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Mi vecina francesa me enseña a gozar del placer femenino

Mi vecina francesa me enseña a gozar del placer femenino

Me llamo María, soy una mujer de veinticuatro años, morena, tengo mi trabajo y apenas sé cocinar.

Mi vida era muy rutinaria, por supuesto sin caer en la mojigatería, hasta que descubrí como gozar con mi cuerpo.

Todo empezó hace unos meses, cuando se quedó libre un piso en mi bloque por encima del mío.

Lo ocupó una preciosa francesa de nombre Corinne.

Desde la primera vez que nos vimos creo que nos caímos simpáticas.

Recuerdo que fue una tarde de verano, venía de trabajar y coincidimos en el rellano del portal mientras recogíamos nuestra respectiva correspondencia.

Nos saludamos haciendo las precisas presentaciones y me ofrecí para cualquier cosa que necesitara.

Corinne tiene tan sólo diecinueve años, mide alrededor de un metro setenta centímetros. Sus ojos son enormes y de un azul ultramar electrizante, rodeados de unas pestañas largas, suaves y claras.

El pelo rubio, largo hasta la cintura, flexible, sano, rebelde, brillante y con delicadas onditas que le confieren un aspecto de niña traviesa.

Corinne y yo comenzamos a vernos varias tardes a la semana y, poco a poco, fue creciendo nuestra amistad, aumentando nuestra confianza.

Quedábamos en su casa o en la mía para tomar té frío o unos JB con Coca-Cola y charlar sobre cualquier tema que en ese momento nos pudiera interesar.

Nunca nos sentimos cohibidas aunque nuestras confesiones fueran muy íntimas, incluso hablábamos de nuestras propias experiencias sexuales.

Mi vida en ese aspecto se limitaba a unos breves escarceos con chicos que consistían en magreos un tanto violentos que nunca me terminaron de gustar, acompañados de un montón de besos anodinos.

Por supuesto era virgen, jamás había sentido la necesidad de dejar de serlo.

Corinne había nacido en Lyon, pero se crió en París, su educación le hacia tener una concepción del sexo diametralmente opuesta a la que nosotros, en este país, respiramos desde el momento de nacer.

Para ella el sexo no era otra cosa que una expresión de amor, de cariño hacia una persona o varias, una representación física, material de algo que no se puede tocar, de algo abstracto. Pronto empecé a comprenderla completamente.

Un viernes por la tarde habíamos permanecido unas dos horas sentadas en el sofá hablando de nuestras cosas y bebiendo, casi sin darnos cuenta íbamos por el quinto JB con Coca-Cola.

Comenzaba a oler su exótico y embelesador perfume, tan sensual, tan cálido, tan profundo como ella misma. Mis ojos querían cerrarse para poder llenarme de su esencia y sentir que era feliz.

De repente Corinne se levantó dando un salto y me dijo que quería enseñarme algo para conocer mi opinión.

Desapareció del salón y se adentró en su dormitorio.

A los pocos minutos apareció por la puerta, la luz de la habitación la iluminaba por detrás y por delante la casi extinta luminosidad del salón.

Llevaba puesto un picardías transparente de color púrpura, lleno de encajes delicados a la altura del pecho, por donde se veían con todo detalle unos oscuros pezones.

Estaba tan arrebatodora ante la puerta, con su pelo rubio dejándose resbalar por la espalda, las telas transparentes, las piernas largas, el exquisito triángulo de su pubis, de su monte de Venus…

– ¿Te gusta? -Me preguntó en un plañido. La contesté con una afirmación apagada. En ese momento sólo veía un ángel pícaro, una ninfa ingenua, todo a la vez; sólo veía su palidez, el púrpura de sus encajes, la delicadeza de su persona y la embriaguez de las refinadas curvas de su cuerpo.

Por primera vez en mi vida sentí no haber tenido una vida sexual más activa, más experiencia; deseaba a aquella mujer y no tenía la más mínima idea sobre lo que debía hacer o de lo que ella podría llegar a hacer. Sentía un deseo irrefrenable físicamente, pero mentalmente me aprisionaba la idea de que la homosexualidad no era natural.

Se aproximó a mí y se sentó lentamente sobre el sofá, me miró fijamente clavando esos ojazos azules en mis pupilas y puso mi mano sobre su pecho.

