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Sophí

Sophí

Querida Sophia.

Me escribes desde la lejana Caracas, añorando nuestro año de estudios en la universidad.

La verdad es que los tiempos de estudiantes son los mejores y yo también tengo muy buenos recuerdos de nuestra residencia, de las clases y sobre todo… de ti

Aún me acuerdo del día que nos presentaron.

No sabía quien sería la muchacha que compartiría mi habitación.

Me dijeron que era una extranjera e inconscientemente esperaba que fuera una chica brasileña o tal vez una gringa rubia y gorda con la cara llena de pecas.

La verdad es que sentí una gran satisfacción al verte.

Tan menudita, tan morena, con ese aspecto de fragilidad, de flexibilidad, con esa mirada tan dulce y ese habla tan melosa.

Nos dimos la mano para saludarnos.

La verdad es que pronto debiste de comprender mi timidez. Luego, a partir de ese momento, la una no se separó de la otra.

Nos sentábamos juntas en las clases, nos íbamos a comer juntas, nos íbamos de copas juntas, estudiábamos juntas.

Me terminé conociendo de memoria cada una de tus gestos y aún mantengo en mi mente tus expresiones, tus ademanes.

Éramos la mejor amiga, la una de la otra.

Enseguida surgió entre ambas una gran confianza.

Nos contábamos nuestros secretos de la infancia, nuestros secretos de la adolescencia, nuestros novios, aquella cosa que no contaríamos a ningún chico, ni a nuestros padres…

Tuvo que salir a relucir la conversación sobre el amor.

Me preguntaste por mis novios.

Te empecé mintiendo, diciendo que tenía éxito con los hombres.

Era verdad en parte, pues la verdad es que los chicos con los que había salido se habían portado conmigo muy cochinamente.

Me sonsacaste.

Te tuve que reconocer que jamás me había corrido, que nunca había disfrutado con aquellos chicos que lo único que pretendían era utilizarme para saciar su sed.

Casi me puse a llorar mientras tu me acariciabas el pelo, mirándome tan dulcemente, hablándome tan comprensivamente.

Te conté la experiencia dolorosa de mi pérdida de virginidad con aquel chico con el que corté al poco tiempo, y la experiencia asquerosa de aquel estudiante del que las dos parecíamos prendados, al que al final lo dejé por que no estaba dispuesta a aceptar tenérsela que chupar.

¡Qué asco me dio sentir la viscosa sensación de su semen en mi paladar!

Luego tú, me dijiste algo que me parecía incomprensible.

No te interesaban los chicos.

Me hiciste reflexiones que yo no podía entender porque no estaba preparada.

No comprendía que hubieras renunciado al amor, y me asegurabas que no lo habías hecho.

No entendía que tu amor, en esas circunstancias fuera distinto a un amor platónico. No te atrevías, al fin a desvelar tu secreto.

Ese día algo cambió entre tú y yo.

No entendía tus paseos en bragas y desnuda alrededor del cuarto. Parecías nerviosa.

Era cierto que teníamos confianza como para que ambas nos paseáramos en ropa interior, que yo no dudaba en meterme en el baño si te estabas duchando, pero el caso es que antes me parecía natural y ahora algo me parecía raro, seductor, especial. Mientras más lo hacías, más raro me parecía.

Estudiábamos juntas. No sé si el nerviosismo de los exámenes te había hecho perder un poco los estribos.

Me tocabas mucho, casi constantemente, me acariciabas las piernas, me cogías de la cintura, me estrechabas entre tus brazos mientras hablábamos sobre los planes del futuro.

Tú querías abrir una consulta en tu ciudad. Yo trabajaría en el hospital de San José. Las dos casi hemos cumplido nuestros sueños y sin embargo miro con añoranza esos días.

Fue después del examen de patología clínica.

Lo habíamos estudiado durante días y las dos salimos muy contentas del examen, aunque extenuadas.

Esa noche pensaba que dormiríamos hasta las doce del día siguiente. Me dormí después de ducharme, secarme el pelo y ponerme el camisón. Ese camisón que tanto te gustaba.

Ese camisón que dejaba que se trasparentara levemente la sombra negra de mis pezones, que apenas me cubría la mitad del muslo y que al estar sentada, dejaba adivinar, en la profundidad y entre mis muslos, las blancas bragas que cubrían mi íntima flor.

Aquella noche me desperté. Sentía como si una hormiga me recorriera desde los pies a la cabeza.

El frío se colaba, me parecía, por las rendijas de la cama. Pero la hormiga de repente me pareció un caracol, y más tarde, comprendí.

Al ver en las sombras tu silueta sobre mí, al sentir el calor de tu cuerpo pegado al mío, que era tu lengua la que se paseaba a lo largo y ancho de mi cuerpo con el camisón levantado.

