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Anita, la amiguita II

Anita, la amiguita II

Pasaron algunas semanas desde aquel momento, pero Anita seguía yendo a casa como si nada pasara.

Yo pensé que talvez todo había sido un sueño, una misteriosa fantasía sin sentido o cierta voluntad secreta que estaba más allá de mi ser.

Unos dos meses después nos mudamos de casa con Paula.

Sebastián, mi hijo, ya tenía seis meses y era un muchachito precioso y rechoncho, cuando Anita vino a decirnos que se había peleado terminalmente con sus padres: la relación con el mundo bohemio, intelectual y artístico había roto sus vínculos básicos con el mundo anterior.

No tenía a dónde ir, estaba sola, abrumada por la fuerza de las circunstancias, a sus 20 añitos.

Entonces, como habíamos cambiado del viejo departamento a otro más amplio, Anita vino a vivir con nosotros. Pero la mojigatería quiteña seguía siendo determinante.

Nunca hablamos de lo que había pasado, y jamás (en más de ocho meses) elaboramos ni establecimos nada que tenga que ver con la corriente de atracción sexual que había entre los tres (o los dos, cada cual por su lado, quién sabe).

Hasta que un día sucedió lo que debía pasar, de manera inconsulta y extraña.

Yo estaba con mi mejor amigo, Xavier, y otro gran amigo gringo, Michael, tomándonos un whiskey en mi residencia. Paula se había ido con Sebastián a la casa de su madre, y esa noche no iba a venir, así que el escenario era libre.

A la altura de la segunda botella, voy a mi cuarto, donde se encontraba la televisión, y encuentro a Anita masturbándose, toda ella con las piernas abiertas y tocándose la bella y jugosa conchita sobre la braga que llevaba puesta. ¿Qué hace un caballero en semejantes condiciones?.

Pues acolitar a la Dama, según dijo mi hermanito menor, y procedí a presentárselo inmediatamente: efectivamente, me saqué la verga del pantalón, y se la dí a chupar, mientras mis amigos me pedían, a gritos, que regrese, desde la sala.

Entonces Anita se asusta, cierra las piernas, me deja cagado, y sale corriendo del departamento. Hacia las 9 de la noche se fueron mis amigos, y yo me preguntaba si había hecho lo correcto, si no me había excedido con la Anita, aunque recordaba los hechos anteriores.

Sin embargo, también tenía muy claro que la muy bruja se paseaba todas las mañanas frente a mí casi en pelotas, perfectamente podía recordar cómo se ponía.

A contraluz de la ventana, sin interiores, y me seducía con las transparencias, que evidenciaban su raja jugosa, su culo parado, sus tetas firmes, pero sin embargo, me encontraba preocupado y asustado.

Cuando a eso de las tres de la mañana llegó la Anita, yo fui con ánimo de disculpa, a decirle que fresca, que todo había sido un incidente sin mayor gravedad ni consecuencias, y que lo sentía mucho.

Entonces ella, de improviso, se levantó, me empujó sobre la cama (yo estaba solo con el pantalón de pijama) y se sacó el camisón de dormir, me bajó violentamente el pantalón, mientras mi verga empezaba a erectarse hasta el dolor casi.

Anita inmediatamente se puso a chuparme el pene con cierta violencia y fuerza, propias de una principiante, que me tenían entre el éxtasis y el dolor.

Paseaba su lengua a lo largo del miembro, se lo introducía entero, hasta los huevos, en una mamada digna de Linda Lovelace en Garganta Profunda; luego se lo sacaba y lamía el borde inferior del glande con unción, mientras me miraba la cara con sus ojos enturbiados y perversos.

Así pasamos como veinte minutos, entonces yo ya no aguantaba más, y ella me dijo

-Dámela, papi, dámela toda, quiero tu semen, tu leche…mientras volvía a meter mi verga en su boca.

Yo veía estrellas: la arrechera era tal que mis huevos se tensaban, al borde de descargar un torrente casi infinito de leche. La muy perrita comenzó a toquetearme con la punta de los dedos en la parte posterior de los testículos, mientras con la otra intentaba meterse dos dedos en la concha, y se frotaba con sus tersas tetas contra mis piernas.

Entonces decidió que yo también me merecía sus líquidos, se dio la vuelta y colocó la ardiente papaya sobre mi cara.

