Síguenos ahora en Telegram! y también en Twitter!

Rodhesia I

Serie: Rodhesia

Rodhesia I

Me impresionó mucho la muerte de mi tío Peter.

Desde Londres todo se veía difuso, y la impresión de su muerte se me confundían con los recuerdos que tenía de él.

Me informó la directora del colegio mayor al que mi propio tío me había enviado interna.

Reaccioné de una forma contradictoria.

Por una parte le debía a mi tío bastante pues había sido la persona que cuidó de mí desde muy pequeña, pero por otra parte, me había desterrado cruelmente a aquel colegio.

Hice mi equipaje rápidamente para volver a aquella granja de Rodhesia, que era mi patria, donde había crecido y donde me sentía como en mi casa.

Hice la maleta para volver al cabo de cuatro años.

Tenía ahora diecinueve años.

Partí cuando tenía quince años.

Mi nombre es Devon.

Soy una chica blanca que pertenece a la aristocracia agrícola del pasado colonial de Rodhesia.

Ahora soy la propietaria de una granja que heredé de mis padres pero que mi tío administraba esperando mi mayoría de edad, y luego, el final de mi educación en aquel horrible colegio inglés del que me acababa de librar por la desgraciada noticia.

Soy una chica de piel clara y pelo negro.

Tengo un aspecto casi latino, sobre todo cuando me da el sol y mi piel comienza a tortarse.

La explicación puede ser que mi madre era una portuguesa, hija de una importante funcionario de la vecina Mozambique que se casó con mi padre, el hijo de un colono inglés.

Soy por tanto de la tercera generación de blancos en Rodhesia y me considero británica, pero rodesiana.

Sobre todo rodesiana.

He crecido mucho en estos cuatro años. Me he convertido en una mujer. Mi cuerpo se ha desarrollado, y he crecido bastante.

En el colegio han pulido mi s ademanes, aunque no han podido evitar que mi carácter determinado y valiente me aparte del femenino prototipo inglés.

No soy una chica exuberante.

Soy guapa, pero nada del otro mundo.

¿Qué chica es fea con diecinueve años? Tengo buen cuerpo, pero…¿Quién no lo tiene con diecinueve años?

Voy en el avión y voy pensando todo esto.

Me duermo, me despierto en un aeropuerto, tal vez en Nigeria y se me viene a la memoria al ver de repente el ambiente africano los recuerdos de mi infancia.

Casi no recuerdo a mis padres.

Mi tío Peter era una persona a la que no debían gustarle los niños.

No me faltaba de nada material, pero carecía de la ternura que da una madre y la seguridad que da un padre.

No recuerdo ir al colegio, aunque no me faltaron profesores que acudían desde el pueblo a enseñarme.

Era normal entre los terratenientes que se negaban a llevar a sus hijos a la capital.

Y esa negativa de mi tío a enviarme a un colegio de monjas era algo que le tenía que agradecer.

Mi tío Peter era soltero, nunca le conocí novias…aunque no le faltaban mujeres en la cama.

Eran detalles en los que ya iba reflexionando antes de que me enviara fuera de Rodhesia.

Efectivamente, teníamos en casa un par de habitaciones donde siempre dormían un par de criadas.

Eran chicas que trabajaban en el servicio de la casa, pero a las que mi tío solía visitar de noche, o las subía a la habitación cercana a la mía, donde él dormía y que antes habían sido de mis padres.

Más de una vez me desperté ignorante, pensando que mi tío maltrataba a las criadas al oirlas gemir de forma que no podía identificar.

Pero ¿Por qué se miraban de aquella forma tan especial cuando al día siguiente le servían el desayuno?

Sólo había una criada a la que mi tío respetaba y era una vieja y gorda mujer que cocinaba y era la que de verdad organizaba la casa.

Mamá Kun era la única persona a la que mi tío hacía algo de caso, y eso tenía su mérito.

A las otras las perseguía. Lo veía detrás de ellas, prepotente, esperando un descuido para cerrar tras ellas una puerta y no volver a verlos tras varios minutos, o horas.

Había cumplido doce años cuando mi tío Peter decidió que ya tenía edad para tener una criada personal.

Fue entonces la primera vez que ví a una chica huérfana, de quince años, que muy bien podía haberse casado de seguir las tradiciones de las gentes del vecino poblado de donde contratábamos a los trabajadores.

