Capítulo 3

CAPÍTULO TRES

Mi vida desde ese día había dado un giro de ciento ochenta grados. Ya no tenía que imaginar lo que era el pecado carnal, había sucumbido a su efluvio, hasta envolverme… y, es más, sabía cómo provocarlo y repetirlo a partir de ese día, mi vida sería mucho más placentera.

Después de cada misa, religiosamente, Rosa venía al confesionario, primero para decirme con su dulce voz, que había vuelto a sentir esos poderes incontrolables en su cuerpo y que la única manera de liberarse tendría que ser con mi ayuda…

Seguí leyendo libros que me ayudaban a entender lo que era eliminar los males que poseían a un pecador, pero, sobre todo, me interesé en la biblioteca de la ciudad para aprender también de otros libros que me enseñaban los muchos caminos que llevaban al placer… había superado con creces lo que yo había imaginado hasta entonces.

Tenía ante mí un nuevo mundo de posibilidades y tenía que aprovecharlo, ya que muchas veces se plantaban frente a mi cara sin más por qué. ¿Cómo lo iba a dejar escapar? Simplemente me dejaba llevar por el ímpetu de la juventud llevando mi deseo y admiración a las mujeres.

Todavía no tengo muy claro, lo que sucedió en los siguientes meses en los que permanecí en esa pequeña parroquia, pero bien por mi arte en espantar demonios o bien, porque Rosa había corrido la voz, llegaron a mi confesionario varias feligresas de distinta índole y edad, queriendo saber de mis artes y de mi forma de ayudar a salvarlas del maligno, artes que yo fui perfeccionando, aprendiendo a usar mi cuerpo, mi pene y mi lengua… pero ante todo, aprendí a usar la mente, chantajeando moralmente a mis feligresas más exuberantes y absolviendo a las menos agraciadas.

Meses después, por alguna razón que desconozco, aunque supongo, demasiadas habladurías llegaron a oídos de quien no debía oírlas… fui destinado casi fulminantemente a una pequeña parroquia de Sevilla.

11

Un año después, fui destinado a una parroquia de Sevilla, muy conocida por su arte barroco y sus procesiones. Allí se puede decir que me redimí de mis pecados, intentando apartar la carne de mis pensamientos, al menos, de forma directa. Nunca fui advertido, pero yo creo que alguien me quiso desterrar, alejado de un pueblo en que había corrompido las almas de tantas mujeres tanto de ese pueblo como de los alrededores. O ¿a lo mejor había sido al revés?

En aquella cofradía, encontré la paz que necesitaba, viviendo de cerca lo que era gente entregada, no sólo por la religión, ni la devoción, sino por mucho más, desde los hermanos más antiguos, los costaleros y la alegría de pertenecer a ese nuevo mundo. Algo que me permitió alejar a mis propios pensamientos malignos y demoniacos, para poder cumplir mis labores de sacerdote como tal. El hecho de vivir en una gran ciudad me permitía estar más distraído… intenté concentrarme en mis quehaceres y olvidarme de Rosa y de todas aquellas feligresas que vinieron después para que yo sacara sus demonios… de algún modo volví a mis recuerdos con la masturbación, que siempre he considerado un pecado menor, algo que hacía a menudo, teniendo en cuenta que Sevilla es una ciudad enorme, llena de mujeres bonitas. Pero allí no podría tener un escándalo. Esa inmensidad en cierto modo era mi cobijo. Puesto que desconocía la transcendencia de un segundo destierro, lo cual me podría llevar a tener muchos problemas. Esto no quita para que muchas veces se hiciera duro, ver tanto cuerpo y tanta piel al aire en esas calurosas tardes sevillanas. Viendo pasar a las sevillanas o a las turistas, que recorrían el parque de María Luisa y las juderías…

Ya llevaba varios meses, totalmente reformado y creo que, en cierto modo más distraído, cuando una tarde, estando en mi confesonario sobre las cinco de la tarde, hora prohibida en Sevilla, por cierto, pues el calor te derrite al instante. Apareció una linda jovencita de no más de veinte años que se sentó en el último banco de la iglesia.

El hecho de no probar “la carne”, no me quitaba de perder la vista y aquella chiquilla era pura tentación y me quemé, no en el alma, pero sí con una cerilla cuando encendiendo un cirio observaba a esa perfecta criatura que además me miraba fijamente. Esa preciosa joven de cabello rubio por debajo de sus hombros que recogido en una grácil coleta dejaba su linda cara totalmente despejada.

