Capítulo 3

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Desde donde estaba no podía ver el cielo, oculto tras el estor del color de la salvia, pero el aroma de la inminente lluvia lo hacía aparecer de un gris plomizo en mi cabeza. Lía cerró la ventana, se recostó sobre mi hombro y exhaló con fuerza. Una diáfana nube de vaho se esparció desde su boca hasta difuminarse en el ambiente.

– Va a llover – Exclamó algo hastiada.

No había parado de llover en el último mes. Su larga melena caía como una cascada sobre mis pechos desnudos. Me concentré en un punto donde un tenue rayo de sol iluminaba sus cabellos dorados. Refulgía con la intensidad de un cristal de cuarzo.

Recorrí con la mano la abundante colección de constelaciones de su espalda sin necesidad de verlas. Había memorizado sus lunares durante aquella noche, ya lejana, que habíamos pasado en su habitación sin pegar ojo.

Los magros dedos de sus pies me hicieron cosquillas al contacto con mi empeine. Sonreí sin pretenderlo. Nunca había conocido a nadie con la habilidad de Sara utilizando los pies. No solo por su profesión, la de futbolista profesional, sino porque me había demostrado que era capaz de llevarme al cielo utilizando esa parte tan denostada de las extremidades inferiores.

Sin embargo, no era esa la parte que más me gustaba de su cuerpo.

Adoraba sus nervudos brazos tanto como sus estilizados y largos dedos de las manos. Me fascinaban sus poderosos muslos, capaces de hacerme suya sin necesidad de ninguna otra ayuda, al igual que su trasero respingón y pétreo similar al de una escultura de mármol. Sus pechos escasos, coronados con dos enormes areolas rosadas, eran tan sensuales como sus labios tiernos y adictivos. Sus ojos esmeraldas, de mirada intensa y perspicaz, eran tan atractivos como su deliciosa nariz de muñeca, de la que hubiese presumido cualquier adolescente. Su cabellera de oro no hacía más que armonizar el bello conjunto de una de las deportistas más famosas del país.

Solía bromear asegurando que se había equivocado de profesión, podrías ser modelo, le decía. A lo que ella respondía con una encantadora sonrisa de dientes perlados y en impecable sucesión, negando con la cabeza y afirmando que la miraba con buenos ojos.

Quizá era así, pero no mentía. Su físico le podría haber abierto la puerta al estrellato del mundo de la moda de no haberse decantado por el deporte. La prueba la tenía en la ingente cantidad de mensajes que recibía en las redes sociales alabando su físico por encima de todo, cuando no con cosas más soeces y desagradables.

Las marcas de moda y ropa deportiva más famosas del planeta se la rifaban para sus anuncios. Por no hablar de los productos de belleza que pugnaban para que el rostro de diosa de Lía apareciese en los carteles de todas las ciudades asociado a su eslogan.

En cualquier caso, no era su físico lo que más me atraía de ella. Sino una mente lúcida, de una inagotable curiosidad, que iba acompañada de una personalidad humilde, afable y divertida.

Sus maneras resueltas, envueltas en una naturalidad excepcional, la habían acercado a mí varios meses atrás. Había ocurrido durante la concentración de pretemporada de su equipo de fútbol en el hotel en el que yo había empezado a trabajar pocas semanas antes. Jamás hubiese pensado que algo así me podría haber ocurrido a mí.

Compaginaba mi trabajo de media jornada con mis estudios de filología clásica. Al mismo tiempo, daba clases a adolescentes negados y, algunos fines de semana, ayudaba como camarera en el bar de un conocido amigo de mi hermano mayor. Necesitaba los ingresos para poder continuar con la carrera y apenas tenía tiempo de ocio.

Nunca me había interesado por el fútbol ni por las mujeres. Había tenido alguna relación intermitente con diferentes hombres que no habían terminado demasiado bien. El último, tres meses atrás.

La primera vez que vi a Lía, en el vestíbulo del hotel, me quedé prendada de esa belleza impecable y limpia, de la claridad sobrenatural que emanaba de su figura y que llenaba la estancia. Con una rápida búsqueda en internet conocí lo inaccesible de su persona y la olvidé hasta que me la encontré junto a la puerta de la lavandería.

No era habitual que una personalidad se interesara por los entresijos más mundanos de la actividad diaria, pero no tarde en comprender que ella no era como las demás.

Me cautivó tanto la sonrisa como la sencillez con la que afirmó que necesitaba limpiar sus botas. Por alguna remota sensibilidad de clase social, me vi en la necesidad de ser yo quien lustrase su herramienta de trabajo. Sin embargo, su natural generosidad y llaneza me echaron a un lado y permanecí embobada durante el tiempo que tardó en terminar la tarea.

Lo hizo como una abrumadora cotidianeidad al mismo tiempo que conversábamos con asombrosa naturalidad.