Pero mi tío decidió hablar con el jefe del poblado y me la trajo.

Se llamaba Luba pero yo decidí llamarla Yvone. Era una chica negra, muy negra, de ojos grandes y cara redonda, con aquellos labios enormes y saltones.

Vino con un traje pobretón y étnico y no olía del todo bien. Lo primero que hizo mamá Kun fue mandar que se lavase.

Ella misma la enjabonaba, mientras yo observaba un poco envidiosa su cuerpo desarrollado, con unos senos prominentes, en medio de los cuales, dos grandes y negros pezones se erguían orgullosos.

Tenía un vientre liso y unas piernas largas, aunque ella tenía una talla normal para tener quince años. Sus muslos eran gordos y redondos y sus caderas anchas.

Yvone entornaba sus ojos achinados mientras la lavaba mamá Kun, que la consolaba diciéndole lo bien que iba a estar en la casa. La vieja dormiría con ella. Era lo mejor, así estaría a salvo de los caprichos del “Buana” Tío Peter.

Me fijé en la espesa mata de pelo negro que le aparecían en las ingles.

Todo aquello era nuevo para mí. Había visto los pechos colgando de las mujeres que asomaban mientras trabajaban por los escotes de los vestidos de las descuidadas negras, o mientras les daban el pecho a los retoños, pero nunca había contemplado un cuerpo tan lozano cuyos secretos, a los doce años no comprendía.

Ivonne se hizo mi compañía inseparable. Pasábamos juntas todo el tiempo. Jugábamos a las muñecas, a las casitas, a todo. Al jugar a las casitas, yo era el padre y ella era la madre.

Nos divertíamos jugando a que me ponía de comer y esas cosas. Luego nos echábamos sobre una manta que hacía de cama.

Tenía casi quince años cuando sucedió algo que me conmocionó. Normalmente mi tío siempre fue muy cuidadoso en sus tratos con las sirvientas, pero en una ocasión asistí en silencio, no escondida, pues fue para mí una sorpresa, pero sí silenciosa y sin reaccionar a cómo mi tío seducía casi a la fuerza a una de aquellas sirvientas a las que tantas veces habría seducido.

Jugaba al escondite con Ivonne. Una de las sirvientas entró en el salón, y mi tío tras ella.

Mi tío se colocó detrás de ella y pude ver sus manazas sobre el vestido de la chica. Sus manos desabrocharon el vestido y pronto amasaron aquellas ubres.

Luego le ví subirle la falda por detrás y cómo le hacía extraños gestos por detrás, así, sin contemplaciones.

Los dos se pusieron como muy cansados de repente, después de moverse mucho y luego mi tío le soltó a aquella mujer un par de monedas, mientras se metía dentro del pantalón eso con lo que orinan los hombres. Esa fue la versión casi infantil e ignorante de lo visto.

A los pocos días le dije a Ivonne que jugaríamos a las casas. Yo era el padre. Yo, siendo blanca nunca aceptaría un papel donde Ivone tuviera más autoridad que yo.

Ivonne tenía diecisiete años. Desde que entró, debido a la mejor alimentación y a su desarrollo, se había convertido en una hermosa hembra de color de pelo rizado.

Yo desde hacía mucho tiempo quería emular a mi tío en todo, por eso, como en un juego, cogí a Ivone mientras me daba la espalda, y acercándome por detrás, puse mis manos sobre su vestido y comencé a intentar desabrocharle la blusa.

Si yo hubiera sido un negrito del poblado, Ivonne me hubiera abofeteado, o hubiera escapado corriendo. Pero era mi sirvienta y yo su ama. Ivonne hizo lo que pensaba que yo deseaba. Se desabrochó la camisa y se dio la vuelta.

Posiblemente ella no había pasado por nada así, pero se cogió los pechos con las manos y yo, por emular a mi tío, comencé a besar las tetas como si fuera un marido amoroso.

Estuve lamiendo aquellas tetas, sin saber muy bien lo que hacía ni porqué, pero lo que sí me dí cuenta es que me gustaba. Sentía una excitación, una sensación que nunca había sentido.

No sé qué sentiría Ivone, pero lo cierto es que comenzamos a jugar a aquel juego todos los días, durante largas horas.