Desde la distancia podía ver unos bonitos pechos, digamos que… una talla noventa ensalzados en un top escotado y ajustado de tirantes, donde sus pezones se marcaban erectos, estaba excitada, ¿por qué? Un culito redondito y pequeñito embutido en un pantalón corto vaquero que justo tapaba sus vergüenzas y poco más, unas largas y morenas piernas y unas sandalias de cuña que dejaban a la vista unos preciosos pies.

Avancé por el pasillo central flanqueado por innumerables bancos hasta llegar a la altura de la chica, que parecía más impresionante a medida que me acercaba. Yo iba con intención de llamarle la atención por su vestimenta totalmente indecorosa. Está me parecía un regalo del cielo por otro lado, pero claro, para un mortal como yo, aquello era tan contradictorio y tan complicado al mismo tiempo. Aún no habían cambiado tanto los tiempos y en la iglesia se había de ir más tapada.

  • Hija… – empecé a decir, pero ella me cortó agarrando mi muñeca y con aquellos enormes ojazos color miel me miró fijamente.
  • Padre, necesito confesarme. – dijo con una cálida voz.

Hacía tiempo que no me empleaba en esas lides y creo que, por orden jerárquica, alguien había dicho que yo no debía ofrecer el servicio de confesión. Sin embargo, ver aquellos ojos, esas tetas queriéndose salir de su escote, esos erectos pezones y esas largas piernas… tan sólo dije.

  • Vamos al confesionario.

Me encaminé tras ella, observando ese culo, del que se podían ver asomarse los cachetes bajo ese short y como los labios del coño engullían una buena porción de tela. A duras penas me metí en el cubículo disimulando una tremenda erección.

Algo dentro de mí, me decía que debía cumplir con mi deber, olvidarme de demonios y de mentes calenturientas para intentar absolver los pecados de esa joven.

  • Ave María Purísima. – dijo con su cándida voz.
  • Sin pecado concebida. ¿De qué te confiesas hija?
  • Pues verá padre, me da un poco de apuro.

Aquello sonaba a pecado carnal.

  • No temas hija, el señor sabrá escucharte y consolarte. – respondí.
  • De eso se trata padre, de eso.
  • Cuéntame hija. No te comprendo…
  • Verá padre: Mi novio me toca en mis partes y hace que me moje entera y a mí eso me parece que no está bien.

Ese tipo de confesiones estaba siendo cada vez menos común, porque la sociedad estaba cambiando y cualquier pareja joven vivía su sexualidad sin pensar que eso pudiera ser ningún tipo de pecado, algo que, por cierto, yo también pensaba, pero lejos de quitarle importancia y de hacerle ver que era un pecado venial, quise saber más.

  • ¿Hasta qué punto crees que no está bien, hija mía? ¿cómo lo hace? ¿Te chupa hija, te moja él con algo? – mi pregunta salió sola de mi boca.
  • No padre, no, sólo me roza. Acaricia mis pechos por debajo de mi ropa y pellizca mis pezones. Los chupa con su boca como si fuese un bebé. Yo me deshago padre, se me van todos los líquidos entre mis piernas.

Tragué saliva y apreté mi polla bajo mi pantalón, apunto estuve de sacarla fuera. Desde que llegué a Sevilla ya no usaba sotana, aunque seguía sin llevar ropa interior… siempre me ha gustado llevarlo “libre”

  • ¿Pero él no acaricia tu sexo? – quise indagar cada vez más excitado y sin poder evitar recordar aquellas confesiones de Rosa y las feligresas de mi otro pueblo.
  • No padre, aún no le dejó. Ya tuve otras relaciones que les dejé hacerlo y todos terminaron conmigo diciendo que era una… zorra.

Por un lado, me aliviaba, pero por otro necesitaba saber, qué tenía esa joven en su mente

  • Entonces ¿ya has tenido relaciones? – pregunté.
  • Si padre, ya las tuve y la verdad no me gustó mucho… bueno, estuvo bien, pero no me quedé satisfecha del todo – dijo ella.

Aquello me pilló por sorpresa, ya que no desprendía ningún arrepentimiento.

  • Pero hija, tú no has venido a confesarte, de eso no tengo dudas.
  • Pues verá padre, la verdad es que no… a mí me da igual ese rollo de la confesión.
  • ¿A qué has venido? – dije algo molesto.

La chica tardó en contestar.

  • Vamos, chiquilla, no me hagas perder el tiempo. – insistí.
  • El caso…. El caso es…. El caso es…

Esas dudas y su juventud le daban un aura de inocencia que elevaban aún más el morbo como confesor y quise apremiarle.