La escena se repitió al día siguiente. Y al tercer día me invitó a cenar a uno de los restaurantes más caros de la ciudad con la misma sencillez con la que limpiaba las botas. No me negué, pues se me antojó una causa lógica de la naturaleza de nuestra nueva relación de amistad.

Esa misma noche me invitó a su habitación de hotel. El alba nos encontró despiertas, empeñadas en deshacer la cama una y otra vez bajo una pasión desordenada e impúdica. Con los primeros sonidos de la mañana escapé de la habitación a hurtadillas, como una colegiala a punto de ser descubierta. Pasé el día en un estado de embelesamiento etéreo a camino entre el sueño y la realidad.

A partir de ese día, dediqué el poco tiempo libre que tenía a perderme entre la hoguera de sus piernas y el latir desenfrenado de su pecho.

Cuando su equipo abandonó el hotel, sustituimos la intimidad de la habitación por la amplitud serena de su casa en una lujosa urbanización a las afueras de la ciudad. Al cabo de un mes me instalé en su hogar sin pretenderlo, con la misma franqueza con la que ella había colonizado mi cuerpo.

Dejé mi trabajo en el hotel y no volví jamás al bar en el que trabajaba de camarera. Si no abandoné los estudios fue porque Lía me amenazaba con la sequía de sus labios si no aprobaba todas las asignaturas.

– Voy a por agua – Dijo distraída mientras se levantaba de la cama después de darme un beso liviano en la mejilla.

Seguí con la mirada el caminar grácil y ligero de su cuerpo desnudo hasta que se perdió tras la puerta que daba al pasillo. Cuando regresó me ofreció un vaso lleno de agua y sonreí, agradeciéndole que hubiese leído mis pensamientos.

Se alejó hasta el aparador que descansaba frente a la cama y extrajo un sujetador de una caja de cartón con el logotipo de una famosa marca de ropa interior.

– ¿Te gusta? – Me preguntó mientras se lo ponía.

Asentí y dejé el vaso de agua junto a la lamparilla de la mesilla de noche. El sostén levantaba sus pechos haciéndolos parecer, al menos, dos tallas superiores. Añoré la sencillez de su busto, pero no dije nada.

– Estoy harta de llevar relleno. – Protestó con un mohín de disgusto mientras se quitaba el sujetador y lo lanzaba hacia la caja.

Su apacible desnudez se hizo tan presente como el caldeado ambiente de la habitación. Con un salto propio de un felino saltó sobre la cama y gateó hasta donde yo permanecía tumbada.

– No lo lleves. – Repliqué a sabiendas de que no me haría caso.

– Ya sabes que no puedo. – Susurró en mi oído al mismo tiempo que roía el lóbulo de mi oreja.

Me estremecí y me giré para buscar sus labios, pero Lía me esquivó y se colocó a horcajadas sobre mí. Pude notar el calor de su sexo en mi abdomen.

– Ojalá tuviese tus tetas. – Sus delicadas manos se posaron en mis senos sin sutilezas, sin llegar a abarcarlos por completo. – Me encantan tus tetas.

– Las tuyas son perfectas. – Opiné con absoluta sinceridad levantando los brazos para acariciarlas ligeramente desde el exterior.

Lía dobló la cintura y hundió su boca bajó mi mentón, en busca de mi cuello. Lo besó varias veces provocando que me estremeciera y susurró:

– Sólo contigo puedo ser yo misma.

A continuación, sus labios se encontraron con los míos y nos perdimos en un beso húmedo y eterno. Nuestras lenguas entrelazadas jugaron con fingida vocación escapista, enardeciendo el salival deseo que crecía en mi interior. Podría haber pasado horas deleitándome con sus labios plenos, mullidos y resbaladizos.

Con una sorprendente fuerza, a la que ya estaba acostumbrada, sujetó mis muñecas entre sus dedos, volcando mis brazos sobre mi cabeza. Gemí cuando sus labios abandonaron a los míos para lamer mi barbilla y continuar por mi garganta.

Una vez su lengua hubo llegado hasta mi pecho supe que ya no había vuelta atrás. Bajo mi vientre, una hoguera ardía sin piedad, llevándose por delante cualquier otra cosa que no tuviese que ver con Lía.

Saboreó mis pezones con dulzura, los metió en la boca y los mordisqueó al mismo tiempo que soltaba mis muñecas. Con dedos hábiles acarició mis senos, con exasperante y dulce lentitud primero, con un arrebatado ímpetu después. Los amasó con las palmas de las manos convirtiendo a mis oscuras areolas en dos estalagmitas suplicantes. Los embadurnó de saliva y los lamió con ansia, como si de ellos pudiese manar algún delicioso manjar.

