Desde el momento en que abrí los ojos aquella mañana en mi casa de Puebla, supe que ese día sería diferente. Mi esposo salió temprano, vibrando de emoción por ir al estadio con sus amigos a ver jugar a La Franja, el Puebla FC. Yo le sonreí, lo despedí con un beso en la boca, pero en mi interior ya ardía un fuego que nada tenía que ver con el fervor futbolero.

Fui al armario, y como una arquitecta de mi propio deseo, escogí con cuidado mi atuendo. Me puse el suéter rosa más ceñido que tenía, ese que abrazaba mis curvas, haciendo que mi pecho se viera más firme y provocativo de lo usual. Luego, elegí mi minifalda de mezclilla, corta, atrevida, perfecta para lo que tenía en mente. Y el toque final, la cereza del pastel… decidí no usar ropa interior. Ni un hilo entre mi piel y el mundo.

Mientras caminaba por la calle, sentía el aire fresco colarse entre mis muslos desnudos, deslizándose sobre mi piel de una manera que me hizo estremecer de anticipación. Con cada paso, la tela de mi minifalda rozaba mi intimidad de una forma que me hacía sentir traviesa, provocadora, dispuesta a cruzar cualquier límite. La libertad de ese roce era una promesa susurrada solo para mí.

Me senté en una banca discreta del parque, cruzando las piernas con lentitud, saboreando la sensación de la tela subiendo apenas lo suficiente para tentar y dejar entrever. Sabía que él me estaba observando, que sus ojos recorrían cada curva de mi cuerpo, que su deseo crecía con cada pequeño movimiento que hacía. No necesité voltear para sentir su mirada.

No tardó en acercarse. Sentí su presencia antes de que dijera una palabra, un calor que se intensificaba a mis espaldas.

—Miriam… —murmuró con voz gruesa, una mezcla de asombro y anhelo, inclinándose un poco hacia mí.

Le sonreí con descaro, una sonrisa que prometía mil pecados, y bajé un poco mis gafas de sol para mirarlo directo a esos ojos que ya me conocían tan bien.

—¿Sí? —mi voz, suave, pero con una punzada de picardía, lo invitaba a más.

Él tragó saliva, sus ojos oscuros brillando con algo entre deseo y desesperación contenida. La pregunta pendía en el aire, casi visible entre nosotros.

—Dime que no traes nada debajo.

Me mordí el labio inferior, un gesto que sabía lo volvía loco, y sin responder con palabras, tomé su mano y la guié lentamente sobre mi muslo desnudo, dejando que descubriera la verdad por sí mismo. Cuando sus dedos rozaron mi piel sin ninguna barrera de tela, sin el menor rastro de encaje o algodón, dejó escapar un leve suspiro, casi un jadeo ahogado.

—Eres una maldita tentación… —murmuró, su respiración volviéndose más pesada, sus ojos fijos en los míos.

Me incliné un poco más hacia él, mis labios rozando apenas su oído, sintiendo el calor de su aliento.

—¿Y qué vas a hacer al respecto?

No hizo falta más. Me tomó de la mano, su agarre firme y decidido, y me llevó fuera del parque, con una urgencia palpable, como si no pudiera esperar ni un segundo más. Cada paso era una promesa silenciosa.

Subimos a su auto, y apenas cerró la puerta, sus labios atraparon los míos con una urgencia que me quitó el aliento. Sus manos viajaban por mi cuerpo, explorando cada rincón sin prisa pero con un hambre que me consumía. Sus dedos se enredaban en mi cabello, luego bajaban por mi espalda, deslizando la tela de mi suéter.

—Toda la tarde es nuestra —susurré contra sus labios, deslizando mis manos por su pecho, sintiendo la dureza de sus músculos bajo la tela de su camisa.

—Voy a hacer que no olvides esta tarde jamás… —prometió, su voz cargada de deseo, y su mirada me aseguró que cumpliría cada palabra.

No tardamos en llegar a un motel discreto, de esos que prometen anonimato y pasiones desenfrenadas. Apenas cruzamos la puerta de la habitación, me empujó suavemente contra la pared, su cuerpo pegado al mío, su aliento cálido chocando contra mi cuello, erizándome la piel.