  • Venga hija, no temas, el señor sabrá comprenderte.
  • Bueno, una amiga de mi prima que es de Extremadura y vino la pasada semana para estudiar en la universidad. Cuando lo vio el domingo en el altar, lo reconoció. Era el cura de su pueblo…
  • ¿Me reconoció?
  • Si, usted es el padre Ángel, ¿no?
  • Si, soy yo…

Por mi mente intentaban pasar las imágenes de todas las mujeres que se confesaron, algunas de ellas, más jóvenes, esta debía ser una de la que ella hablaba. Yo estaba nervioso y excitado.

  • Bueno, ¿y esa mujer que te ha dicho? – pregunté.
  • Padre, nos contó. Nos contó….
  • Sigue hija, ¿que os contó?
  • Nos contó padre…. Nos contó…
  • Vamos hija, por Dios, suéltalo.
  • Que usted, que usted…. Joooo, que usted…. ¡Que usted tiene la polla enorme! – soltó de golpe.

Cerré los ojos y suspiré, por un momento me temí, que el hecho de haberme reconocido pudiera llevarme a un chantaje, a una burla a un problema del que podría ser complicado salir… Pero el hecho de que hablara de mi polla me relajó. Saber que eso hubiera llegado hasta Sevilla, me sorprendía bastante.

  • Hija, ¿cómo puedes hacer caso de las habladurías?
  • ¿No es verdad?
  • Como comprenderás, no puedo hablar de ese tipo de cosas. – dije

Al mismo tiempo pellizcaba mi glande que notaba duro, como aquellas veces en el confesionario extremeño. Si esto seguía así, no tendría más remedio que extraer la polla de dentro del pantalón.

  • Entonces, es cierto… y que usted hacía vibrar a esas mujeres como nadie, llevándolas al cielo.
  • ¡Calla por Dios, hija!

Ya no pude más y saqué mi polla empezando a subirla y bajarla. Me costó guardar la compostura y tragué saliva escuchando a ese perverso demonio con cuerpo de joven inocente.

  • Padre, desde que nos lo dijo, no dejo de pensar en ello, en su polla, en todas esas cosas que hacía, pero yo no le creía… y aun así no puedo quitarme de la cabeza esa imagen de su enorme polla, en devorarla, atragantarme con ella, llenarla de babas.
  • ¡Baja la voz, hija del demonio!
  • ¡Padre, ayúdeme! – esa voz casi susurrante se metía por mis oídos

Aquello me desarmaba del todo… yo intentaba resistir a mi mente, pero esa chiquilla no me lo permitia. Cada vez mi mano adquiría un ritmo más vivo

  • No puedo ayudarte. – dije sacando fuerzas de donde podía.
  • Jodeeeer padre, me estoy tocando.
  • ¿Pero hija?, ¿ahora mismo? – pregunté.
  • No puedo padre, no puedo apartarle de mi mente… ¡Huuuuummm, siiii joderrr, que polloooon!

Y retorciéndose de gusto se reclinó contra la pared del confesonario, entre jadeos que yo no podía acallar y que, contra mi voluntad, me llevaban a menear mi polla con el mayor de los bríos. Esa chica se había corrido pensando en mi polla sin haberla visto. Y yo pensando en su coñito, en su boca, en sus pechos.

  • ¿Qué has hecho hija? ¡¡¡En la casa de Dios!!! – dije con los ojos cerrados sin creerme todavía escuchar los últimos coletazos del orgasmo de esa joven y con mi mano llena de semen.
  • ¡Castígueme, padre! – su voz retumbaba en el confesionario y en mis sienes.

12

Tardé en reaccionar. No opté por lo más sensato y era mi boca la que pronunciaba las palabras:

  • Tendrás una dura penitencia y un castigo.
  • Sí, un castigo padre, un castigo. Azóteme, haga conmigo lo que quiera. Se lo suplico.

La tentación era máxima… ¿y si a lo mejor realmente lograba sacar de nuevo al maligno?

  • Pídame lo que quiera… soy suya, ahora mismo si quiere…

Decía casi con desesperación esa preciosa chiquilla. Gracias a haber descargado, la cordura me llegó y pude dilucidar como vadear ese momento.

  • Bien hija, tengo un piso en la calle Sierpes, esta es mi dirección – dije pasándole los datos en un pequeño papel.
  • ¡Sí, padre! – respondía ilusionada.
  • El sábado a las cinco de la tarde te estaré esperando. Cada minuto de retraso serán cinco azotes, más los veinte que ya son tuyos. – dije sonriendo para mí mismo.