Sin darme cuenta, pronto empecé a acariciarlo y a darle pequeños pellizcos; su pezón, como por arte de magia, se puso duro, erecto.

Sentí una llamada al pecado, al abandono, dirigí mi otra mano hacia su otro pecho como si una fuerza oculta me guiará camino del placer.

Corinne cerró los ojos, su respiración se entrecortó y fue haciéndose, a medida que pasaba el tiempo, más rápida y ruidosa.

Yo estaba experimentando a la vez algo muy similar.

Una idea se me instaló en la cabeza, tenía una necesidad enorme de acceder con mis labios a sus tetas y chupárselas hasta deshacerlas, pero dudaba porque no me creía capaz de hacerlo.

Tenía que hacer un esfuerzo y no dejar que mi cabeza me dominara, no podía permitirme el lujo de detener el el presente por mis dudas, por mis indecisiones, por ese afán que tengo de pensar las cosas mil veces antes de realizarlas.

Cuando mi lengua sintió la dulzura de su pezón, ella jadeó.

Después traté de meterme el seno entero en la boca, entonces ella gimió con fuerza.

Tenía hambre atrasada, tenía «mono» de su escultural cuerpo, comencé a sorber, a morder, a chupar a tocar su busto de porcelana una y otra vez, estaba dispuesta a que ese momento no tuviera final. Habíamos llegado a un punto en el cual era imposible regresar, por fin iba a tener una historia de amor que me apetecía.

Corinne se cansó de estar tumbada incorporándose, se desabrochó el picardías y se lo quitó.

Totalmente desnuda era como un sueño hecho realidad, me sentí desfallecer cuando ella tocó con sus finas manos mis pechos.

Sus dedos magreaban mis tetas con maestría, sus labios jugaban con los míos.

Primero se dedicó a recrearse con su lengua por los alrededores de mis labios, mi boca ansiosa buscaba con desenfreno su ávida lengua y luego, sin avisarme me la metió hasta dentro, como si quisiera comerme entera.

Estaba yo ensimismada por la cascada de sensaciones que vivía cuando noté su mano caracoleando entre mis piernas.

Mi braguita de algodón estaba empapada.

Bajó la cremallera de la bragueta e introdujo con decisión sus dedos por dentro de los pantalones.

Primero me tocó el coño por encima de las mojadas braguitas, a continuación se las ingenió para llegar a la fuente de mis jugos.

Mientras hurgaba y se entretenía en mi húmeda almejita, con la palma de la mano rozaba mi clítoris.

Quería destrozar los pantalones, tal era mi excitación, comencé a moverme con ese propósito, pero ella lo hizo por mí.

Entonces me quité las braguitas.

Ahora estábamos las dos desnudas, su entrepierna se me presentaba totalmente inundada por sus flujos.

Exploré su coño a la vez que ella hacía lo mismo con el mío.

Más tarde caí sorprendida cuando me empujó para atrás, dejándome tumbada boca arriba, me abrió las piernas y metió su cabeza.

Noté su lengua en mi ardiente rajita, entonces comprendí que no iba a tardar demasiado en correrme.

Tenía su cara literalmente metida en mi hendidura, sorbiendo todos mis líquidos con ejemplar sapiencia, chupando mi clítoris y mis labios vaginales con su habilísima lengua.

Al mismo tiempo, sus manos, al unísono, pellizcaban mis pezones.

Algunos minutos más tarde me hacía gozar del orgasmo más cálido, delicado e intenso que había sentido en mi vida.

En este momento me sentí injusta e intenté comerle ese coñito rubio tan excitante; pero ella no pudo esperar, antes de que mi lengua pudiera llegar a su vulva la inundó su propio orgasmo, entonces me cogió con sus manos por mi cabeza y me llevó a sus labios.

Desde ese día los encuentros se han multiplicado.

Ahora cuando estoy con algún chico me gusta imaginar que son las manos de Corinne las que me acarician.

Cuando él me lame el coño, pienso que es la pequeña boca rosada de mi amiga y cuando me coloco debajo de él para ser penetrada deseo que sea el ardiente y húmedo chochito de mi Corinne lo que me roza.

Aún no he podido contar a nadie mi relación con Corinne.

Mis sentimientos son confusos; mi educación me obliga a hacer el amor.

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