—Mírate… —murmuró, deslizándome el suéter por los hombros hasta dejar mi pecho al descubierto, mis pezones ya duros bajo su mirada—. Eres puro pecado.

Su boca descendió por mi cuello, mis clavículas, bajando hasta atrapar uno de mis pezones entre sus labios, succionando suavemente, arrancándome un gemido suave que resonó en la habitación. Sus manos viajaban por mi espalda, mi cadera, levantando poco a poco mi minifalda hasta que quedó completamente enrollada en mi cintura, dejando mis piernas expuestas.

Mis uñas se clavaron en su espalda cuando lo sentí deslizar sus dedos entre mis muslos, explorando esa humedad que ya se había acumulado.

—Eres mía… —susurró, mirándome a los ojos con una intensidad que me robó el aliento—. Solo mía.

Y entonces la tarde se convirtió en una tormenta de caricias, besos y suspiros entrecortados. Me tomó de espaldas contra la pared, sintiendo el frío de la superficie contra mi piel caliente, luego sobre la mesa, donde mi minifalda se convirtió en un estorbo que arrancó de un tirón, y después en la cama, cada posición más intensa, más profunda, más desesperada. Sus labios reclamaban cada parte de mi cuerpo, sus manos exploraban con urgencia, su voz grave susurraba mi nombre una y otra vez, mezclado con gemidos que eran solo para mí.

Cada vez que llegábamos al clímax, él encontraba la manera de encenderme de nuevo, de empujarme al límite una vez más. Me sentía completamente suya, entregada a cada deseo, a cada placer prohibido que solo él podía despertar en mí.

Las horas pasaron entre jadeos y caricias sin descanso. Mientras mi esposo celebraba goles en el estadio, ajeno a mi mundo, yo celebraba una y otra vez la intensidad del deseo en los brazos de otro hombre.

Cuando finalmente nos quedamos sin fuerzas, el sol ya estaba cayendo, pintando el cielo de tonos anaranjados. Me acomodé la minifalda y el suéter, con la piel aún marcada por su pasión, un rubor persistente en mis mejillas.

—¿Lista para irte? —preguntó con una sonrisa satisfecha, sus ojos brillando con el placer compartido.

Le devolví la mirada, aún con los labios hinchados por sus besos, una sonrisa pícara en mi rostro.

—¿Quién dijo que esto ha terminado? —mi voz era un susurro ronco, lleno de promesas.

Él rió, una risa grave y sensual, mirándome con ese brillo ardiente en los ojos.

—Miriam… contigo, nunca se termina.

Esa tarde quedaría grabada en mi piel para siempre, como un tatuaje invisible de deseo y transgresión.

El sonido del celular vibrando sobre la mesa de noche me sacó de mi trance. Mi cuerpo aún estaba húmedo por el sudor de nuestra pasión, mi respiración entrecortada, mi piel marcada por el deseo. Con los dedos temblorosos, tomé el teléfono y vi el nombre de mi esposo en la pantalla.

Mi corazón dio un vuelco, un golpe seco contra mis costillas.

—¿No piensas contestar? —dijo él con una sonrisa pícara, todavía tumbado en la cama, completamente desnudo, mirándome con una satisfacción que me hizo sonrojar.

Me aclaré la garganta, intentando que mi voz sonara normal, aunque mi garganta estaba seca. Deslicé el dedo por la pantalla.

—¿Hola? —intenté sonar despreocupada, pero mi voz salió un poco agitada, como si hubiera corrido un maratón.

—Mi amor, ya estoy en casa. El partido terminó hace rato y decidimos no ir a celebrar. Pensé que ya habrías llegado, pero no te veo… ¿Dónde estás? —La voz de mi esposo sonaba relajada, ajena a la tormenta que se desataba en mí.

Un escalofrío me recorrió la espalda. Miré la hora en la pantalla y mi estómago se encogió. ¿Cómo demonios había pasado tanto tiempo? ¿Qué hora era?

Mi amante se incorporó en la cama, aún desnudo, y con una sonrisa traviesa deslizó su mano por mi muslo, subiendo lentamente. Mi cuerpo respondió de inmediato, un estremecimiento recorriéndome mientras intentaba mantener la compostura. El placer se mezclaba con el peligro.

