas, no se había asegurado de cerrar con llave la puerta; y, con paciencia y sigilo, logre abrir una pequeña rendija, por la cual pude ver, y fotografiar, lo que allí estaba pasando.

Pues mi nuera, por fortuna, había escogido arrodillarse sobre la alfombra, en vez de usar la cama; y como esta estaba situada a un lado de la misma, frente al armario, me era posible usar los espejos de sus puertas para fotografiar impunemente todo el acto.

En las primeras fotos solo captaba los frenéticos empujes del animal mientras la poseía gozoso, enlazando sus patas delanteras en la cintura de mi nuera. Pero en cuanto me acostumbre a enfocar en los espejos pude sacar unos planos casi perfectos del cuerpo desnudo de mi viciosa nuera.

Incluso en algunas fotos logre captar, con total nitidez, como sus enormes pechos golpeaban violentamente contra la alfombra, llevados por el continuo vaivén; y, en otras, logre reflejar su cara sudorosa, con los ojos entrecerrados, y la boca totalmente abierta en un continuo jadeo silencioso, cuya expresión de lujuria, y placer, merece mejores palabras de las que se pronunciar.

Solo cometí un grave error, y fue el de no llevar la cuenta de las fotos que saque.

Así, cuando el carrete termino, y se inicio el rebobinado automático, el ruido que produjo hizo que mi nuera abriera los ojos como platos, y me viera reflejado en el espejo.

No espere a que acabara el coito y me marche, lo mas aprisa que me permitió mi pierna fastidiada, a la casa de mi amigo, donde permanecí hasta que este me dio una copia del carrete, guardándose los negativos, ya bien entrada la noche.

La cena, a mi regreso, fue de lo mas incomoda, con un sinfín de miradas de reojo por las dos partes, aunque ambos permanecimos, como de costumbre, sin dirigirnos apenas la palabra.

Finalmente me pregunto, por lo bajo, si le iba a decir algo a mi hijo; y respiro, bastante aliviada, cuando le asegure que no.

Después me pidió las fotografías, y yo le dije que solo se las daría si se portaba bien conmigo.

Capítulo IV

Las enormes ojeras que lucía a la mañana siguiente me permitieron comprender que se había pasado bastantes horas pensando en lo que debía hacer; y su forzada sonrisa, la primera que le veía en muchos años, me declaraba vencedor absoluto del primer asalto.

Los primeros días me conformaba solo con pequeñas victorias, como que preparara las comidas que más me gustaban o que se trajera mis películas de vídeo favoritas; pero pronto decidí que no era suficiente pago por los negativos.

En realidad fueron las perversiones de la pequeña Julia las que me estimularon lo bastante como para atreverme a más con su madre.

Desde que el perro la había hecho alcanzar el orgasmo la chiquilla ya no se conformaba con sentir su lengua solo en los pechos; y, a la que podía, se quitaba las bragas, para repetir la experiencia.

Ahora solía bajar a darle el desayuno vestida solo con un corto batin, bajo el que no llevaba nada más. En cuanto Otelo acababa de comer, lo obligaba a entrar en la caseta y, arrodillada frente a la entrada, se lo habría de par en par.

Así este no dejaba ninguna prueba mientras saboreaba cómodamente las zonas mas sabrosas de su cuerpecito; y ella se podía aferrar al tejadito, para que las convulsiones que tenia cada vez que alcanzaba alguno de sus violentos orgasmos no la tiraran al suelo.

Yo, aunque disfrutaba horrores viendo lo bien que se lo pasaba la chiquilla, apenas podía sacar una o dos fotos en condiciones, dada su postura, por lo que decidí ver hasta donde llegaba la sumisión de mi nuera, mientras esperaba impaciente el regreso de mi otra nieta.

Así que, esa mañana, cuando la oí bajar las escaleras, dispuesta a marcharse de compras, la intercepte en el salón.

Llevaba puesto un precioso vestido blanco y rosa al que solo veía un inconveniente, que se le marcaba demasiado el sujetador.

Conseguí que se pusiera bastante colorada cuando se lo dije; pero, afortunadamente, se limitó a quedarse rígida cuando comencé a soltarle los botones, con ánimo de despojarse de lo que consideraba un estorbo.

Por supuesto que acaricie sus grandes globos, durante algunos minutos, con mucha delicadeza, mientras los liberaba de su incomodo encierro.

Admirando, ahora al natural, su espectacular firmeza y volumen; así como la extraordinaria sensibilidad de sus gruesos pezones de color canela, que enseguida se endurecieron bajo mis dedos.

Cuando, pesaroso, termine de abrochar su vestido veraniego fui el primero, de los muchos, que ese día pudo admirar lo deliciosamente que se transparentaban sus amplias aureolas oscuras en el fino tejido.

Cuando mi nuera regreso, algunas horas después, aun estaba mas colorada que cuando se fue, y la espectacular forma en que se le marcaban ahora sus dos endurecidos pitones en la tela no me dejaban otra opción que pensar que ella había disfrutado con la experiencia mucho más de lo que yo podía imaginar.