Corrían entre sus piernas una cantidad tal de flujos que parecía que se había orinado, salvo su color blanquecino y su olor inconfundible.

Talvez sería porque aún era virgen (eso lo supe inmediatamente) que olía muy suave, aunque intenso.

Extraño, ya que olía a hembra en celo, pero sin la fuerza de otras mujeres. Inmediatamente estiré la lengua y empecé a lamer primero la zona interna de los muslos, luego la parte que se sitúa entre la vagina y el ano, mientras ella me la chupaba desesperadamente.

Me demoré deliberadamente en estos preparativos, mientras le retorcía las tetas con mi mano libre, le estiraba los pezones y ella sollozaba de placer, sin parar de chupármela.

Cuando por fin mi lengua hizo contacto con su clítoris, la tensión acumulada en Anita reventó explosivamente: nunca pensé que una mujer pudiese acabar de esa manera.

Corcoveaba como yegua salvaje, aplastaba su vulva contra mi cara, gemía y se retorcía de manera salvaje, posesa. En una de esas, la punta de mi nariz se introdujo de improviso en su sexo, y ella explotó nuevamente. ¡La chica era multiorgásmica¡.

A todo esto, yo también empecé a correrme en su boca, pero Anita se la sacó, y mientras me masturbaba con furia, dirigía los chorros a su cara y sus senos, llenándolos de semen, mientras gemía a gritos. Cayó desmadejada junto a mi, e inmediatamente me dijo

– Quiero sentirte dentro de mí, quiero que me la metas, que me perfores, que me culees sin compasión, ¡ahora, ya, en este momento¡

Yo por supuesto no me hice de rogar. A pesar del espléndido orgasmo que había tenido, verle ahí, aún desmadejada y temblando con los rezagos de las últimas convulsiones orgásmicas, toda ella bañada en semen, que se relamía en su cara, y con la mirada extraviada de placer, impidió que mi hermanito menor bajara la guardia.

Todo lo contrario, como si fuera adolescente, quería más batalla, y nada mejor que lo que se nos ofrecía.

Con las piernas abiertas, echada de espaldas, Anita empezó a moverse sola, vacilando su propia fantasía, antes aún de que la penetrara.

Entonces me levanté y me puse sobre ella. Le empecé a pasar la lengua sobre la comisura de sus labios, y probé mi propio semen.

Ella ya comenzaba nuevamente a delirar, lamentándose quedamente y casi llorando del placer. Con una mano la tomaba de la nuca, mientras saboreaba su hermosa lengua que tanto placer me había dispensado; con la otra acariciaba sus labios vulvares y los abría poco a poco, hasta topar con su erecto clítoris, para luego deslizarme hacia abajo, a la puerta de su paraíso acuoso y apretado.

Introduje un dedo, y topé con una resistencia. Me sorprendí, porque no suponía que fuera virgen, pero, gracias a la Diosa Fortuna, así era. Ella no me dijo nada, solamente agarró mi verga y la puso en la entrada de su vagina caliente, húmeda y apretada.

Yo estaba a mil, pero decidí hacerle gozar hasta la extenuación, así que solamente le pasaba la cabeza de mi verga en la entrada, para luego abrirla de piernas y frotar su clítoris con mi glande, luego regresar a su vagina hambrienta, apenas empujar un poquito, introduciendo la punta de la cabeza, mientras sentía cómo casacadas de líquidos vaginales la lubricaban aún más.

-¡Hazme, hazme¡, gritaba casi histérica, pero yo no estaba dispuesto a tomarla sin antes hacerla gozar a mi gusto, sin antes demostrarle quien era el que definía los ritmos de su aprendizaje.

-Vamos Anita, aprende a ser paciente, mi amor, ya vas a ver lo rico que es esto.

Pero ella movía instintivamente sus caderas de un lado a otro, arriba abajo, circularmente. Su inundada vulva reclamaba urgentemente los servicios de mi verga, y en una de esas, casi sin sentirlo, mi pene se deslizó hasta un poco más allá del glande.

Yo tampoco podía aguantar mucho más, así que le agarré del culo y empujé con violencia, sin ninguna compasión, hasta que mis huevos chocaron con su entrepierna.

Anita gritó un poquito, pero inmediatamente los jadeos y el movimiento perverso de su cadera empezaron a acompasarse con mis propios movimientos, primero lentos, luego crecientemente rápidos.