—Estoy… estoy por llegar —mentí, cerrando los ojos cuando sentí sus labios en mi cuello, mordisqueando suavemente, dejando una marca invisible pero profunda.

—¿Segura? Porque se escucha raro… ¿Estás bien? —preguntó mi esposo, su tono de voz ahora con una pizca de sospecha, detectando algo en mi voz.

—Sí, sí, todo bien… solo que… —jadeé en silencio, ahogando un gemido cuando mi amante deslizó su lengua por mi clavícula—. Estoy… en el tráfico, ya sabes… mucha gente saliendo del estadio.

—Ah, claro. Bueno, te espero, pero apúrate, ¿sí? Tengo ganas de verte.

—Sí, amor, ya voy.

Colgué antes de que pudiera hacer más preguntas y dejé escapar un suspiro tembloroso. Mi amante me miró con sus ojos oscuros, llenos de picardía.

—Qué traviesa eres… —murmuró él, mordiendo mi labio inferior antes de atraparlo en un beso ardiente—. Tu esposo esperándote en casa y tú aquí, aún desnuda, con el cuerpo caliente por mí.

Su voz ronca hizo que mi piel se erizara. La adrenalina de estar a punto de ser descubierta solo aumentaba el fuego.

—Tengo que irme… —susurré, pero mi cuerpo decía otra cosa, pegándose más al suyo.

—¿Tienes? —levantó una ceja, deslizando su mano entre mis piernas, recordándome lo sensible que aún estaba, el deseo latente.

—O… ¿quieres? —Su voz era una tentación en sí misma.

Mordí mi labio, intentando contener el gemido que amenazaba con escapar. Me perdí en sus ojos.

—Solo un poco más… —susurré con un atrevimiento que me sorprendió incluso a mí misma.

Él sonrió, satisfecho con mi respuesta, y en un segundo ya me tenía de nuevo bajo su control, devorándome con besos, haciéndome suya una vez más con la adrenalina de saber que mi esposo estaba esperándome en casa, a unos cuantos minutos de distancia.

El peligro hacía todo aún más excitante, elevando cada caricia, cada gemido, a una dimensión prohibida y gloriosa.

El sonido de mi respiración entrecortada se mezclaba con el zumbido lejano del teléfono, que aún vibraba en mi mano. Mi esposo esperaba en casa, pero yo… yo seguía aquí, atrapada entre el deseo y el peligro, con el cuerpo aún temblando por el placer que mi amante me hacía sentir. Sus manos fuertes me sostenían, y sus labios seguían reclamando los míos con una voracidad que me robaba el aliento.

—Dijiste que ya ibas, pero mírate… —susurró contra mi oído, con una sonrisa traviesa que conocía demasiado bien—. Sigues aquí, rogándome en silencio que no te deje ir.

Intenté responder, pero cuando sus manos fuertes me giraron con firmeza y me pusieron en cuatro sobre la cama, un jadeo ahogado escapó de mis labios. Mi espalda arqueada, mis rodillas hundiéndose en el colchón, mi piel aún marcada por su deseo, por sus dientes que dejaban huellas suaves.

—No puedes resistirte, ¿verdad? —murmuró, recorriéndome con la mirada, como si quisiera memorizar cada detalle de la escena.

—No… —admití, mordiéndome el labio, sintiendo la adrenalina recorrer mi cuerpo, mezclándose con el placer.

Pero entonces, el celular vibró de nuevo en mi mano. Era él.

Mi esposo.

Mi amante soltó una risa baja y traviesa, deslizando sus manos por mis caderas, sosteniéndome con fuerza.

—Contéstale —ordenó, su voz grave y mandona, una chispa de malicia en sus ojos—. Pero no te atrevas a colgar.

Mi corazón latía a mil por hora. El riesgo, el peligro de ser descubierta, la intensidad del momento… todo se mezclaba en un torbellino de sensaciones que me hacían perder la razón. El teléfono ardía en mi mano como mi propia piel.

Tomé el celular con manos temblorosas y deslicé el dedo por la pantalla.

—¿A… amor? —Mi voz salió un poco temblorosa, apenas un hilo.

—¿Por qué tardas tanto? —preguntó mi esposo, con un tono de sospecha en su voz que me heló la sangre.

