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El final de la partida III

El final de la partida III

El primer latigazo me sumió en la más absoluta de las zozobras.

Las tiras de cuero arañaron mis nalgas y se enredaron en mi pierna derecha.

Sentí un escozor profundo, en la piel y en el alma.

Un fuego me invadió las entrañas.

Mi espalda se curvó y mi cabeza se desplomó hacia atrás.

Quise gritar con todas mis fuerzas pero la mordaza me lo impidió. Solo fui capaz de emitir un leve gemido, casi un gruñido.

Mis dientes se apretaron contra la bola que atenazaba mi boca. Se me inundaron los ojos de unas lágrimas incontenibles.

Me sentía rota. Sin tiempo a pensar, el látigo silbaba, rompía el silencio y el aire y estallaba contra mis nalgas, una y otra vez.

Mi cuerpo entero se convulsionaba de dolor.

Me agarré con todas mis fuerzas a las cadenas, tensando mis músculos, como si quisiera poner una muralla de piedra contra los golpes.

Me contorsionaba, intentaba girarme, en un frenético movimiento, para evitar el golpe sobre el golpe anterior.

El látigo mordió mi pubis y mis muslos, mi cintura quebrada en un escorzo imposible. Y mis gritos se ahogaban en mi propia impotencia para gritar.

Me ardía el sudor y me faltaba el aire. Agaché la cabeza y caí en un abismo de tristeza al ver los surcos rojizos del látigo en mi piel marcada. Un nuevo golpe me borró la visión.

Me sentí desvanecer. Las piernas me temblaban y las rodillas se me aflojaron. Como una muñeca de trapo, como la marioneta de los titiriteros.

Mónica detuvo los golpes a la voz imperativa de Jaime. Temblando, recobré la estabilidad. Mis sollozos parecían los de un cachorro en la noche, perdido e indefenso.

Jaime ordenó a Mónica que se pusiera delante mía. La contemplé con los ojos velados por las lágrimas.

Desnuda, sudorosa, su pelo rizado pegado en la frente, sus ojos brillantes, como dos perlas verdes que me cegaban, sus pezones erectos, altivos, provocadores.

La hermosa verdugo de mi flagelación. En su mano derecha, el látigo.

Empecé a contar las tiras de cuero que tenía. Ocho, nueve… Perdía la cuenta cada vez. Volví a mirar a Mónica a los ojos.

Ella jadeaba, intentando recobrar el aliento tras el esfuerzo. Jaime se colocó a su lado y le ordenó que descansara junto a Luis.

Se acercó a mi. Su sonrisa me heló el alma. ¿Cómo podía sonreírme?. Me estaba haciendo daño y me sonreía. Sus manos acariciaron mis nalgas doloridas.

Delicadamente, trazó la senda de mis marcas con la yema de sus dedos.

Recorrió con su lengua el surco de mis lágrimas hasta el nacimiento de mis ojos. Me sentí extrañamente reconfortada.

– Mi putita Marta – me susurró al oído, con voz cálida y suave.

Sus manos acariciaron mi cuello y mi nuca. Buscaron el cierre de la mordaza para quitármela. Liberada mi boca, una bocanada de aire limpio se introdujo por mi garganta.

Respiré profundamente, cuantas veces pude, hasta que los labios de Jaime sellaron los míos.

Mis labios resecos se inundaron con la humedad de sus labios. Y me puse a llorar desconsoladamente.

– Puedo ver en tus ojos la súplica y la incomprensión – me dijo, apartándose de mi. – No entiendes qué está pasando, ¿verdad Marta?.

Yo no fui capaz de responderle. Quería hablarle pero me era imposible articular palabra alguna. El adivinaba mis pensamientos. Súplica e incomprensión. Mis ojos delataban mi angustia.

Con mi mirada le pedía que me soltara, que acabara ya definitivamente aquella partida. Mi mente se bloqueaba en la mayor de las incomprensiones. Estaba siendo torturada por mis mejores amigos.

Aquellos amigos, con los que había compartido tantos momentos, tantas vivencias, tanta amistad, me llamaban puta, sin miramientos. Mi querido Jaime era un loco sádico, un lobo con piel de cordero.

¿Cómo lo iba a entender?. Era el mismo Jaime que componía las canciones más hermosas, en aquella misma habitación.

Mi querida Mónica se sometía a sus caprichos sin vacilaciones, hasta el punto de azotar enloquecidamente a su mejor amiga.

Ella que tanto sabía de mí, que tantas veces fue mi consuelo y yo el suyo. Mi querido Luis, inmutable al fondo de la habitación, desnudo, mirando para el suelo. No podía entenderlo. No quería entenderlo.