Llevé mis manos a mi cara, sin dejar que los instintos más sucios me dominasen y salí disparado para la residencia de la parroquia, tenía que darme una ducha de agua fría, algo que no evitó mi erección ni mi masturbación posterior pensando en las curvas de esa diablesa que se cruzó en mi camino. “Menudo bomboncito que se había puesto en mis manos” Cualquier mortal, hubiera dado la vida por sentirla, por escucharla, por tenerla… ¿Por qué me iba a negar yo a ello?

A última hora de la tarde, me puse un pantalón de deporte, una camiseta y salí a correr, como solía hacer en ocasiones, cuando la tentación llamaba a mi puerta y corría y corría, junto al camino que bordea el río Guadalquivir, mejorando mi marca anterior.

Las chicas me observaban y admiraban mi cuerpo, joven, corpulento y forjado en el atletismo y las pesas, las atraía ¿Quién les iba a decir a todas y cada una de ellas que yo era un cura? La verdad, que ante todo era un hombre, con todo en su sitio y mal está que yo lo diga, pero atractivo… ¿qué me diferenciaba de otros mortales? ¿mis votos?

¡Era un hombre joven, con ganas de vivir, que nunca sintió la vocación y por ende poseía una poderosa polla!… mientras repetía eso, rezaba entre pensamiento y pensamiento sin dejar de trotar y notaba cómo el sudor bañaba mi espalda.

Mientras aceleraba el ritmo de mis zancadas, no dejaba de pensar en esa chica que se había aparecido, como ese demonio que todos queremos borrar y no somos capaces… se había entregado a mí, sin yo haber hecho absolutamente nada.

A pesar de mi condición sacerdotal, la verdad, ya tenía una gran experiencia con las mujeres. Diferentes y muy variadas mujeres pasaron por mi vida y se podía decir que todas felices de redimir sus pecados conmigo…

Aquellas feligresas insatisfechas que veían el paraíso junto a mí. No debí hacerlo tan mal, cuando fue corriendo de boca en boca, mi forma de ayudarlas, con mis extraños procedimientos y como no, por el tamaño de mi polla. Como ahora, llegando la noticia hasta kilómetros de distancia. ¿Y si realmente estaba hecho para otra cosa?

Pensaba en desempolvar aquellos libros que saqué de aquella humilde parroquia y refinándolos y enriqueciéndolos con aquellos otros que había estudiado posteriormente, mucho más fuertes, aquellos que pedían esas almas sedientas de sexo extremo, locuras incumplidas, gritar de dolor y de placer al mismo tiempo…

Como cada noche, bajé a cenar al “Alameda”, aquel discreto bar cerca de mi casa y en donde María y Luis, un matrimonio muy religioso, tenían siempre preparada mi cena casera. Me hacían precio especial de sacerdote y además eran asiduos de mi parroquia. Esa noche tenía sopa de camarones y platusa, delicioso todo, como siempre. Me senté en aquella mesa que María siempre me tenía reservada, ella siempre con su simpatía y su conversación, me animaba como de costumbre, hablando de cosas banales.

Si buena estaba la cena, más buena estaba la dueña y reconozco que ese era otro de los motivos por los que acudía a cenar cada noche a ese bar. Me fijé que María, esa noche estaba radiante… siempre me había parecido una mujer muy atractiva y sensual, muy amante de su trabajo, de su esposo, de sus labores, ayudando en la iglesia. Pero nunca fue mi objetivo, más allá de recordarla en mi cama cada noche, rememorando esos pechos, ese culazo o esos gordos labios.

María rondaría los treinta era menuda y con unos pechos muy bonitos, un culito de infarto y una sonrisa que te subyugaba.

Sabía que era fiel a su esposo y nunca podría cometer un pecado conmigo, pero eso no quitaba para que le dedicara unas cuantas de mis mejores pajas nocturnas.

María me trajo mi botella de vino habitual y preparó mi mesa. No sé muy bien porqué, pero esa noche me pareció que estaba especialmente guapa. Me fijé en su culo, no muy grande pero muy bien moldeado. Los vaqueros ajustados que llevaba le quedaban a la perfección y creo que era la primera vez que se los veía puestos. Y para colmo esa camiseta algo más ajustada de lo normal, realzaban unos pechos medianos que se veían muy firmes. Los pezones se marcaban ligeramente en la tela y eso me producía un cosquilleo fuera de lo normal.

La visita de la joven pecadora a media tarde, con aquella propuesta que aún me costaba digerir y hasta creer y de la que yo quería escapar a todas luces, pensando que no debía meterme en líos, que era un hombre que debía guardar las formas y comportarme como un buen cristiano, no dejaban de cruzarse en mi cabeza con malos pensamientos. En ese momento me volvía a torturar viendo el culo de María pasar de un lado a otro, recogiendo el resto de las mesas.