Y justo en ese momento, mi amante decidió moverse, hundiéndose en mí con un gemido grave. Me hizo arquear la espalda y apretar los labios con todas mis fuerzas para no dejar escapar ningún sonido que delatara mi verdad.

—Es que… —tragué saliva, sintiendo mi piel arder bajo su roce, bajo su ritmo—. Hubo un… pequeño retraso… en el tráfico.

—¿Seguro? Se te escucha rara… —Su voz ahora era más insistente, más inquisitiva.

Yo cerré los ojos con fuerza, tratando de no delatarme, sintiendo la intensidad recorrerme de nuevo, el placer y el pánico en una danza macabra.

El peligro solo hacía todo más intenso.

El auto se detuvo a unas casas de la mía, en mi colonia, un lugar tan familiar que ahora me parecía ajeno. Mi respiración aún estaba agitada, mi piel ardía y mis piernas temblaban ligeramente después de todo lo que había sucedido en el camino. Miré a mi amante, quien me observaba con una sonrisa de satisfacción y deseo, sus ojos reflejando la misma complicidad que ardía en los míos.

—Pareces nerviosa… —susurró, acariciando mi muslo con su mano fuerte, una última caricia antes de la despedida temporal—. ¿Será que te gusta el riesgo más de lo que admites?

Tragué saliva y me mordí el labio antes de bajar del auto, el aire frío de la noche golpeándome la piel. Al entrar a casa, el aroma familiar de mi hogar me recibió… y también mi esposo, que me esperaba en el sofá con una cerveza en la mano, con el partido del Puebla aún en algún canal.

—¡Por fin llegas! —dijo, poniéndose de pie con una sonrisa que me pareció extrañamente inocente. Se acercó y me rodeó con los brazos, besándome en los labios. Un beso que me supo a traición y a pecado.

Mi corazón latió con fuerza, sintiendo el contraste entre sus labios y los de mi amante, aún frescos en mi memoria.

—¿La pasaste bien con tus amigas? —preguntó mientras sus manos bajaban lentamente por mi espalda, queriendo atraerme más a él, para fundirnos.

—Sí… —murmuré, intentando mantener la compostura mientras sus labios descendían por mi cuello, cerca de las marcas que él había dejado.

Pero cuando intentó deslizar sus manos bajo mi ropa, bajo la tela que ahora ocultaba mi secreto, di un paso atrás con una sonrisa nerviosa.

—Amor, necesito un baño… hace mucho calor afuera. La caminada me dejó agotada.

Él me miró con una ceja levantada, una expresión que no logré descifrar, pero asintió.

—Te espero en la cama… —dijo, una promesa en su voz.

Me di la vuelta y caminé con rapidez hacia el baño. Cerré la puerta detrás de mí, apoyándome contra ella mientras mi respiración seguía acelerada, mi mente aún en el motel, en sus brazos.

El agua caliente comenzó a caer sobre mi piel, llevándose consigo los rastros de la pasión, las marcas del pecado… pero la adrenalina aún corría por mis venas, y una parte de mí, esa parte oscura y traviesa, no quería que se fuera.

El agua caliente resbalaba por mi piel, lavando los rastros de lo que había sucedido esa tarde… pero no podía borrar la sensación, la adrenalina que aún corría por mis venas. Me mordí el labio, cerrando los ojos mientras los recuerdos de cada instante con mi amante volvían a mí, vívidos, intensos. El sabor de sus besos, la presión de sus manos, la forma en que mi cuerpo respondía al suyo.

Pero entonces, un golpe en la puerta del baño me hizo abrir los ojos de golpe, mi corazón latiendo con fuerza.

—Amor, ¿te falta mucho? —La voz de mi esposo sonó detrás de la puerta, con un tono curioso… o quizás, y eso me hizo temblar, sospechoso.

Tragué saliva, intentando controlar el temblor en mi voz.

—Ya casi termino, solo me relajo un poco… el día fue largo.

—Hmm… —Su silencio del otro lado de la puerta me hizo contener la respiración—. Te escuchas rara… y cuando llegaste, parecías algo nerviosa.

El corazón me latía con fuerza. Sentía su mirada a través de la madera de la puerta.