Empezábamos, descansábamos, volvíamos. Ivonne se tumbaba sobre la mantita que simulaba nuestra cama y yo sobre ella, y me comía sus pechos una y otra vez y un día detrás de otro, sintiendo sus pezones enormes ponerse duros ya incluso antes de rozarlos con mi lengua, sintiendo que mis bragas se mojaban por más que me esforzara en limpiarme bien después de ir a hacer pis.

Sentí auténtica pasión por Ivonne. Sería mía siempre. Aprendería, algún día a amarla como un hombre. Pero después de unos cuantos meses, mi tío me anunció que el jefe del poblado había encontrado un marido para Ivone. Me negué en rotundo a que Ivonne me abandonara. Mi tío reaccionó primero con extrañeza, pero luego con mucha autoridad. No iba a consentir que yo le discutiera una decisión.

Su última palabra era que Ivonne se convertiría de nuevo en Luba y retornaría al poblado, donde se casaría con un hombre de cincuenta años, un viejo que no había podido nunca tener hijos. Eses viejo duraría algo más diez años y dejaría viuda a Ivonne con 27 ö 28 años, y ya no se podría casar. Un día, me fugué con Ivonne.

No tardaron en encontrarnos. Mi castigo fue enviarme a aquel horrible colegio inglés. El de Ivonne, casarse con aquel viejo. Pero antes, mi tío, borracho y excitado al ver a Ivonne sumisa de vuelta…

Bueno no puedo decir que pasó detrás de la puerta. Oí chillar a Ivonne y llorar. Y luego aquellos gemidos raros que no sabía si identificar con dolor o con qué. No volví a ver a Ivonne después de que mi tío se encerrara con ella en su despacho. Tampoco ví, más que un par de veces y a distancia, a mi tío.

Aquel internado inglés, con su estúpida parafernalia y disciplina. No se cansaba de decir la directora y las profesoras que éramos señoritas, pero mientras ellas dormían, o en el momento que aquellas chicas se libraban de la férrea disciplina, en lugar de señoritas eran zorras de la peor calaña.

Iba con n nivel muy bajo. Las profesoras me aseguraban que tendría que esforzarme, pero nadie me ayudaba. Pronto cogí fama de inculta, de ser una salvaje. Las chicas empezaron a cebarme sobre mí. Se metían durante el día, con comentarios y bromas despreciativas.

Y por la noche, empezaron a enseñarme cómo se consuelan las señoritas cuando los chicos están lejos. Había una chica mayor que se encaprichó de mí. No sé cómo conseguía meterse en nuestro cuarto y poseerme mientras las otras se hacían las dormidas. No era la única, pero era la que mayores libertades se tomaba y a la que todas reconocían ciertos derechos

Empezó primero utilizando su lengua, besándome, lamiéndome los senos como yo había hecho a mi Ivone, pero luego me dí cuenta de mi ignorancia en todo esto. Mis bragas desaparecían de mi cuerpo y su lengua me provocaba los primeros orgasmos que nunca había tenido.

Louise, como se llamaba aquella hiena hambrienta pronto comenzó a utilizar sus dedos y cada vez lo hacía con más dureza y brusquedad, provocándome orgasmos más intensos. Y un día descubrí qué tipo de gemidos eran aquellos que procedían de las criadas negras con las que mi tío se encerraba, y que la misma Ivone emitió la última vez que la ví.

Y una buena noche, Louise apareció con algo parecido a un tubo. Un cilindro de goma que traía untado en algo que lo hacía resbaladizo.

Me llevó hasta las duchas, de las que inexplicablemente tenía unas llaves. Y comenzó a hacerme suya. Y de pronto sentí un pánico descomunal al sentir que me introducía aquello entre las piernas. Le pedí que no lo hiciera. Se lo pedí casi llorando pero Louise me dijo que lo había hecho al menos diez veces y nunca pasaba nada.

Ese día no sentí placer, salvo cuando Louise, sacó su miembro medio ensangrentado por la ruptura de mi virgo y colocó su boca en mi sexo para probar mi sangre, mezclada con mi flujo. Sentí por el contrario, un gran miedo desde el principio hasta el fín, y un dolor intenso, muy intenso. No tenía ningún tipo de cariño hacia Louise. Supongo que cuando en estas cosas media el amor, son más fáciles.

