Voy a reescribirlo desde el principio, pero esta vez con **mucho más juego previo**, toqueteo, tensión y provocación antes de que Miguel me toque siquiera un pelo. Todo detallado, lento, sucio y caliente, hasta que explote.

Me llamo Flor y sé exactamente lo que hago cuando me pongo ese conjunto: un shortcito de jean blanco tan corto que la parte de abajo de mis cachetes se asoma con cada paso, y una camisola de tirantes rosa chicle, sin sostén, tan fina que los pezones se marcan como dos botoncitos duros. El albañil Miguel lleva tres semanas viniendo a casa. Cada día me aseguro de pasar por el patio cuando él está solo. Le llevo agüita fresca, me agacho “buscando algo” justo delante de él para que vea cómo el short se me mete entre las nalgas, me estiro para “colgar la ropa” y mis tetas se balancean pesadas bajo la tela.

Ese día decidí subir la apuesta.

Salí descalza, con el pelo suelto y húmedo, como si acabara de ducharme. Llevaba un vaso de limonada helada que goteaba por el calor. Miguel estaba subido a la escalera, martillando. Me paré justo debajo, mirándolo desde abajo para que viera el canal entre mis tetas.

—Ey, Miguel… te traje algo fresco —dije con voz melosa, levantando el vaso.

Él bajó la mirada y se quedó clavado. El short se me había subido tanto que se veía el inicio de mi rajita depilada, apenas tapada por la tela. Bajó un escalón, luego otro, sin decir nada. Tomó el vaso, pero no bebió. Lo dejó en el suelo y se quedó ahí, a centímetros de mí, oliendo a sudor de hombre y cemento.

—¿Siempre te vestís así cuando tu marido no está, Florcita? —preguntó con esa voz ronca que me erizó la piel.

Yo sonreí, mordiéndome el labio.

—¿Te molesta?

Di un pasito hacia él, tan cerca que mis tetas rozaron su pecho. Él respiró hondo. Sentí cómo su mirada bajaba a mis pezones que ya estaban duros como piedritas. Levanté una mano y, fingiendo acomodarme el pelo, dejé que la camisola se subiera un poquito más, mostrando la curva inferior de mis tetas.

Miguel tragó saliva. Vi el bulto crecer en sus pantalones de trabajo.

—Vas a hacer que me caiga de la escalera un día de estos —murmuró.

—Uy, no quiero eso… —susurré, y le puse una mano en el abdomen, justo arriba del cinturón. Sus abdominales se contrajeron bajo mis dedos—. ¿Te pongo nerviosa, Miguel?

Él soltó una risa baja.

—Más que nerviosa, me pones loco.

Ahí empezó el juego de verdad.

Me agarró la muñeca, pero no para apartarme: la apretó y la llevó despacito hasta su entrepierna. Sentí su polla dura como hierro debajo del pantalón. La apreté suavemente y él gruñó.

—¿Esto es por mí? —pregunté, haciendo circulitos con la palma.

—Desde el primer día que te vi meneando ese culo, sí.

Yo me acerqué más, hasta que mis labios casi rozaban los suyos. Le lamí el sudor del cuello, lento, desde la clavícula hasta la oreja.

—Entonces… ¿qué vas a hacer al respecto?

Él me empujó contra la pared, pero todavía sin besarme. Me levantó los brazos por encima de la cabeza con una sola mano y con la otra empezó a jugar con la camisola. La tela se subió centímetro a centímetro, dejando mis tetas al aire. Los pezones estaban tan duros que dolían. Miguel sopló sobre uno, luego sobre el otro, sin tocarlos. Yo me retorcí.

—¿Querés que te toque, Flor?

—SÍ… por favor…

—No tan rápido.

Bajó la cabeza y pasó la lengua por el borde de mi areola, sin llegar al pezón. Lo hizo una, dos, tres veces. Yo ya estaba empapada, apretando los muslos. Luego hizo lo mismo con la otra teta. Me tenía temblando.

Después bajó al short. Metió dos dedos por la cintura y los deslizó hacia adelante, rozando apenas el clítoris por encima de la tela. Yo gemí fuerte.

—Estás chorreando, puta —susurró contra mi oído—. ¿Tu marido sabe lo mojada que te ponés por un albañil?

Negué con la cabeza, mordiéndome el labio.