Entrelacé los dedos entre sus cabellos áureos y suspiré complacida, pero su lengua no tardó en abandonar mi busto para proseguir camino hasta mi ombligo. Lo rodeó varias veces antes de alcanzar mi pubis.

Una sola línea de vello oscuro crecía en él y Lía no se molestó en esquivarla. Peinó mi exiguo vello púbico con toda la amplitud de su lengua. Pude ver una sonrisa divertida dibujarse en su rostro antes de que su boca se perdiese de mi vista, oculta tras mi monte de venus.

Buscó mis ingles en primera instancia, tan sensibles que el roce de sus labios me hizo contorsionar. Cuando su lengua se acercó a mi vulva no pude menos que exhalar un suspiro y mantener la boca abierta, como si me hubiese sorprendido el extremo placer que me provocaba la sola presencia de su aliento.

Tanteó la puerta de mi sexo con la punta de la lengua al tiempo que las yemas de sus dedos masajeaban lo abultado de mis labios. Con una precisión de cirujano, uno de sus dedos se adentró en la embocadura de mi vulva y gemí extasiada, soltando de golpe todo el aire que había retenido.

El entrecortado resoplar de mi garganta dio inicio al asalto de su lengua. Dibujó impúdicas figuras con mi sexo convertido en su lienzo. Se perdió entre los pliegues empapados de mi sexo y tanteo la anhelante abertura en la que su dedo índice había iniciado la exploración.

Casi al mismo momento, su dedo corazón se coló en mi interior, haciendo compañía al índice. Situó los dedos con tal destreza que un jadeo se escapó de entre mis labios como si hubiese sido activado con un resorte. Un gozo mayúsculo se instaló entre mis costillas, en ascenso desde mi entrepierna.

El eficaz y delicado movimiento de sus dedos no se detuvo. Me atraía hacia sí al tiempo que su lengua rodeaba al principal culpable de mi placer. Haciéndose de rogar, se ocupó de lamer la zona que ardía alrededor de mi clítoris, cada vez más cerca de él.

El ansia por ser devorada me mantuvo al borde de la queja el tiempo justo. Cuando estaba a punto de suplicar, sentí la presión húmeda de su lengua esponjosa ocupando el vacío que había cultivado sobre mi interruptor.

Gemí con tal intensidad que Lía levantó la mirada y esbozó una sonrisa que tan solo pude ver en el brillo de sus ojos. El tiempo se detuvo en ellos y un deseo efervescente burbujeó en mi pecho. De haber sido capaz de hablar, hubiese declarado mi independencia del mundo para pertenecer tan solo a esa mujer extraordinaria.

Sin cesar en el empeño, sus dedos percutían en el punto exacto del interior de mi vagina. El flujo desbordante que caía sobre su mano no era impedimento alguno, más bien parecía enardecer sus apetitos. Lamía el pequeño botón que ocupaba el centro de mi gozo con la presión justa para no permitir a mi garganta descansar.

Arqueé la espalda en un gesto involuntario y mis gemidos se tornaron en jadeos, casi en gritos. Lía no abandonó la presa, rodeando mi sexo con sus labios lo chupó con fruición antes de continuar con la estudiada coreografía de sus dedos y su boca.

Un sudor febril se había apoderado de mi piel y mis músculos se tensaron de tal manera que creí que se iban a partir. Contraje los dedos de los pies como si aquella fuese la única manera de canalizar la explosión de placer que ya intuía cercana. Me aferré a su cabello y me concentré en lo único que existía en ese instante. La unión entre la lengua de mi amante y mi sexo, entre sus dedos y mi sexo, entre su boca y mi sexo. Toda ella era mi sexo y la sentí formando parte de mí por completo en el instante exacto en el que un inabarcable placer me obligó a cerrar los ojos y de mis pulmones escaparon varios gritos ahogados junto a mi aliento contenido tan solo un instante antes.

Mis muslos iniciaron un temblor maquinal al que se unieron el resto de mis extremidades. Apreté su cabeza contra mi entrepierna en un baldío intento de evitar que el placer se escapara de mi cuerpo. Me retorcí en vano, disfrutando del agonizante gozo que me proporcionaba tener a aquella poderosa mujer libando de mis entrañas. Gemí sin cesar hasta que un súbito agotamiento me obligó a soltar su pelo, aún prendido de mis dedos.

Tanteé en busca de su mano y ella entendió el gesto sin necesidad de palabras. Sus dedos dejaron un hondo pesar en la húmeda grieta que se abría entre mis muslos y su lengua un vacío inmaterial en el suplicante brote de mi más íntimo placer.

La vi sonreír tras emerger sobre mi pubis y no pude más que imitarla, con el sofoco inflamando mis mejillas. Lamió mi vientre con lascivia. Sin detenerse hizo lo mismo con mis pechos hasta alcanzar mis labios. El aroma agrio y almizclado de mis propios flujos me resultó arrebatador. Aspiré hondo antes de recibir un beso pleno, desahogado.