Y desde ese día, con poco más de dieciséis años, mi conejo fue un ir y venir de pequeños o grandes cilindros, que una vez traídos por Louise, y otras veces por algunas de sus amigotas, recorrieron las húmedas paredes de mi sexo hasta que se graduaron algunos meses después.

Entonces entramos en un curso intermedio.

Pronto las mayores, empezaron a intentar pervertir a las nuevas. Poco a poco iban cayendo las más atractivas, para mayor gloria de las que tenían más éxito. Las que menos éxito tenían se conformaban con las más feas.

Asistíamos mudas a los encuentros e íbamos aprendiendo para el siguiente curso. También iban cayendo las que considerábamos irreductibles de nuestro grupo.

El folleteo entre las internas era algo universal en el colegio e íbamos aprendiendo poco a poco; Y sólo cuando una de las mayores quería tener sexo de calidad de verdad, acudía a una de las de nuestro curso, que ya habíamos aprendido todo lo que había que aprender y no nos asustábamos si metían un dedo entre nuestras nalgas.

Éramos las “putas perfectas”, nos decían cada vez que una de nosotras accedía a sus peticiones, o nos pillaban desprevenidas y no habíamos ganado aún su respeto, pues en ese curso, ya nos uníamos para defendernos. También nos uníamos para alejar el aburrimiento y entonces éramos nosotras las que comprobábamos que éramos unas “perfectas putas”.

Mi preferida era una irlandesa pelirroja que sus creencias le obligaban a cerrar los ojos mientras la masturbaba.

Hacía unos meses que había entrado al último curso. Y las chicas nuevas hacía tiempo que se habían entregado a la protección de una mayor, para evitar que las moscas y las mosconas revolotearan alrededor de sus sexo. La mía era una chica preciosa.

Una rubia alta y delgada cuyo sexo había profanado con un bote de pastillas efervescentes, una noche de otoño en las duchas, rememorando otra noche de hacía dos años, en la que yo había sufrido ese trance de manos de mi “amiga mayor”. Una rubia que le recordaba extraordinariamente a la hija de los Gordons, Margaret.

La estúpida y repelente chica que tenía por vecina en su granja de Rodhesia. Empecé temprano a follarme a las jovencitas. Lo hacía a escondidas de las más mayores, que no querían verse ofendidas en sus privilegios a “elegir antes”.

Sí, realmente me enseñaron mucho en aquel colegio. Había más mala leche entre nosotras que entre las gallinas de un gallinero.

Ahora, mientras aterrizaba se me antojaba que todo lo ocurrido en aquel colegio era una mala pesadilla. Le había cedido mis derechos sobre aquella rubia a la irlandesa pelirroja, pero traía en la maleta aquel tuvo, en el que había metido una nota de despedida repentina de aquella rubia enamorada. No había sido un sueño

El aire me pareció distinto cuando me encontré fuera del aeropuerto, con uno de los trabajadores de confianza de la granja. Fui a ver a un pariente lejano sobre la marcha, que había solucionado el problema del entierro y todo lo relativo a la herencia.

Al día siguiente fui al cementerio donde descansan los restos de la familia, en un hermoso panteón. Y por fín el trabajador, acomodado en un hotel aquella noche, me llevó a la granja, en un viaje que duró seis horas. Llegamos cansados pero sentí una gran alegría de volver a mi casa.

Mama Kun me esperaba en la puerta y vino a trompicones a saludarme. Creo que lloré al verla y abrazarla. Me contó la muerte de mi tío. Le vino de repente. Un ataque al corazón provocado por los excesos. Tantas mujeres…

AL día siguiente comencé a tomar decisiones. Me interesé por el estado de la granja, para lo cual hablé con el capataz, un mulato fruto de las relaciones amorosas de algún terrateniente con alguna chica del poblado. ¿Cuántos como él dejaría mi tío? Pensando en mi tío, les comuniqué a las criadas que ya no dormirían en casa, salvo mama Kun. Eso era una alegría para ellas pues podían trabajar en la casa sin renunciar a casarse ( o viceversa)

Todo iba estupendamente. La granja producía. No había problema evidente. Nunca lo había habido. Empecé a recorrer los campos todas las mañanas a caballo. Iba vestida con las botas de montar y un pantalón de amazona y una blusa. Me dí cuenta que inconscientemente miraba a las chicas, intentando identificar a Luba. Quería saber de ella.