—Solo fue un día largo… —respondí, intentando sonar casual, como si no hubiera pasado nada extraordinario.

—¿Sí? Porque cuando te besé… me pareció que sabías diferente. —Su voz era una punzada directa a mi conciencia.

Mi piel se erizó. La pregunta, tan directa, me dejó sin aliento.

—¿Diferente cómo? —pregunté con un nudo en la garganta, mi voz apenas un susurro.

Escuché su risa baja, pero con un tono extraño, como si estuviera pensándolo demasiado, analizando cada detalle.

—No sé… como si hubieras estado haciendo algo más que salir con tus amigas.

Mi respiración se detuvo por un segundo. La sensación de peligro hizo que mi piel ardiera de una forma diferente, una mezcla de terror y excitación.

—Qué cosas dices… —intenté reír, pero mi voz sonó tensa, forzada.

—Ándale, sal ya… quiero verte.

El agua seguía cayendo, pero no podía hacer nada para borrar la culpa, la adrenalina y la sensación de que, en cualquier momento, podía ser descubierta. La idea de que él lo supiera, de que pudiera leerlo en mis ojos, me paralizaba.

Había sido la puta de otro hombre esa tarde… y mi esposo lo sospechaba.

Salí del baño envuelta en una toalla, aún con la piel caliente por el agua y la adrenalina. Pero apenas di un paso hacia la habitación, mi esposo ya estaba ahí, de pie, mirándome con una intensidad que me heló hasta los huesos.

Sus ojos me recorrieron de arriba abajo, su mandíbula apretada, sus puños cerrados a los lados del cuerpo, un contraste con su anterior aparente inocencia.

—¿Te tomaste tu tiempo, no? —dijo con voz baja, ronca, casi un gruñido.

Tragué saliva, sintiendo cómo mi estómago se encogía.

—Sí… necesitaba relajarme después del día.

Él dio un paso hacia mí, tan cerca que su aliento chocó contra mi piel húmeda. Su cercanía me asfixiaba.

—¿Después del día… o después de otra cosa? —Su pregunta era un dardo envenenado.

Mi cuerpo se tensó. Su voz no sonaba acusadora, no había rabia… más bien, había algo oscuro en su tono, algo que me hacía sentir expuesta y vulnerable, pero también extrañamente excitada. Una punzada de adrenalina me recorrió.

—¿Qué insinúas? —pregunté con una sonrisa nerviosa, intentando mantener la fachada, pero él no retrocedió.

Su mano se deslizó lentamente por mi brazo, bajando hasta mi cadera, tocando la tela de la toalla como si quisiera arrancarla y ver lo que había debajo.

—No lo sé… solo que cuando llegaste, estabas diferente —susurró contra mi oído, su voz un murmullo que erizaba cada vello de mi cuerpo—. Nerviosa. Agitada.

Mis labios se entreabrieron, mi piel erizándose bajo su toque, la verdad a punto de escapar.

—Y cuando te besé… sabías… distinta.

Mi respiración se cortó un segundo. ¿Qué había notado? ¿El sabor de sus besos?

Él apoyó una mano en mi cintura, apretando con firmeza, acercándome más a su cuerpo, pegando mi piel húmeda contra la suya.

—¿Algo que quieras decirme, amor? —Su voz era una pregunta, pero sus ojos ya me estaban juzgando.

Mi corazón latía con fuerza. Él no me acusaba directamente… pero su mirada decía que lo sabía. O al menos, que lo imaginaba… y que, en lugar de enfurecerlo, parecía… encenderlo. Había una chispa de algo nuevo, algo peligroso, en sus ojos.

—No sé de qué hablas… —susurré, pero mi voz tembló, traicionándome.

Él sonrió, una sonrisa lenta y enigmática.

—No importa… —sus dedos bajaron lentamente por mi espalda, rozando la toalla, sintiendo la piel desnuda debajo—. Lo averiguaré.

El peligro, el riesgo de ser descubierta, la intensidad de su mirada… todo hacía que mi piel ardiera, que mi cuerpo deseara más, que mi mente se perdiera en el abismo de lo prohibido.

Y por primera vez, me pregunté si de verdad quería que descubriera la verdad… o si la tensión entre nosotros hacía todo aún más excitante, más oscuro, más glorioso.