Poco a poco mediante contactos fueron llegando a ser amantes gracias a la mutua atracción que sentían
Conocí a Javier ya hace casi diez años, en una cena a la que fuimos con amigos comunes.
Me acuerdo muy bien de la impresión que me dio nada más conocerle: me pareció guapísimo, ojos preciosos, inteligente, divertido, vamos, que me sedujo a primera vista.
Después de ese primer contacto, salimos juntos alguna vez, pero sin mucho éxito.
Así que estuvimos algún tiempo sin vernos.
Al cabo de unos meses, le llamé por teléfono.
Javier tiene un puesto de responsabilidad en unas oficinas, y le pedí que me asesorara en un asunto profesional.
Tras eso, tuvimos algún contacto esporádico y nos llamábamos de vez en cuando.
Al cabo de un tiempo, me comentó que se había ido a vivir con una chica, con la que después se casaría.
Yo seguía soltera, y la verdad es que no era muy consciente de estar haciendo algo indebido al seguir llamándole, pero me sentía tan atraída por él que no era capaz de dejarlo.
El caso es que algo después yo también empecé a salir con un chico.
Un día, en el que casualmente yo había discutido con mi novio, Javier me llamó.
«¿Me invitas a un café en tu casa?».
Como si yo no supiera lo que venía después del café…
El caso es que, después de dudarlo un poco, acepté, pensando decirle que tenía novio y que no íbamos a vernos más en privado, pero el caso es que cuando le tuve al lado me olvidé de todo: abrimos el sofá cama del comedor y allí mismo hicimos el amor.
Desde ese día nos convertimos en amantes.
Por esa época yo vivía sola, y aunque salía con mi novio, tenía los horarios suficientemente organizados como para que no hubiera riesgo de que nos encontraran.
Solía venir a mi casa, una vez al mes más o menos, al principio con la excusa del café, y después ya directamente, al cerrar la puerta de la calle, me abrazaba y me daba un beso, y qué besos daba, sólo con eso ya me ponía toda mojada, parecía como si me quisiera comer, su lengua y la mía se acariciaban y entrelazaban como un preludio de lo que vendría después…
Luego nos íbamos a la cama, y allí me hacía tumbarme (a mí me gustaba que llevara la voz cantante) y, si teníamos tiempo, me desnudaba lentamente, aún con las bragas me ponía la mano entre las piernas para notar el calor y la humedad que me provocaba, y luego, ya desnuda, me lamía los pezones, me acariciaba y apretaba los pechos con las manos, me recorría toda con manos y boca, y luego se ponía encima de mí, aún con el calzoncillo puesto, para que notara en mi cuerpo la dureza de su miembro ya erguido y dispuesto para el combate.
Yo terminaba de desnudarle y me esmeraba en darle placer, le lamía el sexo, me lo metía en la boca (hasta donde podía, porque era de buen tamaño) me ponía sobre él para acariciarle con mi cuerpo y con mis labios, en fin, lo que se me ocurría, intentando descubrir todos los espacios posibles del placer, porque de él aprendí todo lo que sé.
Y por fin, me penetraba, al principio con un poco de dificultad (la primera vez que nos acostamos, yo era virgen) pero progresivamente nos adaptamos como una mano a un guante, y cuando tenía dentro su pene creía estar en el cielo, y gozaba como una loca con sus movimientos, hasta que nos corríamos y nos quedábamos exhaustos y húmedos de sudor y de nuestros jugos.
Esto duró unos seis meses, hasta que yo me casé, y unos días antes hicimos el amor, suponíamos que por última vez, y nos despedimos con un abrazo, cuídate y todo eso.
Pero, cuando volví de mi viaje de novios, me acerqué a su trabajo a saludarle, ya que no quería perder su amistad, pero me encontré con la sorpresa de que me proponía que siguiéramos viéndonos, ya que por entonces estaba temporalmente viviendo solo.
Loca de mí, acepté.
A fin de cuentas, siempre lo planteábamos como algo que un día se terminaría y supuse que no duraría mucho más.
A partir de entonces seguimos encontrándonos de vez en cuando, en su casa mientras pudimos, y en otros varios sitios después, aunque recuerdo con especial agrado las tardes que pasábamos en unos despachos anexos a su trabajo, de los que sólo él tenía llave, y donde solíamos hacer el amor en el suelo, sobre la moqueta, o bien me tumbaba sobre una gran mesa de reuniones y él me penetraba de pie, mientras veía cómo mis tetas se bamboleaban, cosa que según me decía era una de las cosas que más le excitaban.
En otra ocasión fuimos hasta el lavabo y me penetró de pie, desde atrás, mientras nos veíamos en el espejo del baño.
Otras veces lo hacíamos de pie, contra la pared.
También le gustaba que le masturbara y correrse encima de mi pecho, y luego me limpiaba suavemente.
Esta situación ya duraba mucho tiempo, pero, lejos de aburrirnos, cada día teníamos más ganas de estar juntos y recurríamos a tretas cada vez más arriesgadas.
En una ocasión, estuve en su oficina por la mañana, en hora de trabajo; me acababa de enterar de que estaba embarazada de mi primer hijo, y estaba algo hinchada y con los pechos grandes y doloridos.
Con la excusa de acompañarme al baño, me llevó hasta un despacho vacío, y allí mismo, arriesgándonos a que entrara alguien y nos viera, me subió el vestido hasta el cuello, me sacó las tetas del sostén y me las comió, mientras metía su mano dentro de mis bragas y abría su pantalón y sacaba su pene.
Otras veces quedábamos a tomar un café a media mañana, y entonces nos conformábamos con escondernos en cualquier portal y darnos uno de esos besos que me dejaban temblando y con ganas de más.
Aprovechábamos cualquier ocasión y cualquier sitio a nuestra disposición, aunque lo mejor fue cuando pudimos disponer del piso que le prestaba un amigo.
Allí podíamos pasar largas tardes, podíamos hacer el amor despacio, casi siempre varias veces; me gustaba, por ejemplo, empezar a acariciarnos aún vestidos, que me tocara todo el cuerpo sobre la ropa, de espaldas a él, ver sus grandes manos sobre mis pechos y luego subiéndome la falda para tocar mi sexo y notarlo ya completamente húmedo… de hecho me bastaba, y me basta, pensar en él para encontrarme empapada.
Luego dejamos de poder ir al piso de su amigo, pero no perdíamos la oportunidad de hacerlo en su coche, o en casa de algún familiar ausente, o en su casa o la mía en una escapada durante las horas de trabajo, deprisa y corriendo por si aparecía alguien; incluso una vez, en el cuarto de servicio de su trabajo, sobre el suelo y a toda prisa, un par de embestidas y poco más.
Además las ocasiones eran cada vez más difíciles, porque yo tuve dos niños, y tenía que dejarlos con su padre para poder ver a Javier, lo cual de por sí ya me parecía muy fuerte.
Sorprendentemente, en todos esos años no nos descubrieron nunca, aunque a punto estuvimos un par de veces de que nos pusieran en evidencia.
Y, hoy por hoy, nos resulta muy difícil encontrar un resquicio para encontrarnos.
Pero yo sé que para mí Javier siempre va a ser mi amante.
Aunque no sepa cuándo voy a poder volver a verle.