Pregunté a Mamá Kun. Luba había enviudado hacía unos meses. Parece que el viejo se comportaba en la cama, pero como a mi tío, aquello le costó la salud. Ella no se había vuelto a casar.

No señora, debía esperar aún unos meses. Tampoco había concebido hijos. Mama Kun me dijo que podría encontrarla en el río, Ella lavaba la ropa temprano. A la mañana siguiente me levanté temprano y tras desayunar encargué que me ensillaran el caballo y me monté para dirigirme al río.

Fui triunfante montada en mi caballo caminito del río, donde las nativas lavaban la ropa, con cuidado de no meterse demasiado, no fueran a morderles un cocodrilo.

Mi corazón latía con fuerza y sentía un extraño cosquilleo en la barriga, ansiosa de saber cómo estaba Luba, mi Ivonne de mi pubertad. Miré a las chicas que mojaban la ropa y las restregaba sobre las piedras. Iba pasando y las miraba altiva, buscando algún rasgo que me identificara a Ivonne. Pasaba por chicas altas, delgadas, bajas, gordas, grandotas, rechonchas, menuditas, larguiluchas. Algunas eran bellas,,otras no lo eran tanto.

Las miraba a la cara y a los ojos, que es como se conoce a una persona. Después de un par de segundos, ambas nos retirábamos la mirada . De repente, la ver a una chica, instintivamente reproduje su nombre.- ¿Ivonne?.-

Ivonne me contestó. Parecía rencorosa al principio. La situación era un poco desigual. Yo estaba montada en mi caballo, vestida de amazona, con un sombrero de ala.

Ella se puso de pié. Estaba vestida con unos trajes de su etnia, llenos de colorido, que dejaban al descubierto un hombro. La edad la había hecho ganar en voluptuosidad y sensualidad, aunque no estaba ni mucho menos gorda. Temía que hubiera engordado mucho, pues las nativas tienen tendencia a engordar o a encanijarse, según.

Le pregunté por su vida. Era viuda, como me había anticipado Mama Kum, y sin hijos. Trabajaba temporalmente en la recogida de las cosechas de mi propia finca. Le propuse, sin interesarme mucho en ello, a que viniera a mi casa a servir. De primeras no aceptó. Pensaba que lo hacía por lástima, No sabía mi oscuro interés por ella. Tuve que insistirle y casi imponerle que viniera a vivir a mi casa. Quizás no tuviera fácil el seducir a Ivonne. Me daba igual, tenía todo el tiempo del mundo y cuanto más me costara, más disfrutaría.

La obligué a que me siguiera desde ese mismo instante. Se vino tras de mi caballo. Me seguía a cierta distancia, pero me seguía. Traía sus ropas en un atillo, apoyado en sus caderas. La miraba de vez en cuando. Ivonne tenía un cuerpo fenomenal. Se podía ver en los parsimoniosos movimientos de sus anchas caderas.

Debía tener un pecho grande y un culo enorme. Tengan en cuenta, que hasta ese momento, mis conquistas habían sido jovencitas de los cursos inferiores. Jóvenes tiernas, pero que no podían tener el desarrollo de una nativa africana que comienzan a desarrollarse desde muy temprano, y que con la edad que tenía Ivonne, eran unas hembronas.

Fuimos a sus cabaña en el poblado. Los nativos se arremolinaban curiosos, guardando cierta distancia que indicaba el respeto hacia mí. Ivonne recogió sus pertenencias, que cabían en un atillo hecho con una de las sábanas roídas de su cama.

Los muebles, mal hechos de tablones inservibles y carcomidos, los dejó allí. Ivonne habló con una pariente de su marido , que le explicó que se venía a casa. La pariente, una mujer algo mayor la felicitó y la despidió cariñosamente. Luego, puse el atillo a la grupa del caballo, y Ivonne me siguió, esta vez , andando a la altura de mi caballo, manteniendo conmigo una conversación trivial.

Era realmente hermosa. Una de esas nativas que a una le quitan el hipo, de cara redonda y orejitas pequeñas.

