Testigo inmóvil

El último mes había estado trabajando incansablemente para actualizar el archivo de la empresa.

Fue agotador y muy estresante porque estábamos al límite del plazo que nos habían dado.

Al final conseguimos solucionar los problemas y sacamos la empresa adelante.

Mi esposa Natalia soportó mi ausencia con paciencia y por fin llegó el fin de semana y nos desquitaríamos.

Quedamos con unos amigos y nos fuimos de copas. Bailamos, bebimos, hablamos, nos reímos, nos besamos…

Ella estaba preciosa, como siempre, pero además muy sensual porque teníamos pensado un fin de fiesta de lo más excitante.

Intentaríamos por fin tener un hijo, después de ocho años de casados y una vida en común fenomenal.

Me llamo Francisco, por cierto, pero todos me llaman Paco.

Todo iba perfecto hasta que me dio un bajón de tensión que casi me desmaya.

Eran casi las tres y me tuve que sentar.

La noche estaba siendo tan divertida que no quería aguarle la fiesta a los demás, así que seguí la juerga sentado y viendo cómo mi mujer seguía bailando, al principio entre mis amigos y luego con un par de cubanos (estábamos en un local de salsa) que bailaban como auténticos profesionales y la llevaban de maravilla.

Luego se acercó otro tipo y éste más que bailar se echaba sobre Natalia.

Debía de ser una agradable compañía, porque ella no hacía más que reír y no se apartaba cuando en los bailes él se la arrimaba.

Yo no estaba muy celoso porque confío mucho en ella y porque seguía muy débil.

Me vinieron unas ganas de vomitar y bajé a los aseos, en un sótano.

Los aseos eran pequeños en ese local y el de damas y caballeros estaban una puerta junto con otra.

Cuando terminé de vomitar me senté en la taza para reponerme.

Estaba tan debilitado que no podía ni levantarme.

Oí un ruido en el baño de al lado.

Descubrí un agujerito y pude observar que era Natalia, que se estaba maquillando.

Era una preciosidad, con su pelo azabache y su cara aniñada.

Estaba de escándalo con su minifalda y su camiseta con escote de palabra de honor, con sus hombros desnudos y su pecho bien apretado contra esa camiseta blanca, transparentando sus pezones.

Entonces me di cuenta de que no debí haber permitido a aquel tipo arrimarse tanto, menudo espectáculo que se había llevado a costa de mi mujer.

Oí pasos y vi que Natalia se dio la vuelta.

– Creo que te has equivocado. Los baños de caballeros están en la puerta de al lado, dijo ella en tono de broma. Pude mirarle y él tenía una cara de excitación evidente. No era gran cosa y estaba algo calvo, pero era uno de esos tíos que atraen a las mujeres.

– No me he equivocado, estás tú aquí.

– ¡No me digas! Anda, sube que me estoy maquillando.

– ¿Para qué voy a subir cuando me has pedido que baje?

– ¿Qué te he pedido que bajes? Me parece que estás equivocado.

– No me lo parece. Cuando dijiste que ibas al baño me miraste. Creo que sé captar una invitación.

– Habría mirado a mi marido, creído.

– ¿Ahora tienes marido? Antes no me habías dicho nada.

– Pues claro que tengo marido.

Cerró la puerta tras de sí. Natalia se puso algo nerviosa.

Yo no podía moverme ni hablar. Seguía muy debilitado.

El cabrón ese se acercó a mi mujer y se puso a dos palmos de ella.

– Pues yo si fuese tu marido, no te dejaba bailar con desconocidos y menos cuando tengo una mujer que está tan buena.

– Está malo, si no habría estado con él, no contigo, Alfredo.

– Eres una preciosidad, Natalia.

La besó en la boca y una mano se puso en su cintura y otro en su culo. Ella le apartó con brusquedad.

– Alfredo, te estás equivocando. Mejor será que te vayas.

El tal Alfredo se volvió a echar encima de mi mujer y la besó de nuevo, aunque ella le negó la boca.

Le apretó el culo con más fuerza y la arrastró contra su paquete. Estaba muy excitado, se le notaba el bulto.

– Desde que te he visto te he deseado, estás buenísima, me pones mucho.

– Alfredo, déjame.

Él ahora la besaba en el cuello y en los hombros y le había metido las manos debajo de la falda.

Lo único que reaccionó en mi cuerpo fue mi pene, que se puso tieso al ver unas manos de un cabrón en el culo de mi esposa.

No sabía por qué estaba tan excitado. Alfredo la seguía besando y tocando. Una de sus manos le acarició los senos sobre la camiseta.

– Te he dicho que me dejes, Alfredo.

Ahora ella no le intentaba apartar y cerraba los ojos. Mis ojos se emborronaron. Él le tomó una de sus manos y la guió a su entrepierna. Ella la apartó.