Él se arrodilló despacio. Me bajó el short hasta medio muslo, dejándome con las piernas atrapadas. Abrió mis labios con los pulgares y sopló aire caliente directo en mi clítoris. Yo grité. Luego pasó la lengua plana, una sola vez, de abajo hacia arriba, sin detenerse en el botoncito. Repitió. Y repitió. Cada vez más lento. Yo intentaba mover las caderas para que me chupara más fuerte, pero él me sujetaba.

—Quietita. Esto es por todas las veces que me dejaste con la polla dura mirando ese culo.

Me metió un dedo, solo la puntita, y lo sacó. Lo lamió mirándome a los ojos.

—Sabés a miel, Flor.

Se levantó y se desabrochó el cinturón. La polla saltó afuera, gruesa, venosa, con una gota de precum brillando. Me la puso en los labios.

—Primero vas a probarla vos.

Yo abrí la boca ansiosa. La lamí desde las bolas hasta la punta, saboreando lo salado. La metí hasta la garganta y él gruñó, agarrándome el pelo. Me folló la boca despacio, entrando y saliendo, mientras con la otra mano me pellizcaba un pezón.

Después me dio la vuelta, cara a la pared. Me separó las nalgas y escupió directo en mi ano. Empezó a hacer círculos con el pulgar, presionando, sin meterlo. Yo empujaba para atrás como loca.

—¿Querés que te folle el culo también, verdad?

—SÍ… por favor…

—Primero te voy a hacer rogar.

Me metió dos dedos en el coño de golpe, curvándolos, buscando ese punto que me hace ver estrellas. Los movía rápido mientras con el pulgar seguía jugando con mi ano. Yo ya estaba al borde del orgasmo, temblando entera.

Y justo cuando iba a correrme… se detuvo.

—Todavía no.

Me dio la vuelta otra vez, me levantó en brazos como si no pesara nada y me sentó en el borde de la mesa de trabajo. Abrió mis piernas al máximo. Tomó la limonada que había traído y derramó un chorrito helado directo sobre mi clítoris. Yo grité del shock. Luego bajó la boca y lamió todo, el limón mezclado con mis jugos.

Ahí ya no pude más. Le agarré la cabeza y lo empujé contra mi coño.

—Metémela, Miguel… por favor… no aguanto más…

Solo entonces, después de casi media hora de tortura deliciosa, me agarró por las caderas y me penetró de un solo empujón hasta el fondo.

Christian abrió la puerta del patio de un golpe que hizo temblar la madera.

El sol lo cegaba, pero vio todo de una: yo sentada en la mesa de trabajo, con las piernas abiertas, el short colgando de un tobillo, Miguel todavía dentro de mí, su polla brillando de mis jugos, mis tetas temblando con cada respiración agitada.

El silencio duró tres segundos. Tres segundos eternos.

Después explotó.

—¡LA CONCHA DE TU MADRE, FLOR! —rugió, dando un paso tan fuerte que el suelo pareció vibrar—. ¡EN MI CASA! ¡CON EL ALBAÑIL!

Miguel se salió de mí lentamente, sin prisa, como desafiándolo. Su polla todavía dura apuntaba al cielo, goteando.

Christian lo miró como si fuera a arrancarle la cabeza.

—¡Vos, hijo de puta, te mato! —gritó, avanzando.

Yo salté de la mesa, desnuda, con el coño palpitando y las piernas flojas.

—¡Christian, amor, espera! ¡Fue un juego, no quise…!

Él me agarró del brazo con tanta fuerza que me dolió.

—¿Un juego? ¿Esto te parece un juego? —me zarandeó—. ¡Te estabas dejando romper el coño como una cualquiera!

Y en ese momento, algo cambió en sus ojos.

La furia se mezcló con otra cosa.

Con deseo.

Con posesión salvaje.

Me empujó contra la pared, la misma donde Miguel me había torturado media hora antes.

Me levantó una pierna hasta su cintura y me metió dos dedos de golpe, hasta el fondo.

—¿Esto es lo que querías, no? ¿Sentirte llena? —gruñó mientras me follaba con los dedos—. ¿Que te usen como puta?

Yo gemí, sin poder evitarlo. Estaba tan sensible que casi me corro ahí mismo.

Miguel se acercó por detrás, todavía desnudo, su polla rozando mi culo.

—Jefe… si querés, seguimos los dos. Tu mujer ya está lista.

Christian lo miró por encima de mi hombro.

Pensé que iba a pegarle.

Pero en vez de eso… soltó una risa oscura.

—Vas a ver cómo se folla a MI mujer, hijo de puta.

Me levantó en brazos como si fuera una pluma y me llevó hasta el sillón viejo del patio.

Me sentó a horcajadas sobre él, de espaldas a su pecho.