Entonces no pude reprimir en mi cuerpo la impresión que producía tu lengua sobre mis pezones, tu pelo cayendo sobre mi pecho, haciéndome cosquillas.

Deseé apartarme de ti, pero aquella dulce sensación me obligaba a quedarme quieta, me inmovilizaba aunque en mi interior luchaba por quitarte de mí. ¿Cuántas veces antes no te habrías aprovechado de la profundidad de mi sueño?

Como temí que te dieras cuenta de que estaba despierta, temía lo embarazoso de la situación.

Pensé en la oscuridad que eras como una especie de diablesa que venía a hacerme suya, a devorarme, que después de aquella noche nunca estaría limpia. Me sentía conmocionada y sobre todo, me impresionó ver cómo metías ti mano entre tus muslos, cómo tu mano se introducía en tus bragas y se perdían detrás de tu vientre.

Y la verdad es que poco a poco el encanto de aquella sensación suave, tierna, placentera, me fue cautivando.

Y las sensaciones que habían nacido en mi piel se iban haciendo cada vez más profundas y deseé acariciar aquellas partes de mi cuerpo que tan torpemente habían tratado antes mis amantes y aunque no quería reconocer que me aquello era de las sensaciones más hermosas que había sentido nunca, permanecí haciéndome la dormida, deseando recibir un roce que no te atreviste a darme, una leve caricia que hubiera desatado una tempestad de pasión dentro de mi vientre.

Y deseé moverme a tu mismo ritmo, deseé frotarme con tu cuerpo mientras tú te corrías, ahogando tus gemidos de placer contra mi hombro desnudo.

A la mañana siguiente, tú te paseabas como si nada.

Como si no hubieras roto un plato en tu vida, como si una hora antes no me hubieras utilizado para saciar tus ganas de amar, como si esa boca, esos labios que ahora estaban ligeramente manchados de mermelada, no me hubieran besado tiernamente en la sien después de haberme hecho el amor en el silencio de la noche.

Sentía miedo. No se si me aterraba la primera impresión de loca posesa que me tomaba entre sus labios, o el placer que me hiciste sentir.

No deseaba rendirme a ti, y sin embargo, no te dije nada aunque temiera que tras la tarde, en la noche cerrada, volverías a convertirte en una vampiresa que chuparías la leche de mis senos, que tendrías la necesidad y yo la dulce obligación de saciar de nuevo tu hambre de mí.

No te dije nada, pero al final decidí que no te daría la oportunidad, que no sería más tuya, que no pasaría a engrosar la lista de personas a las que los psicólogos puritanos pudieran tachar de “gente con vicios raros”.

Me acostaba temprano para tener ligero el sueño. Estaba en vela. Dormía poco. Las ojeras asomaron en mis ojos. Y sin embargo, tú no te inmutabas. Sabía que esperabas una nueva oportunidad y el hecho de que yo hiciera lo posible para evitarlo, no parecía conmoverte, ni perdías los nervios, ni me declarabas tu amor ni parecías darte por vencida.

Un día venía extenuada de una de las guardias del hospital. Nunca me habían pesado tanto esas guardias de día entero, pero nunca había dormido antes tampoco. Me duché. Hacía calor y tú no estabas. Te esperaba tarde. Me tení sobre la cama, aún con la toalla del baño sobre mi cuerpo. Debí pasar varias horas durmiendo.

Al despertar, la noche se había echado sobre la ciudad. No sabía que hora podía ser. Sólo vi tu negra caballera sobre mi pecho desnudo. La toalla debió desliarse de mi cuerpo. O tal vez tú misma me ayudaste a quedar desnuda como una Venus.

Tu lengua me lamía con más determinación que el día anterior y yo…

Yo ya no sentía esa lucha interior, o estaba dispuesta a seguir luchando, no estaba dispuesta a romper la sensación de tus labios sobre mi ombligo, ni sobre mis muslos.

Te pusiste sobre mí, con cuidado de no pesar demasiado, con cuidado de que sólo sintiera sobre mi pecho, la dulce sensación de tus pezones endurecidos. Me besaste en la boca.

Un beso tierno que me hubiera gustado convertir en un muerdo apasionada, pero que el cansancio, mi timidez, convirtió simplemente en un dejar la boca entreabierta, dejar la boca como se hace en las casas de los pueblos, entreabiertas para que pase sólo el gato.

Y tu lengua penetró dentro de mí y recorrió cada secreto de mi boca. Tu aliento me sabía a menta y tu pelo olía a jazmín.

Y sentí un calor en mi sexo que nunca había sentido.