  • Ahora estoy con usted, padre. – me dijo María con aquella bonita sonrisa.
  • Tranquila hija… ¿no está Luis? – pregunté por su esposo al verla tan ajetreada de un lado a otro.
  • No padre, es que tuvo que ir a Madrid a unos mandados.
  • Entonces ¿Si necesitas ayuda con algo? No tienes más que pedírmelo.
  • Gracias, padre Ángel, usted siempre tan amable, pero me arreglo.
  • Pues no tengas prisa, ya sabes que soy de confianza.

Ella abandonó mi mesa, terminó de atender a los últimos comensales y después me fue sirviendo mi cena,

  • Bueno, ya estoy aquí, ¿Qué tal su día, padre?
  • Muy bien gracias, María, por cierto, antes de que se me olvide, que los ramos que arreglaste en la iglesia quedaron preciosos.
  • Ya sabe que lo hago con gusto y cuanto me alegra haber acertado.
  • Mucho… tu siempre te esmeras en todo… por cierto, hoy estás muy, muy guapa, ¿fuiste a la peluquería?
  • Ay, padre, ¿se ha dado cuenta?

Me encantó ver esa cara de timidez de esa mujer, que le daba todavía más fuerza a su belleza.

  • ¿Te has cortado algo el pelo?, ¿no? – pregunté observándola detenidamente
  • Pues sí, qué bien se fija.
  • Una mujer tan guapa como tú, hace que uno se fije.

María se ruborizó y fue a por mi segundo plato con cierto apuro… no quería incomodarla, pero el hecho de no tener allí a Luis, su marido, me invitaba a atreverme a ser cortés sin comportarme como el cura de todos los días.

María era una mujer fiel, no me cabía duda, aunque nunca había tenido el placer de confesarla, me parecía una mujer conservadora, mujer religiosa y muy pendiente de su esposo para todo,

La verdad, yo siempre fui amable con ella, pero esa noche y la visita de aquella joven al confesionario a primera hora de la tarde, me estaban animando a ser más juguetón, por mucho que me pellizcara la pierna y me dijera “Ángel, es una mujer felizmente casada…”

María iba y venía siendo yo, casi prácticamente el último cliente del bar y siempre llegaba con una sonrisa. Desde que acudía allí, siempre me parecía atraer a esa mujer, aunque pensaba que eran cosas mías y era más admiración como párroco que como hombre, pero no sé por qué esa noche, me miraba más de la cuenta y para colmo se había vestido de una forma tan sugerente como desconocida en ella. Además, yo estaba más salido que nunca. ¿Por qué me veía tentado a pecar de esa manera?

  • Vaya trabajo que te habrá quedado en el bar para ti sola. – le dije mientras me traía un salero.
  • Pues sí, no le digo que no… pero, en fin, es lo que hay.

Se acercó a la mesa donde tenía a los últimos clientes y me fue trayendo el postre meneando ese culo que con los vaqueros se veía espectacular. Pude observar como ahora sus pezones querían romper la tela del sujetador y la camiseta

  • Padre, ¿le importa esperar a que cierre? Es que tengo toda la recaudación del día y me da miedo salir sola por la calle.
  • Claro, mujer. Ya sabes que encantado de hacerte un favor.
  • Gracias, padre, que suerte tengo de tenerle.

“yo sí que te tenía empotrada contra la pared” – pensaba para mis adentros cada vez más desbocado. Mi polla se despertaba por momentos bajo mi pantalón y a pesar de querer negarlo, aquella mujer me deslumbraba, cuando me sirvió el flan se agachó más de la cuenta, ofreciéndome un escote en el que sus pechos parecían querer salirse. ¿Qué estaba pasando en ese día con las mujeres en el que se suponía que todo iba a ser normal?

  • No tengas prisa, María, que yo no la tengo.
  • Muchas gracias, padre, es usted un amor. Le doy un repaso por encima y nos vamos.

13

  • Tranquila hija lo que tengas que hacer estará bien, yo esperaré aquí. Lo único si me pones un Magno para la espera.
  • Por supuesto padre y eso corre por cuenta de la casa.
  • Gracias, hija, Dios te lo agradecerá.
  • Ella siguió barriendo el local, recogiendo y haciendo la caja, mientras yo me iba hacia el baño sin poder evitar una erección monumental, pues el trasiego de esa mujer y el estar a solas con ella, me habían llevado a esa situación, mi cabeza era un hervidero de sensaciones.

Otras tantas noches había entrado en ese servicio, siempre impoluto y reluciente, gracias a las manos de María, pero esa noche, quería seguir jugando… dejé la puerta abierta a propósito.

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