– Estás muy guapa cuando te corres. – Murmuró con voz sensual y divertida.

– Tu siempre lo estás. – Respondí perdida en el verde fulgor de sus ojos.

– Pero yo también quiero que me comas el coño.

La lascivia de su voz y lo soez de sus palabras atizaron las cenizas de la hoguera inextinguible que yacía entre mis piernas.

Lo encendido de mi rostro debió ser suficiente respuesta, pues se incorporó con agilidad y se sentó sobre mi cara. Abrí la boca, anhelante de beber de las mieles de su sexo y aspiré el frutal y delicado aroma que descendía a raudales sobre mí. Acogí extasiada la tersura de sus labios vaginales, entreabiertos, prestos para el roce con mis labios. Fue un leve contacto que la hizo suspirar, acomodó sus caderas y dejando a un lado cualquier atisbo de finura estrechó su coño contra mi boca.

Saqué la lengua y lamí como pude la lumbre que prendía entre sus poderosos muslos. Un incipiente bamboleo de sus caderas colocó su clítoris sobre mi lengua y gimió complacida. Era el punto de partida perfecto.

Con un ímpetu desgarrador se meció sobre mi rostro, frotando sin cesar su vulva contra mi boca. Me esforcé por succionar su clítoris, pero abandoné la tarea sobrepasada por el ritmo brutal de sus embates. Me limité a mantener la lengua a flote, deleitándome con el sabor y el aroma de su flujo y el contacto de la piel sedosa de su vulva.

Claudiqué al esfuerzo de sostener el peso de su soberbio trasero con ambas manos y enterré una de ellas entre mis piernas. La rendija que allí se abría agradeció el familiar contacto de mis dedos y me masturbé con una desesperada furia.

Combiné este esfuerzo manual con el único trabajo posible de mi boca, el de sostener mi propio aliento y el peso del cuerpo escultural de Lía. Fue ella quien, con la frenética cadencia que imprimió a sus movimientos, recorrió el corto camino del placer hasta alcanzar un clímax visceral, alborotado y enérgico. Dobló la cintura hacia delante y se apoyó en la pared, contrayendo los músculos y comprimiendo mis orejas entre sus formidables muslos.

Apenas pude escuchar sus tibios y entrecortados gritos de gozo, que tanta fascinación me ocasionaban, pues justo en ese mismo instante alcancé un nuevo orgasmo, mesurado y liviano, en comparación con el anterior.

El vaho de mi agitada respiración se coló por la hendidura que se alzaba aún pegada a mi boca y la escuché reír. Besé su sexo una y otra vez y relamí mis labios al tiempo que sus muslos temblaban.

– ¡Aah! – Exclamó extasiada. – Joder, eres increíble.

No quise decirle que había sido ella la que había hecho todo el trabajo, sabía que lo hubiese negado con rotundidad. Se levantó y un último chorro de flujo goteó con lentitud sobre mi barbilla. Sentí como mi hoguera se avivaba de nuevo y cerré los ojos exhausta, rebañando el líquido espeso con el dedo índice para después degustarlo con deleite.

Con su habitual dinamismo se tumbó a mi lado, apoyando la cabeza en el hueco que se formaba entre mi hombro y mi pecho.

– Eres alucinante, Raquel. – Mi nombre en sus labios tenía la misma perfecta sonoridad que el universo entero y le pedí que lo repitiera.

Lo hizo con un quedo susurro. En su respiración aún había algo de agitada lascivia cuando mordisqueó el lóbulo de mi oreja.

– Tú me haces lo que soy, Lía. – Mi voz iba teñida de una emoción contenida y deseé que no la hubiese captado.

Me besó con levedad sin dar muestras de haberlo hecho y volvió a descansar la cabeza sobre mi pecho. Su cuerpo desnudo se asentó sobre mi costado. La sedosa finura de su piel contrastaba con mi tono atezado y el contacto me hizo tiritar.

– ¿Tienes frío? – Preguntó sorprendida, casi divertida.

– No, estoy sudando. – Respondí de inmediato, temerosa de revelar la verdad de mi estremecimiento.

Lía no dijo nada, pero pude entrever una sonrisa satisfecha en su rostro de mejillas sonrosadas. Alargó un brazo nervudo y nos echó por encima una suave y ligera colcha.

– ¿Sabes qué? – Le dije acariciando levemente sus parpados cerrados. Y sin esperar su respuesta añadí. – Tu también estás muy guapa cuando te corres.

Su sonrisa se ensanchó y me dormí escuchando el aleteo pausado y regular de su respiración de ninfa.

Días de sueños

Recuerdos de un verano