Y deseé que consumara en mi sexo lo que había empezado en mi boca, pero decidí seguir haciéndome la dormida, esperando que la iniciativa partiera de ti, sin querer confesarte que deseaba que prosiguieras lo que a hurtadillas me hacías.

Y poco a poco empecé a desear que fueran míos tus oscuros pezones, y sentir sobre mi mano el calor de tu sexo, la humedad de ese sexo cubierto por negros pelos que se me antojaban de seda.

Y sentí la necesidad de frotar mi cuerpo contra el tuyo, y de sentir desatar en mi cuerpo, las mismas tempestades que tu desatabas en el tuyo, cuando te acostabas después de mí y pensando en mí, sin duda, acariciabas tu sexo.

Y ya no me importaba despertarme al amanecer y sentir el frío en mis muslos y en mi vientre, si eras tú la que me destapaba para frotar tu mejilla contra mis pechos y para acariciar con tus manos frías mis muslos.

En el laboratorio alguien olvidó un poco de sedante, un sedante fuerte que se utiliza para preanestesiar al enfermo.

Un sedante que hace caer al enfermo en un sueño profundo. Al verlo sobre la mesa, en el aula vacía, pensé en ti, Sophí.

Esa noche te preparé un zumo de naranja muy especial y al cabo de unos minutos, casi te fuiste tambaleando hasta tu cama, muertecita de sueño. Estabas deliciosa con ese minúsculo camisón.

La verdad es que esa noche, más de una vez, al verte pasear con él pensé en tu deliciosa fruta y en la exquisita textura que debían de ofrecer tus pezones, erguidos como dos fresas.

A la media hora me acerqué a tu cama. Sentí tu aliento. EL corazón se me aceleraba. Te llamé varias veces. Te tomé la mano.

Estabas profundamente dormida. Entonces levanté tu pijama, sintiendo como una especie de venganza, y tus pezones oscuros aparecieron después de tu vientre plano y suave y del comienzo de tus pechos.

Lamí todo tu cuerpo, y especialmente, lamí lo que tú no te habías atrevido a lamer. Bajé tus braguitas.

Me deshice de ellas de manera inconsciente, dando por descontado que entre las muchas explicaciones que intentarías darle al hecho de amanecer sin bragas, no supondrías que esa noche, tu tímida compañera de cuarto te había devorado.

El olor de tu sexo me atraía.

Lamí suavemente su clítoris y lo empecé a sentir crecer y entonces me sentí la dueña de tu cuerpo dulce y sumiso.

Mi lengua se paseaba pro tu sexo y su olor se iba haciendo más fuerte y ese olor alimentaba mi lujuria, alimentaba mi codicia de poseerte más profundamente.

Y mi lengua se hundía entre los labios húmedos de tu tesorito, de tu tarrito de miel.

Me cogieron desprevenida tus tímidos movimientos.

Aquel comenzar a agitarse de tus caderas contra mi boca, de tus muslos entre mis manos…

No me lo esperaba. Casi me hicieron desistir de mi empeño, pero el olor de tu sexo me embriagaba.

Los dulces jugos de tu fruta me hacían desear que tus movimientos se aceleraran, que tu dulce sueño pasara por un momento de zozobra y tu cuerpo zozobró y conseguí arrancarle un orgasmo que disfruté en silencio, grabando en mi memoria la suave cadencia de tus gemidos, unos gemidos que inconscientemente salían de tu garganta entreabierta.

Y Yo sentía mi propio sexo arder y hubiera colocado mi sexo sobre tus labios si no hubiera pensado que aquello me delataría unas horas más tardes, cuando te despertaras.

Pero me froté el sexo con desesperación, deseando hacerme disfrutar de todo lo que aquellos amantes egoístas antes me habían privado.

Y aunque no suelo masturbarme, aquella noche lo hice, hincando mis dedos en mi sexo y hundiéndolos todo lo más que podía, tendida sobre el cuerpo caliente tuyo, que me pertenecía en tus sueños.

Sospecho que al despertarte pensaste que habías tenido un sueño erótico de una veracidad y realismo fuera de lo común.

¿O tal vez ocultabas que te habías despertado a hurtadillas. No lo sé. Aún lo ignoro. Solo sé que a la mañana siguiente, cuando te levantaste adormilada, con el pelo revuelto, tierna, te deseé de nuevo y esperé el momento de declararte mi amor, de besarte, pero mi timidez…

Deseaba sentir tu boca sobre mi sexo.

Deseaba que aquel recorrer errático sobre mi cuerpo se concentrara en aquel lugar que más placer pudiera proporcionarme, comencé a maquinar un plan, entre la histeria de las jornadas de concentración para prepararme los exámenes finales, que las dos estudiábamos, y pasábamos juntas las noches en vela, estudiando, tomando café y mirándonos la una a la otra cuando pensábamos que no nos dábamos cuenta.