Parecía que siempre había culeado, y sus jugos se regaban en torno a mi falo, sus músculos vaginales se contraían en espasmos mientras ella me arañaba la espalda.

En aquel momento me importaba un comino, pero las señales que iban a quedar serían perfectamente descifrables para Paula, quien regresaba al siguiente día de donde sus padres. Anita me agarró y se colgó de mi cuello, mientras acababa como una loca. Yo quería más.

-Ponte sobre las rodillas, muéstrame el culo, cosita rica, le dije. Ella inmediatamente me obedeció y se puso sobre la cama, apoyada en rodillas y codos. Yo permanecía de pie, aprovechando que la altura calzaba perfectamente.

-Abre más las piernas, déjame metértela como a perrita.

-¡Sí, sí, métemela hasta el fondo, de nuevo, acaba dentro de mí¡

-Prepárate, hembrita viciosa, que ahí voy…

Mi verga estaba totalmente enhiesta, sus 18 centímetros exigían ser tragados por aquella deliciosa cueva, y entonces se la metí de una sola viada.

Nada mas hermoso que ver su culo fusionándose con la raíz de mi pene, y empecé el mete y saca, esta vez manteniendo como único contacto corporal el establecido entre nuestros sexos desesperados.

Comencé a moverme como loco durante varios minutos.

Anita alcanzó otros dos o tres orgasmos, antes de que yo eyacule nuevamente una portentosa cantidad de semen, entre jadeos, gemidos, gritos y sudores.

Esa habitación olía a sexo de una manera impresionante, creo que todo el edificio debe haberse despertado con esos efluvios.

Agotado, caí sobre Anita sin salir de su húmeda cueva. Ella se durmió inmediatamente, ensartada, mientras yo pensaba en las consecuencias de lo sucedido. El sexo con Paula hacía mucho tiempo no era tan intenso, divertido, posesivo, salvaje.

Anita era un aire refrescante. Por otra parte, cómo iba a justificar los arañazos, moretones y mordiscos evidentes. Decidí entonces tomar el toro por los cuernos, Suerte o Muerte, me dije, y empecé a preparar un plan para el día siguiente.

Así, quedamos profundamente dormidos, yo me desperté a la mañana temprano, porque debía ir a una reunión de trabajo. Anita seguía profundamente dormida.

En la tarde llamé a mis contactos y conseguí un poco de hachís, algo de chocolate para amenizar la reunión que había maquinado esa noche. Fui a la licorería y compré una botella.

Me sentía bien preparado y seguro de lo que hacía, así que terminé el día de trabajo de muy buen humor y decidido a terminar con una bacanal la velada que había programado.

Regresé a la noche, y cuando llegué, Paula ya estaba en casa, conversando animadamente con Anita. Entonces, saqué la botella de whiskey que había traído, sabiendo cómo le gustaba a Paula, un Glenfiddich de 15 años.

-Hola mi amor, le dije, y le saludé con un beso de lengua hasta la garganta. Paula se quedó de una pieza, hacía tiempo que no era tan apasionado.

-¿Qué te pasa?, me preguntó

-Nada, mi reina, es que este día me siento algo…especial, espérate, voy a bañarme, le dije. Inmediatamente saludé a Anita, quien me miró con una cara de ¡dáme verga¡ absolutamente evidente, pero aún no era hora de eso.

Fui al baño, y como ya era tarde, me puse la pijama. Al regresar a la sala, Paula dijo que también quería ducharse, aprovechando que el niño estaba dormido y en paz. Nos quedamos a solas con Anita.

-Te he pensado todo el día, me duele aquí, por eso no pude olvidarte un momento, me dijo, mientras se abría de piernas y se señalaba la vagina.

-Yo también te he pensado, pero tranquila, ya tendremos tiempo de hablar extensivamente, le respondí.

En ese momento se me acercó y sorpresivamente me agarró la verga encima del pantalón de pijama, acariciándola con fuerza

-Esto es lo que quiero yo, me replicó, no quiero hablar, sino polvear. Entonces, como el día anterior, me bajó la pijama y se arrodilló frente a mi, mientras me pasaba su perversa lengüita por el hueco de mear.

Mi hermanito menor instantáneamente adoptó la posición de firmes, pero en aquel momento oímos que la ducha se cerraba e intentamos recuperar la compostura.