La mejor prueba de lo que digo esta en que no solo comió con nosotros vestida así, sino en que apenas terminó se marcho otra vez a la calle a continuar con sus compras, sin que tuviera que pedírselo esta vez.

Cuando por fin regresó, casi a la hora de la cena, yo la estaba esperando, desde hacia bastante rato, en la puerta de su cuarto, deseoso de volver a ver su espectacular cuerpo desnudo.

Por ello se que soy el único de la familia que sabe que aquella noche ella regreso con dos botones rotos en el vestido… y sin las bragas; pues se desvistió por completo, y en silencio, frente a mi.

Mientras lo hacía no me moleste siquiera en preguntarle quien, o quienes, eran los responsables de los espectaculares chupetones y mordiscos que empezaban a aflorar por toda la superficie de sus pálidos senos, ya que sabia que antes o después me lo terminaría por contar.

Francisca, que sabía tan bien como yo que mi viejo cañón, vencedor de innumerables batallas, llevaba ya bastantes años fuera de servicio, permitió que mis arrugadas manos exploraran a fondo todos los rincones de su cuerpo, sin hacerme ninguna objeción.

Así fue como averigüé que los cuernos de mi hijo eran ya un hecho indiscutible; pues no solo la humedad de su oscura gruta evidenciaba que había sido una tarde de lo mas divertida, sino que los abundantes restos de semen que apelmazaban su vello pubico, y que asomaban hasta por su entrada trasera, evidenciaban que el acto sexual había sido de lo mas completo, y reiterado.

No quise correr el riesgo de que alguno de mis familiares me sorprendiera en una situación tan sospechosa y comprometedora; así que me marché en seguida de su alcoba, lo mas sigilosamente que pude, dejando que ella se duchara a conciencia, rápidamente, para eliminar la mayor parte de las pruebas de lo sucedido.

Pero antes de irme aun tuve la desfachatez de ordenarle que se vistiera con un mínimo de ropa al día siguiente, cuando bajara a desayunar.

El desayuno del día siguiente fue memorable, pues el corto kimono de ducha que lucia aquella mañana era tan reducido que en cuanto realizaba cualquier gesto nos enseñaba, a su hija pequeña y a mi, como unos espectadores inocentes, alguna parte del cuerpo desnudo que había debajo.

En cuanto mi nietecita se fue al jardín a dar de comer al perro su comida, y su cuerpo, hice que Francisca se pusiera de pie a mi lado, para saborear su fresca almeja como postre.

Ella, totalmente colorada, permitió que le demostrara que sabe mas el diablo por viejo que por diablo, pues mi habilidosa lengua la llevo al borde del orgasmo con relativa facilidad.

Con toda la intención del mundo preferí detenerme antes de que alcanzara el clímax.

Pues, aunque sabia que la viciosa de mi nieta tardaría todavía algún tiempo en volver a entrar decidí dejar a mi nuera así, insatisfecha, con la esperanza de que sus andanzas de esa mañana fueran todavía mas libidinosas que las del día anterior.

El motivo no era otro que el tener esperando cerca de la puerta de la casa, desde hacia ya un rato, a mi amigo el fotógrafo, con quien había estado hablando la noche anterior por teléfono, largamente, de lo bien que se lo pasaría si la espiaba durante el día de hoy, compartiendo conmigo después sus descubrimientos.

Francisca, en cuanto le ordene que se pusiera un vestido sumamente fresquito para dar un paseo subió, todavía azorada, a su dormitorio; del que bajo, un rato después, lista para la acción.

Digo esto porque la camisa blanca de botones que llevaba no dejaba lugar a la imaginación, ya que se veían, con toda nitidez, sus magníficos pechos desnudos bajo la tela, con sus deliciosos pezones bien visibles.

Su minifalda, que apenas si le cubría medio muslo, era de esas de mil pliegues, lo que hacia augurar que en un día de ligero airecillo como el que teníamos, serian muchos los afortunados en constatar el ridículo tanga transparente que llevaba por toda ropa interior.

Mientras le alzaba la minifalda para constatar estos ultimos hechos supe, por la humedad delatora que empapaba sus braguitas, que su deseo seguía estando insatisfecho, como yo quería.

La expresión de felicidad que se le escapo a mi nietecita al saber que se iba a quedar sola toda la mañana me hizo suponer que, por fin, podría hacer unas fotos de calidad.

Por eso, en cuanto nos quedamos solos, le dije a Julia que no me encontraba del todo bien, y que me iba a volver a acostar hasta el mediodía; y que procurara por tanto jugar con su amiga en el jardín, para no alborotar dentro de la casa.

A la media hora ya estaban las dos junto a la caseta de Otelo, dispuestas a disfrutar como locas de su pasatiempo favorito.