Pero tu mirada parecía acariciar mi pelo como la suave brisa del amanecer, y cuando levantaba la cabeza me encontraba con tus dientes de blanco marfil, entre tus labios sensuales.

Aquella noche nos quedamos estudiando hasta moderadamente tarde. Volví a sentir la sensación aliviante de tu lengua.

Volví a sentir el calor de tus pechos sobre mi cuerpo desnuda.

Abrí mi boca para decir unas palabras que finalmente no dije. Abrí mi boca y recibí tu lengua, que me embriagaba, que recorría cada rincón de mi boca. Saboreé de nuevo tu dulce aliento.

Aquel beso con sabor a mango, con sabor a papaya, que me causaba la sensación prohibida, dulce que jamás sentí al besar a ninguno de mis novios. Mis labios se contrajeron y mi lengua tocó la tuya sin pensarlo, sin más tapujos.

Mi sexo comenzaba a arder y tú no parecías atreverte a tomar mi sexo.

Te apoyabas sobre los codos y sentí tu pierna entre las mías. Me deslicé hacia tu rodilla y la sentí ahora caliente, clavada en mi sexo.

Me subí el camisón lentamente.

Quería que me masturbaras. Entonces tu decidiste inspeccionar a ver que ocurría por ahí abajo y sentí como tu mano, después de recorrer mi vientre se escurría entre mis muslos para comprobar la humedad de mi sexo. Parecías satisfecha.

Sentir tus dedos, la palma de tu mano me hizo acalorarme.

Temí que descubrieras que estaba despierta. O tal vez temí que estando completamente segura, decidieras acabar apresuradamente lo que habías empezado, o tal vez temía que me pidieses una colaboración que sin duda deseaba prestarte, pero que mi timidez me impedía reconocerlo.

Creo que si no me hubieras sentido tan agitada, no te hubieras atrevido a seguir cogiendo mi sexo, pero aquellos gemidos cortos y agudos que yo ni reconocía como míos te ayudaron y aquella fue la primera vez que me corrí en los brazos de una persona.

Que compartí mi placer, que me entregué. Y fue a ti, Sophí, a quien le entregué esa noche y te hubiera entregado, con amor, mi virginidad.

Los exámenes nos agotaron. Las semanas finales pasaron, estaba próxima nuestro regreso a nuestro hogar, y quien sabe, si nos volveríamos a ver.

Te tengo que confesar que aquella noche utilicé de nuevo la magia de la medicina. Te ibas y yo deseaba consumar nuestro amor.

Deseaba que nos proporcionáramos mutuamente placer. Ser Yin y Yang al mismo tiempo. Te puse de nuevo un poco de sedante en el zumo.

No una gran dosis. Era mi deseo oculto que te despertaras, que me descubrieras y que participaras conmigo. Que descubrieras mi amor sin necesidad de que yo te lo declarara.

Aquella noche, aprovechando que desde hacía semanas dormías sin camisón, yo me dirigí desnuda a tu cama mientras dormías. Te bajé las bragas. Tenías que ver la sonrisita de angelito que tenías al dormir.

Me puse sobre ti, en la posición del sesenta y nueve. Tu sexo se me abría entre tus piernas que yo asía entre mis brazos. Tu olor me embriagaba.

Me puse a devorar cuidadosamente cada trocito de tu piel. Lo devoraba con pasión y con ternura, con lujuria pero como quien se bebe un whisky de varios lustros, saboreándolo.

Tus jugos empezaron a aflorar y mis labios y tuda mi boca se llenaron de ti. Entonces, inesperadamente, comencé a sentir la deliciosa sensación de tu lengua bajo mi vientre.

Te apoderaste de mi clítoris, que lamías sin piedad, luego de mi sexo, que intentabas penetrarlo con la lengua y sólo tardé un poquito más que tú en alcanzar el clímax.

Cuando me dí la vuelta, esperando avergonzada verte despierta, tu parecías plácidamente dormida.

Fue un alivio y por otra parte, hubiera deseado que me hubieras pedido que lo hiciéramos de nuevo.

Te abracé y te besé y después de estar un rato tumbada junto a ti.

Me fui a mi cama, con la misma sensación del general que ha tenido una victoria efímera., de haber empatado en casa.

Han pasado dos años.

No puedo creer.

Ahora que he tenido tiempo para reflexionar, que no te dieras cuenta de nada.

No puedo creer que aquella lengua que hacía derramar de mi vientre mi más preciada miel, lo hiciera inconscientemente.

Te amo.

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