Su polla salió disparada del pantalón: más gruesa que nunca, furiosa, venosa.

—Bajá despacito —me ordenó.

Obedecí. Me empalé en él centímetro a centímetro, sintiendo cómo me abría.

Cuando llegué hasta el fondo, Christian me agarró las tetas con fuerza, apretándolas hasta que gemí de dolor-placer.

—Mirá lo que provocaste, Miguel —dijo, abriendo mis nalgas con las manos—. Vení. Metésela por el culo. Ahora.

Miguel no se hizo rogar.

Escupió en su mano, lubricó su capullo y empujó.

Sentí la presión imposible.

Me resistí un segundo, pero Christian me sujetó las caderas.

—Relajate, amor. Respirá. Vas a tomar las dos pollas de tu vida.

Y entró.

Centímetro a centímetro, hasta que los sentí a los dos dentro, separados por una pared delgada, rozándose.

Grité. Lloré. Me corrí sin que me tocaran el clítoris, solo por la sensación de estar tan llena.

Empezaron a moverse.

Al principio despacio, coordinados: cuando Christian salía, Miguel entraba.

Luego más rápido, más salvaje.

Mis tetas rebotaban como locas, Christian las mordía, Miguel me agarraba el pelo y me obligaba a arquearme.

—¡Mirá cómo te gusta, puta! —gritaba Christian, cada vez más perdido—. ¡Decile que te encanta tener dos pollas!

—¡Me encanta! ¡Me están rompiendo, por favor no paren!

Cambiamos de posición sin sacármelas nunca.

1. **Christian sentado en el sillón, yo encima de él en reverse cowgirl anal**

Miguel de pie frente a mí, metiéndome la polla en el coño hasta el fondo.

Doble penetración vertical.

Mis pies no tocaban el suelo.

Cada embestida me levantaba y me dejaba caer, como si fuera un juguete.

2. **Me pusieron boca arriba en la mesa de trabajo**

Christian me follaba el coño en misionero, con las piernas sobre sus hombros.

Miguel se subió encima, me metió la polla en la boca y me follaba la garganta mientras Christian me abría más con cada estocada.

Luego intercambiaron: Miguel en el coño, Christian en la boca, hasta que me ahogué en babas y jugos.

3. **La carretilla infernal**

Miguel me levantó por las caderas, yo apoyada en las manos como en una carretilla.

Él me follaba el culo desde atrás.

Christian debajo, lamiéndome el clítoris y metiéndome tres dedos en el coño mientras yo gritaba como loca.

4. **El sándwich en el suelo**

Christian boca arriba, yo encima en cowgirl anal.

Miguel se acostó encima de mí, aplastándome contra Christian, y me metió la polla en el coño.

Los tres sudados, pegajosos, respirando como animales.

Sentía sus bolas chocando entre sí, sus pollas rozándose dentro de mí.

5. **La última antes del final**

Me pusieron de rodillas en el césped.

Christian detrás, follándome el culo a cuatro patas.

Miguel delante, metiéndome la polla hasta la garganta.

Cada vez que Christian empujaba, yo tragaba más a Miguel.

Era una máquina perfecta de sexo.

Cuando ya no pudieron más:

Christian salió del culo y me dio la vuelta.

Miguel se paró a mi lado.

Los dos se pajeaban furiosamente frente a mi cara.

—Abre la boca y sacá la lengua —ordenó Christian, con la voz rota.

Obedecí.

Miguel se corrió primero: chorros largos y calientes que cayeron directos en mi lengua, en mis mejillas, en mis tetas.

Christian rugió y apuntó al centro de mi boca abierta: llenó hasta que se desbordó, el semen corriéndole por la barbilla hasta el cuello.

No terminaron ahí.

Christian me agarró del pelo y me obligó a mirar a Miguel.

—Limpiále la polla a él primero.

Yo lamí cada gota de Miguel, chupando la punta hasta que tembló.

Luego a Christian, tragando lo que quedaba, hasta dejarlas brillando.

Lo último:

Christian untó su semen de mis tetas y me lo metió en la boca con los dedos.

Miguel hizo lo mismo con el que tenía en la cara.

—Tragá todo, amor —susurró Christian, ya sin enojo, solo posesión—. Esto es lo que pasa cuando provocás.

Y me besó, saboreando su propio semen en mi lengua.

Me quedé tirada en el césped, temblando, con el cuerpo marcado, el culo y el coño palpitando, la cara y las tetas pegajosas.

Y supe que esto…

esto recién empezaba.