Yo empece a sacar fotos en cuanto vi a la pelirroja desnudarse, presurosa, para poder ayudar después a mi picara nieta, mientras empezaba ya a acariciar, sin ningún pudor su delicioso cuerpecito; gastando, casi de seguida, el primero de la docena larga de carretes que utilice aquella mañana.

Fue la pequeña pelirroja la primera en tumbarse boca arriba sobre la hierba, abriendo sus piernas prácticamente del todo para mayor gloria de mi cámara, y provecho del animal; quien, sin dudarlo, empezó a disfrutar de su virginal ofrenda.

Otelo debía de haber mejorado mucho su técnica lingüística, pues la chica mas que saborear mordisqueaba ansiosa los suculentos senos que mi amable nietecita introducía, alternativamente, dentro de la insaciable boca de su amiga. Tanto se quejo Julia de los dolorosos mordisquitos que le propinaba la pelirroja que esta le suplico algo en voz baja.

Mi nieta, avergonzada, se negó una y otra vez a los requerimientos de su amiguita, hasta que los gemidos de esta alcanzaron tal intensidad que no tuvo mas remedio que acceder a sus caprichos antes de que estos alertaran a todo el vecindario.

La pelirroja quería, ni mas ni menos, que descubrir a que sabia aquello que tanto le gustaba a Otelo; y, en cuanto mi nieta se acomodo, arrodillándose sobre su cara, introdujo su lengua, ansiosa, en la intimidad de Julia.

Debía de hacerlo realmente bien, pues mi nietecita se tuvo que morder su propia mano para que no llegaran hasta mi habitación los fuertes suspiros que emitía cada vez que la otra lamía su inmaculada gruta.

No abandonaron esta posición hasta haber alcanzado un par de orgasmos cada una, momento en el cual, derrotadas sobre el césped, vieron, quizás por primera vez, el rosado dardo que asomaba, belicoso, en la entrepierna del perro.

Fue la picara pelirroja la que animo a mi nieta a que jugaran con tan curioso aparato, emitiendo jocosos cuchicheos al tiempo que lo toqueteaban. Otelo, rígido como una estatua, permitía que sus delicadas manitas explorarán su afilado estilete.

No pude ver bien cual de las dos libidinosas fue la primera que se lo llevó a los labios, pero pronto pude fotografiar como ambas se disputaban el dudoso placer de introducirse aquel largo miembro dentro de sus cálidas boquitas.

Fue a Julia a la que le correspondió el dudoso honor de ser la primera de mi familia en saborear el espeso esperma de Otelo, cuando este eyaculó, abundantemente, en el interior de su boquita; pues cuando la pequeña viciosa, asombrada, se aparto, ya la tenia llena de esencia.

Curiosamente debió de gustarle mucho su raro sabor; ya que, aparte de tragárselo todo, se relamió los labios en busca de lo que había desbordado por la comisura de sus labios, mientras aconsejaba a su asombrada amiga que no desaprovechase los últimos restos que aun manaban.

La pelirroja, atrevida como era, hizo caso de mi nieta, y lamió, ansiosa, su aparato, hasta convencerse de que estaba completamente limpio.

El resto de la mañana transcurrió de igual forma, dejando que Otelo lamiera de una y de otra hasta que sus flujos provocaban la erección del miembro, momento en el cual las dos lindas picaronas se abalanzaban sobre el animal, devolviéndole el favor, gustosamente, hasta que este eyaculaba de nuevo, dentro de la boquita de una de las dos; que absorbía, golosa, todo lo que manaba de su manguera.

A media mañana tenían a Otelo tan cansado que opto por retirarse, abandonando el incruento campo de batalla, y el jardín, mas satisfecho que nunca.

Las pequeñas, bastante agotadas por el momento, reposaron sobre el césped, totalmente desnudas, para mi cámara, hasta recuperar sus fuerzas. La pelirroja, viciosa como era, en cuanto se repuso lo suficiente se dedico a acariciar, y besar, el cuerpo de mi nieta.

Esta permaneció pasiva hasta que la boca de su amiga se adueño, de nuevo, de su cueva; entonces, y para no ser menos, ella hizo lo propio con la suya, realizando ambas un sesenta y nueve de antología.

Fue casi al mediodía cuando las dos fieras, ya completamente satisfechas, decidieron darse un baño en la piscina, para limpiar el sudor que perlaba sus cuerpecitos.

Mi nuera, que regreso, bastante acalorada, casi a la hora de comer, estaba tan agotada que apenas picoteo de su plato, marchándose directa a la cama apenas termino el frugal almuerzo.

Yo, que había alzado su minifalda, en un pequeño momento de intimidad, ya sabia que su pícaro tanga también había desaparecido en algún fogoso combate amoroso del que aun le quedaban bastantes restos de semen, rezumando incluso por sus dos dilatados orificios.

Así que aproveche que aquella tarde no le quedarían fuerzas para ir a ninguna parte y me fui a ver a mi amigo el fotógrafo, para entregarle todo el material nuevo, y para saber que había hecho ella esa mañana.

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