Su pelo era entre negro y pelirrojo. Sus ojos, grandes y oscuros y su nariz pequeñita y chata, y unos labios gordos largos y anchos remataban su cara de ébano. Su traje regional dejaba ver su piel oscura, de puro chocolate. La sentía respirar cansada y se me metía en la nuca su ritmo fatigado. Llegamos por fín a la finca y a la casa.

Ivonne hizo un gesto de quedarse fuera de la casa, pero yo le invité a entrar. Mamá Kun salió a recibirme arrastrando su cuerpo pesado. Le dije a Mama Kum que Ivonne se quedaría con nosotras. La subiríamos al mi cuarto de mi infancia, pues yo me había trasladado al cuarto de mi Tío Peter.

Hablé con Mamá Kun de los cometidos de Ivonne. Mamá Kun sería la cocinera. Organizaría la compra y realizaría los trabajos menos pesados pero de más responsabilidad. Ivonne me serviría la mesa, sería mi camarera durante el día y la noche. Así ya no tendría que interrumpir el sueño de Mama Kun. En realidad lo que perseguía era tener a Ivonne continuamente a mi lado, y procurar que Mama Kun interrumpiera lo mínimo posible mi intimidad.

Rogué a la anciana que tratara a Ivonne bien y que no fuera dura con ella. Estaba seguro de eso una vez que le dejé claro a Mama Kun que moriría en casa de vieja. Ivonne no venía a quitarle el puesto. Mama Kun era de las pocas personas a las que amaba, sin ningún matiz sexual.

Insté a Mama Kun a que lavara bién a Ivonne. Ivonne había subido al cuarto a dejar sus cosas y al bajar se encontró un barreño grande de agua templada en la amplia cocina de la casa. Mama Kun ordenó a la joven que se desnudara y ella se deshizo de las telas multicolores que envolvían su cuerpo.

Quedó tan sólo con su peculiar ropa interior. Por sujetador usaba una tela que envolvía su torso. Por bragas, una tela graciosamente atada. Se quitó la tela que sujetaban sus pechos y pude ver una espalda fuerte ancha y recta, aunque femenina. Después se deshizo de la tela que cubría su sexo y me fijé en sus caderas anchas y sus nalgas bien desarrolladas. Una hembra que no tenía nada que ver con las jovencitas que me había tirado en el Colegio.

Subí a su habitación. Le limpié el equipaje de cosas inútiles. Las guardé en la mía, momentáneamente, pensando qué hacer con aquellas ropas, algunas realmente gastadas, otras, como la ropa de cama, totalmente inútiles, pues su cama ya estaba provista de sábanas y colchas. Al final decidí dejarle los objetos personales únicamente: unos collares y esas cosas.

Fui al armario de la ropa vieja, donde había ropa de mi tío Peter. Aquella ropa me estaba ancha. A Ivonne seguro que le estarían anchas también, pero algunas prendas, como los pantalones cortos, los calcetines le podían estar bien. También aparté alguna de mi ropa más gastada, a condición de que fuera elástica, como las bragas o el chándal de deporte. Le bajé unas bragas, el chándal y una camiseta y unas zapatillas de tío Peter.

Ahora la sorprendí de frente, mientras Mama Kun le lavaba la espalda con fuera, como queriendo hacer salir el oscuro del color de su piel. Nos cruzamos las miradas.

Me fijé en los pechos bien puestos y prominentes, en el que aparecían dos pezones oscuros y prominentes, y su vientre plano en medio de sus anchas caderas. Y su sexo negro, cubierto de vello que aparecía entre la espuma de jabón que lo cubría.

Sus piernas eran largas y bien hechas. En conjunto, era un de esas nativas de complexión fuerte, piernas largas, cintura alta, culo y caderas anchas y cintura estrecha, espalda ancha y recta y pechos desarrollados y erectos. Su pelo era extremadamente rizado, aún después de mojarlo y su cuello. Largo como el de una jirafa. Fina, una chica fina.

Le dejé la ropa. Mama kun estaba familiarizada con ella y Ivonne había usado ropa europea mientras estuvo en casa.

Yo me guardé para mí algunas prendas de mi tío que me gustaban, como su gorro o la chaqueta africana, o los pantalones o esa correa de cuero con la que azotó al nativo que nos robó al faisán.

