La dama de negro
En esta ocasión les contaré lo que me sucedió una calurosa mañana, cuando realizaba un viaje al norte del país.
Llegué a la estación sur de Madrid, creyendo que el autobús en el que viajaría, saldría en media hora, por lo que tenía tiempo suficiente, para recoger el billete y desayunar tranquilamente.
Sin embargo, las cosas no suceden según lo que uno cree, y resultó que la señorita de la agencia de viajes con la que contraté el viaje (recordaré la agencia, para no volver a contratar ningún viaje), se había equivocado y el autobús en cuestión partiría mucho más tarde de lo esperado.
Me acerqué a la ventanilla de la compañía (no diré cual es, pero los asturianos tendrán de que acordarse) y en ella se encontraba una señorita muy bella que fue la que me atendió.
Castaña, de pelo liso, como de 1,75 m., delgada y con una, muy, agradable sonrisa. ¡Después de todo, el día parecía que podía mejorar! Le expliqué todo el problema y muy amablemente me lo resolvió todo.
¡Lástima que estuviera trabajando!, si no, la hubiera invitado a tomar algo, y bueno, ¿Quién sabe si ese primer encuentro no traería nada más en un futuro….?
Bueno, volvamos a la historia.
Después de recoger el billete, me dirigí a la cafetería a tomar un café, sólo y muy cargadito, (ya que la noche anterior, en el hotel, había sido muy movidita), para despejarme y tomar fuerzas para el largo viaje que me esperaba.
Estaba en esta labor, cuando una mujer, de unos 45 años, morena, y de muy buen ver, se acercó a mi lado y pidió un cacao y un cruasán.
Me giré a mirarla, y me concentré en su cara (iba ligeramente maquillada), en sus pechos (pequeños pero firmes), en sus caderas (estrecha, pero a la vez con lo justo para poder agarrarse) y finalmente bajé mi mirada recorriendo sus piernas.
¡La verdad es que no estaba nada mal!
La señora, tal vez, un poco ofendida por la lujuriosa forma de mirarla, pero a la vez agradecida por el cumplido que le estaba dispensando, me sonrió y casi en un susurro, me dijo: «Tal vez la próxima vez, cuando venga con más tiempo».
La sonreí y repliqué: «¡Si, la próxima vez…!».
Acabé mi café y me fuí caminando por la estación, pensando en que increíbles son las mujeres.
Después de estar durante dos horas, sentado, leyendo el periódico, viendo pasar a las turistas (algunas parecen como la leche, de tan blancas como se encuentran, pero a la vez, tan exuberantes cuando salen de sus países -parece que el tiempo que van a pasar en España, tienen que aprovecharlo, en todos sus segundos, y ponerse morenas, bajo el radiante sol de nuestra tierra-), pues bien, después de estar así, me dirigí al andén desde dónde partiría hasta mi destino.
Allí se encontraban unas 12 personas; supuse, que por la hora y el día de la semana, la gente no se había decidido a viajar y que el autobús iría casi vacío.
Me senté en mi asiento, el 13 (¿mala suerte? ¡ya veríamos!), y esperé a que todo el mundo hubiera subido.
Como observé que no iba a subir nadie más, me dirigí al fondo del autobús (para estar más cómodo y a la vez para relajarme un poquito…..)
No sé que me había pasado, pero la verdad es que nada más subir, me debí quedar dormido. Desperté una hora después de haber salido y me sorprendí al encontrarme a una señora, en el asiento delantero.
Estaba sudando. A pesar del aire acondicionado del autobús, el calor en el interior era sofocante, casi aplastante.
Comencé a mirar por la ventanilla y perdí la mirada en el paisaje, con campos verdes, en los sembrados recientes, amarillo ocre, en el trigo y el centeno que ya en breves fechas estarían a punto para su recolección.
Las montañas, plagadas de pinos (¿por qué no plantarán otros árboles que den un paisaje más bonito? Toros bravos que pastaban a sus anchas en las enormes fincas (seguramente con un único propietario)… así seguí durante un rato, hasta que me cansé.
Comencé a mirar al resto de viajeros. Nadie había cambiado de asiento salvo la mujer que estaba delante de mí, sin embargo, por el calor se veían los abanicos haciendo su labor en las mujeres.
Una madre estaba calmando a su hijo, que estaba ya inquieto en el asiento, y le decía que se sentara o no le daría su regalito (¡Pobre niño! ¡lo que se debe aguantar en la infancia!).
Finalmente, y después de recorrer al resto del pasaje, me concentré en la señora que estaba a mi frente. Sólo podía ver su pelo (negro, alisado, pero muy cuidado) y parte de su vestido (negro, liso, sobrio).
Me pareció extraño que en un día tan caluroso, alguien pudiera llevar un vestido así (pero luego me dije, que tal estuviera en duelo, todavía, por alguien querido).
No volví a prestarla atención hasta que se cambió de asiento, pasando de la butaca del pasillo hacia el lateral, quedando junto a la ventana.
En el cambio me di cuenta que la señora, seguramente por el calor, se había desabrochado el cierre de la espalda del vestido y había bajado la cremallera de éste.