– Dime que no me deseas y me iré.

– Vete, Alfredo.

La besó en los labios y volvió a decírselo.

Dime que no quieres follar conmigo y me iré.

Natalia lo repitió, pero con los ojos cerrados. Su falda estaba muy subida y pude verle la tanga a mi esposa.

La mano del tipo estaba dentro de ella y moviéndose con rapidez. La estaba masturbando.

«Estás muy mojada, tu coño no me dice que me vaya».

Le bajó de un tirón la camiseta y sus deliciosos pechos vibraron ante su cara unos instantes. Sus pezones estaban muy levantados y duros.

Enterró sus pechos con sus manos y los apretó con fuerza.

Luego la sentó y se puso de rodillas a succionarlos con ansia. Natalia empezó a gemir.

Le bajó la tanga hasta los tobillos y ella movió su pierna y la tiró al suelo.

Alfredo, siempre sin dejar que una mano masajeara sus pechos, bajó su cabeza y le quitó la falda abriéndole la abertura.

Mi esposa estaba con la camiseta en la tripa, a merced de ese hijo de puta.

– La próxima vez prefiero que esto esté depilado.

Enterró su cabeza en su coño. Ella le acariciaba el pelo. Él movía la cabeza arriba y abajo.

La estaba follando con la lengua.

Yo me saqué la verga del pantalón y me la machaqué con rabia, casi llorando.

Natalia gritó, se estaba corriendo en la boca del tal Alfredo, que se levantó y se quitó los pantalones.

Una hinchada y gorda polla se quedó delante de Natalia, que se la metió en la boca y la limpió de líquidos.

– Levántate, que quiero sentarme. Arrodíllate y mámamela como tú sabes, puta.

Ella, de rodillas, obedeció y le lamió los huevos y luego su palo y disfrutó con su glande como una condenada.

Entre mamada y mamada le decía lo gorda que la tenía y cuánto le gustaba.

Él cerraba los ojos y le decía lo bien que se la estaba chupando, le llamaba guarra y cosas así. De repente, la jaló del pelo y la levantó.

– Móntate encima.

Natalia dudó. No tenía preservativo y ella no estaba tomando la píldora.

Le dijo que no débilmente, pero él no tuvo que insistir mucho para que sus piernas abiertas fueran flexionándose sobre esa verga, que fue desapareciendo dentro de mi esposa. ¡Cómo gritó ella! ¿Te gusta mi polla? Sí, me encanta, decía y siguió hasta que la tuvo

hasta dentro del todo. Al instante se puso a dar brincos, a cabalgarle con locura. Él la besaba y mordía los pechos y la agarraba del culo.

Así, así, puta, me lo estoy pasando bomba con tu coño, me gusta como follas, así, así. Y ella, sí, sí, cómo me haces gozar, como me gusta tu polla. Y se besaban en la boca, entremezclando sus lenguas.

– Date la vuelta.

Ella le dio la espalda y continuaron follando. El tío aguantaba lo suyo dentro de mi esposa. La seguía aplastando las tetas y besándola el cuello y ella seguía jadeando.

Ah, ah, ah, ah, qué polla tienes, qué gusto. Sus orgasmos eran incalculables. Él se levantó y la dio la vuelta. La besó con frenesí y la subió sobre su cintura y sus piernas entrelazaron su culo.

Empezó a culearla con fuerza. Toma, toma, toma, puta, toma. Estaba a punto de correrse.

Quise gritar entonces, pero yo también estaba derramando mi semen por todos lados, con lágrimas en los ojos.

Me voy a correr, puta, me voy a correr. Sí, sí, quiero tu leche dentro de mi, la quiero toda. Ah, ah, ah, ah. Y vi una gota de semen deslizarse por la pierna de mi esposa. Había terminado.

Se separaron y él empezó a vestirse.

Dame tu número de teléfono. Ella se lo dio. Seguía muy excitada, acariciándose las tetas. Esto hay que repetirlo.

Hasta otra. Se fue, dejando la puerta abierta. Mi mujer se vistió y se fue.

Como pude, me levanté y volví al local. Ahora ella hablaba con nuestros amigos.

Al verme llegar me preguntó dónde había estado. Me besó en la boca y le dije que la estaba buscando.

He estado maquillándome, cariño.

¿Estás mejor, Paco? Llegamos a casa y cuando le quité la falda y no le vi la tanga no le dije nada.

Le chupé el coño y, aunque se había limpiado la muy zorra, quedaban restos de semen.

Follamos toda la noche.

Ahora cuando suena el teléfono me asusto mucho.

Algún día me atreveré a preguntarle qué tiene ese tío que no tenga yo.