Ivonne parecía otra vestida con la ropa ajustada. Me daba la sensación de que las bragas le estaban estrechas, pues daba inesperados respingos.

Estaba aún más hermosa. No se atrevía a mirarme, Yo en cambio no le quitaba ojo. Le expliqué que le guardaba su ropa, y que algunas prendas las tiraría. Mamá Kun le explicaba sus funciones y yo me la imaginaba vestida con un conjunto de delicada lencería. Me propuse salir esa misma semana a comprarle a Ivonne toda la ropa que necesitaría.

Los primeros días no acosé mucho a Ivonne.

Quería que se sintiera bien para que el pájaro no volara. Un día salí con el chofer con destino a la ciudad. Había una afamada tienda a la que entré y pedí un buen conjunto de todo tipo de ropa para Ivonne, desde medias hasta vestidos de noche pasando por la ropa interior.

También compré perfume y todo lo que una dama necesita, desde compresas hasta lápiz de labios. Y chocolate; a Ivonne le encantaba el chocolate y creo que por un trozo de él sería capaz de arrastrarse.

También me compré cosas para mí, pero no sé por qué, me empezaba a identificar en mi estilo de vestir con el tío Peter. No que decir tiene que en la ciudad, donde toda la comunidad de origen europea se conoce, aquello se interpretó como la eminante llegada de un novio inexistente.

AL llegar, por la noche, después de cenar, mientras Ivonne me preparaba la cama , le empecé a enseñar la ropa. Ivonne casi lloró de alegría al decirle que aquellas ropas, todas aquellas ropas eran para ella. Hasta ese momento había tratado a la chica con una cortesía extrema, pero manteniendo las distancias. Sólo había roto esa distancia permitiendo, un par de días antes que la chica comiera en la mesa conmigo.

Estaba de pié esperando que me sentara a comer . Le dije cortésmente que pusiera un plato más en la mesa a partir de ahora y le pedí que se sentara a comer. Fue patético verla comer y tuve que estar enseñándole modales desde aquel mismo momento. Ivonne me miraba como pidiendo clemencia cada vez que, una vez tras otra, le decía cómo tenía que hacer las cosas. Esa mirada de corderito degollado me gustaba.

El caso es que al enseñarle la ropa, le dije que se la tenía que probar. Inocentemente se quedó en ropa interior. Se probaba entusiasmada todo lo que le daba y yo la observaba codiciosa.

Después le exigí que se probara la ropa interior. Ivonne obedeció desconfiada y reticente al principio. Sus pechos estaban a la altura de mi mano y podía oler el olor de su cuerpo.

Luego se quitó mis bragas, que le estaban a punto de estallar y comenzó a ponerse una de las doce que le había comprado. Sus tetas cayeron en vertical mientras se agachaba para probarse las bragas.

Eran unas bragas escotadas, unas bragas que todavía le hacían más largas las piernas y más redondo el trasero. Se miró en el espejo. Vi su cara de alegría a través de él..

Luego se probó los sujetadores. Algunos le estaban un poco estrechos, pero los demás le estaban bien. Me acerqué por detrás para ponerle bien la costura de las bragas. Creo que con la alegría no se dio cuneta de mis intenciones.

Puse mi boca en su hombro y su cuello y comencé a besarla, espiando su cara. Debió pensar que ello no obedecía a mis auténticas intenciones, pues me miraba sonriente a los ojos, agradeciéndome con una sonrisa en la que, entre sus labios enormes aparecían unos no menos despreciables dientes blancos.

Apreté mi mano contra su trasero y clavé mis dientes en su hombro ejerciendo una ligera presión. Su cara cambió de expresión. Parecía sorprendida.

Separé mi boca, y aflojé la tensión de mi mano, pegándole unas palmaditas, para que pensara que todo se trataba de una muestra cariñosa. Ivonne volvió a sonreír. Le ordené que se llevara la ropa.

Esta estrategia de proporcionarle estímulos contradictorios continuó hasta que no veía extraño, al cabo de un par de semanas, que le agarrara el culo. La verdad es que Ivonne estaba realmente atractiva con su nueva ropa, pero aún se podía sacarle más partido. Le enseñé a lavarle los dientes, le exigí que se bañara todos los días.