– Hay cosas que no tienen explicación, Martita. La vida, la muerte, la locura, el destino. No intentes buscarle explicación a las cosas. Acéptalas sin más. Para entender tu tortura deberías preguntarte primero por qué te desnudaste, por qué te amarraste, por qué seguiste en el juego. No tiene explicación, ¿verdad?.

Jaime fue hasta la puerta y la cerró. Me sentí prisionera, encarcelada entre aquellas cuatro paredes. Recordé que aquella habitación estaba insonorizada. Hasta ese momento, la puerta había permanecido abierta.

Ahora, no. Fuera de la habitación no se oiría nada.

Yo misma lo había comprobado muchas veces. La música, a todo volumen, no se oía en el pasillo cuando la puerta estaba cerrada.

El miedo me paralizó. Ya no tenía mordaza que acallara mi voz, pero no pude gritar. Jaime tomó el látigo de la mano de Mónica y se lo dio a Luis. “Tu turno”, le dijo.

Gritar mitigaba el dolor. Luis era mucho más fuerte que Mónica y el látigo se clavaba en mi piel como un mordisco. Durante milésimas de segundo, podía escuchar el vuelo sibilante del flagelo.

El chasquido contra mi espalda erizaba el cabello de mi nuca y cortaba mi respiración, solo recuperada con el grito. Luis evitó golpear mis castigadas nalgas, empeñándose en azotar cada milímetro de mi espalda.

El látigo se enredaba en mi cintura, arañando mi vientre; en mi pecho, como serpientes de cuero lanzando sus mordeduras.

Me enloquecían cada golpe y mis propios gritos. Mi cuerpo convulsionado, deshecho, no se acostumbraba al punzante dolor que se iba y volvía, hiriendo mi ser entero.

Comencé a suplicar, balbuceando, tartamudeando. Imploraba el fin del castigo. La única respuesta era un nuevo mazazo sobre mi carne.

Aullé hasta enronquecer cuando una de las tiras del látigo alcanzó de pleno a uno de mis pezones. Me quedé sin lágrimas, sin fuerzas para resistir.

Vencida y humillada, rogaba a Jaime detuviese aquella tortura. “¡Basta Luis!”, retumbó la voz de Jaime en mis entrañas. Y Luis se detuvo.

No podría precisar cuánto tiempo transcurrió.

Quizá fueran unos minutos tan solo.

Sin embargo, me pareció toda una eternidad. Una eternidad de silencio me hizo creer que todo se había detenido a mi alrededor. Las sienes me palpitaban con fuerza, como si el corazón se me hubiera subido a la cabeza.

Respiraba por la boca, a intervalos muy cortos, sin tiempo a saborear el escaso aire que atrapaba.

El sudor me helaba la piel quemada por los latigazos. Sentía que los brazos se me desplomaban, aún cuando mis manos estuvieran sujetas por las cadenas. Tenía el pelo pegado a la frente, a las mejillas.

Y sin embargo, un halo de rebeldía me surgía de no sé donde. Comencé a respirar hondamente por la nariz, a fin de recuperar el pulso.

Y miré desafiante a Jaime, casi con desprecio. El sonrió. Burlonamente. Y le indicó a Mónica que se acercara hasta mí.

Mónica obedeció. Con paso lento y sensual se fue acercando.

Cuando estuvo a menos de un centímetro de mí, se arrodilló. Me besó el vientre y la cintura. Pasó sus manos entre mis piernas para agarrar mis nalgas. Y, con lujurioso frenesí, comenzó a lamer mi sexo. No hubo rechazo por mi parte.

Sus labios se abrían y cerraban en los pliegues carnosos de mi coño. Su lengua dibujaba círculos de saliva en lo más profundo de mi intimidad.

Con sus manos, separaba mis nalgas, las apretaba, las acariciaba suavemente.

Su boca descubrió los húmedos rincones del deseo, mientras mi respiración se agitaba nuevamente. Fue creciendo el placer, manando a borbotones, inundándome toda. Los dedos de Mónica se convirtieron en eficaces instrumentos de placer.

Entraban y salían de mi coño con acompasado y delirante ritmo. Su lengua se recreaba en el henchido botón de mi clítoris.

Un golpe certero en mi espalda transformó mis cortos gemidos en el hiriente grito del dolor.

Sacudieron mi cuerpo los latigazos dolorosos de Luis y los placenteros de Mónica. “Voy a reventarte de dolor y de placer, Marta”.

Aquella frase de Jaime retumbaba en mi cabeza.

“Voy a reventarte de dolor y de placer”.

Cerré los ojos.

Y el placer y el dolor se mezclaron, a partes iguales, recorriendo mis venas, explotando en mi piel, agitándome el alma.

Estallando en el más sublime de los orgasmos.

Un orgasmo que me hizo gritar, que me hizo sentir ser lo que Jaime y Mónica me habían llamado repetidas veces aquella noche: una puta.

Una puta esclava de mi propio deseo.

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