Paula salió con una bata sobre el camisón de dormir, y empezó a preparar la cena. Entretanto Anita también decidió ducharse. Mientras Paula se encontraba en la cocina, me le acerqué por atrás y comencé a acariciarle lentamente el culo bajo la bata

-¡Que te sucede¡ ¡estás loco¡ me decía entre risa y risa, porque ya se notaba que se estaba excitando. Puse mi verga pegada a su culo y le dije

-Esta noche no te libras, mamita.

Seguro que no, me dijo, se dio la vuelta y me plantó un beso de esos de película porno, mientras yo hurgaba bajo su bata, ella se abría y me dejaba explorar su peluda concha. En ese momento Anita salió del baño y se acercó, por lo que Paula se cortó un poco, pero seguimos conversando los tres muy animadamente. Anita aún estaba con su falda amplia y una blusa suelta.

Cenamos como muy buenos amigos que somos, pero mientras Paula iba a la cocina a servir los platos, con un pie exploraba la entrepierna de Anita, la cual se dejaba hacer de muy buen grado. Uno de esos ratos, le metí el dedo gordo del pie en su vagina.

La chica estaba realmente húmeda, apretada y caliente. Cuando regresó Paula hice lo mismo, hecho el que nada pasa, con ella.

Me miró algo asustada y mohina, pero casi inmediatamente empezó a abrir sus piernas también, mientras hablábamos de política y las elecciones entre los tres. Era una situación de lo más misteriosa y deliciosa, para mí.

Ellas también se iban calentando, y fue entonces que propuse que nos abramos el whiskey, cosa que se hizo a continuación.

Nos servimos tres tragos triples, necesarios dada la calentura que reinaba en el ambiente, y nos los bebimos de una. Inmediatamente saqué los porros, y nos los fumamos. Un segundo trago de los mismos siguió al primer, y luego un tercero al segundo. Para entonces ya estábamos bastante colocados, plutigrifos, como decimos en Quito.

El momento de lavar los trastos, nos dirigimos los tres a la cocina. Anita se sentó en una silla, mientras Paula y yo lavábamos los platos entre broma y broma, agarrándonos de manera cada vez más evidente.

Las inhibiciones habían desaparecido, así que le di un beso de lengua a Paula, mientras le acariciaba las tetitas por encima de la bata. Inmediatamente Paula comenzó a jadear y a temblar, lo que aproveché para abrirle la bata y despojarla de ella.

Anita no podía creer lo que estaba pasando. Se pasaba la lengua por los labios, caliente como un horno, y abría y cerraba sus piernas convulsivamente.

No fue necesario decir nada. Nos acercamos con Paula hacia Anita, y tomamos cada uno un extremo de la de su blusa, y se la sacamos.

Quedó con las tetas al descubierto mientras nosotros nos manoseábamos en frente de ella. Mi verga estaba a mil, paradota, y a pocos centímetros de la cara de Anita, quien no pudo resistir más y estiró su manita para tocármela.

Paula hacía lo mismo al mismo tiempo, y cuando sentí las dos manos acariciándome los huevos y la verga estuve seguro de que mi plan se había cumplido a la perfección.

Entonces Anita tomó mi pene y comenzó a chuparlo, mientras yo besaba las tetas de Paula y tenía tres dedos metidos en su cálida cueva. En aquel momento Paula puso orden y dijo con voz ronca:

-Vamos a la sala, ahí hay bastante espacio…

– Si, vamos, dije yo, mientras Anita asentía con la cabeza, ya que no podía hablar por el trozo que tenía metido en su boca. Soltó mi pene, se paró y primero la besé yo, mi verga pasó entonces a la boca de Paula, quien empezó a tocarle el culo a Anita con su mano libre. Anita gemía entrecortadamente, cada vez mas excitada.

Entonces pasamos a la sala de la casa, a un sofá muy grande que nos habían regalado por el matrimonio. Ahí nos sentamos, yo al centro, Anita a mi izquierda, Paula a mi derecha.

Empezamos nuevamente a besarnos y tocarnos.

Ocasionalmente las lenguas de las dos hembras se encontraban en mi boca y poco a poco empezaron a besarse y manosearse con mayor intensidad entre ellas.

Yo asistía agradecido al espectáculo que me había deparado el destino, con un poco de ayuda de mi parte, por supuesto.

Continuará…

Continúa la serie << Anita, la amiguita I Anita, la amiguita III >>

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