Unos cristales rotos disparan recuerdos de una tarde de hotel.
He de reconocer que esta última opción no me pareció del todo descabellada pero en seguida desistí pensando que los camareros exigirían el pago íntegro de lo que había consumido y cada pasada de mi lengua podría valer millones (más incluso si me llevaba algún tropezón, cosa que no sería difícil).