La situación no dejaba de tener su morbo y fue esto lo que comenzó a excitarme.
En la nueva posición en que se encontraba, podía fijarme mejor cómo era. Tendría unos 50 años. Sin embargo, pese a su edad, se conservaba muy bien.
De muy buena figura, delgada, con una altura que rondaría el 1,65 m. Se hallaba con las piernas juntas y el vestido le llegaba a unos cuatro dedos por encima de las rodillas. Debía de tener unas piernas deliciosas.
Me las imaginaba suaves, tersas, con apenas una suave pelusilla, a modo de recubrimiento (como la mejor de las frutas, como el melocotón recién cortado del árbol). Continué mi recorrido y me fijé en sus brazos. Eran tersos, pero firmes.
Acababan en unas manos cuidadas y pintadas, de un suave color rosado.
Pero lo que verdaderamente quería ver era esa espalda, que vislumbré desnuda. Con el tiempo y con los movimientos que hacía, poco a poco fuí descubriéndola.
Llegó el momento que tuve a mi vista todo lo que su vestido había ocultado y ahora dejaba libre. Una espalda lisa, tersa, de una piel dulce, como esculpida en pulido jade. Tan solo un sujetador, por la apariencia casi nuevo, blanco, de fino encaje, con pequeñas puntillas, quebrantaba este bello paisaje que sólo yo, podía contemplar.
Me adelanté un poquito en el asiento y bajé mi mirada, para observar qué más podía ver. Pero la vista se perdía, en la oscuridad, y tan sólo la imaginación podía continuar el agradable, y placentero, recorrido.
¡Tenía que arriesgarme! O bien me quedaba en la simple contemplación de la maravillosa vista o bien iba un poquito más lejos…..
Me arriesgaba a que la señora lo tomara a la tremenda, y ármese un escándalo allí dentro. Pero viendo, lo arriesgado que había sido su actuación, al permitir que un extraño pudiera verla, me decidí a ir un poquito más lejos.
Me acerqué y como si de una suave brisa se tratara soplé levemente sobre su espalda.
Fue al segundo intento cuando la señora, dió un ligero respingo, pero no se giró ni pareció preocupada de lo que hubiera pasado, sino que se relajó, algo más.
Esto hizo que me decidiera a ir por todas.
Durante unos minutos seguí con este suave susurro, que a la vez que parecía aliviarla del calor, hacía que acariciara dulcemente su piel.
Al acabar, extendí mis dedos, hasta encontrar el dulce perfume que emanaba de los suaves poros de su piel.
Fui haciendo pequeños círculos, recorriendo la espalda en todo la extensión que me era permitida. Podía observar como sus ojos permanecían cerrados, pero su rostro reflejaba un estado placentero; un estado de éxtasis.
Continué durante largo rato con este efecto, aletargante y relajante, a la vez que ya no eran mis dedos quienes acariciaban la piel, sino que era todo la palma de la mano, quien realizaba esta labor.
A la vez que intentaba llegar a lo más profundo de la espalda, también conseguía, una vez si otra no, deslizarme por los laterales y rozar sus pechos por encima del fino encaje.
Estaba a cien y quería más.
De forma rápida pero suave junté los dedos, de ambas manos, hasta llegar a la misma altura de su espalda y resabroché el sujetador que cubría los manjares a los que hasta ahora no había podido llegar. En ese momento se asustó un poco y abrió los ojos.
Comenzó a incorporarse para volver a cerrar lo que hasta hacía unos momentos me estaba vedado.
Mi súplica no se hizo esperar. Fué casi un lamento.
– ¡No, por favor, espera, te gustará!
Ella me miró. Se relajó y volvió a la posición en que se encontraba con anterioridad a lo ocurrido.
Mis movimientos no se hicieron esperar. Como un rayo en un tormenta, comencé, primero con una y luego con las dos manos, a acariciar sus pechos, dos dulces manjares. Terciopelo neblino.
Eran perfectos, como dos copas de helado. Firmes, duros. Sus pezones se encontraban ya hacía mucho rato erectos.
Suavemente, como lamiéndolos, los sujeté y estiré, los retorcí apenas nada.
Sus ahogados gemidos, me confirmaban su turbación, su placer y su excitación. Acariciaba, amasaba y recorría sus apéndices, con el cariño y el buen hacer de un pastelero en plena labor.
Llegó el momento en que cayó rendida. Sus gemidos se apagaron y su cuerpo dejó de bailar la suave melodía que mis manos la habían urgido a realizar.
Permaneció así, descansando durante unos minutos. Se incorporó, se abrochó la fina tela blanca y cerró el vestido. Giró el cuello y dijo, un simple: – «Gracias».
Pasé el resto del viaje contemplando a mi hermosa dama de negro.
Al llegar a nuestro destino, a ella la estaban esperando dos personas, hombre y mujer, de unos 35 años, seguramente su hija con su yerno.
Yo me fuí, contento, porque experiencias así, son gratas de tener.
Si alguna mujer, desea enviarme sus anhelos, sus deseos, sus fantasías, no dude en hacerlo. Y si quiere algo más… quién sabe, tal vez mañana se pueda cumplir ese deseo, por tanto tiempo esperado. Escríbanme.