Efectivamente, le dije que por motivos de comodidad se bañaría en su habitación. Le puse una palangana que llenaba con el agua de mi cuarto de baño.

Luego, yo me metía en su cuarto mientras se bañaba y comencé a ayudarla en las tareas de baño. Y poco a poco me apoderaba de su cuerpo, cada vez con más pasión, mientras ella aguantaba estoicamente (o no) como la mano cubierta por la manopla enjabonada acariciaba su espalda, sus senos, su vientre, su sexo…

Poco a poco, una mañana mi mano se apoderó de su sexo, pero esta vez no llevaba manopla y la confiada Ivonne empezó a sentir como mis dedos acariciaban su sexo.

Noté que mis caricias empezaban a hacer efecto sobre la chica y esperé su reacción. Ivonne se limitó a poner sus manos sobre mis brazos y a cerrar los ojos, soñando quizás que era su difunto marido el que jugaba con su sexo.

La besé tiernamente en los labios mientras deslizaba uno de mis dedos entre los labios de su vientre y me apoderaba de su tesoro. Ivonne se echó sobre mí y puso la cabeza sobre mi hombro, mojándome la ropa que llevaba: una camisa de trabajo de mi tío Peter.

Pronto Ivonne se restregaba contra mí, agarrada a mis hombros, entregada totalmente a las acaricias de mis mano. Ivonne no atrevía a besar mi cuello pero la sentía retorcerse de placer, hasta que sus suaves gemidos aparecieron y desembocaron en un orgasmo que mi mano recibió con dos dedos metidos en su sexo, por que a estas alturas, yo ya tenía claro que para sentir a una mujer, había que dejarse de pequeños consoladores y hacerlo directamente con los dedos.

Desde ese día la actitud de Ivonne hacia mí se hizo más cariñosa. Y yo mantenía las distancias en presencia de los demás y de Mama Kun, pero cuando estábamos a solas, no dudaba en acariciarle el pelo, o palmearle el culo. Aprovechaba cualquier momento para exigirle que se levantara la camiseta, y entonces acariciar sus pechos mientras la besaba o comerme sus pechos.

Me divertía la amenaza de que Mamá Kun nos viera. Me hacía recordar a las experiencias del internado, en los que la amenaza de que las maestras nos vieran era persistente. Luego, por la mañana, la metía en la palangana y la bañaba. Y la masturbaba.

Una noche me quedé hasta tarde. Mama Kun tenía la costumbre de no dormir hasta que no me sentía en mi cuarto. Esa noche lo hice así. Ivonne debía dormir ya.

Me despedí de la anciana y entré en mi cuarto y tras desnudarme de cintura para arriba, me quedé con las botas de montar y los pantalones de amazona, que estrechos, dejaban ver mi cuerpo femenino. Entré con los pechos descubiertos a la habitación de Ivonne.

Ivonne se despertó sobresaltada y se cubrió con la sábana. Encendió la lamparita y se tranquilizó al verme, pero cuando me vió vestida de aquella manera, ya sabía a lo que venía. Venía a jugar a las familias.

Ella sería la madre, yo el padre. Habíamos jugado a ello en mi pubertad.

Me acerque a ella y tiré de las sábanas hasta verla desnuda, con los senos al aire, sin camisón y utilizando como bragas una tela al estilo de las que llevaba cuando la traje, es decir, una especie de paño que le cubría el sexo.

Decidí desnudarla.

Ivonne me permitía pasivamente que le desabrochara aquella tela y la dejara desnuda.

La senté en la cama y le abrí las piernas y pude ver la piel del color del negro café a través de su vello, en su piel de chocolate.

Su sexo me atraía.

Me agaché primero y luego me arrodillé entre sus piernas para lamer su sexo. Sentí su manita puesta en mi cabeza.

Lamí su sexo buscando con la lengua incesantemente su interior.

Sus labios se abrían y pude ver la rosa piel de su interior entre la piel negra de su sexo, como si de un higo se tratara.

Y le arranqué un orgasmo. Me quité las botas y esa noche, dormí con mis pantalones de amazona, abrazándola por la espalda, hasta el amanecer, en que me volví a mi cuarto.

Continúa la serie Rodhesia II – Final >>

¿Qué te ha parecido el relato?


Descubre más desde relatos.cam

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo