Capítulo 1

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El empleado de ventanilla lo miró con desprecio y le entregó sus escasas pertenencias, compuestas por un paquete de cigarrillos chafado, un zippo, un billete arrugado de diez euros, una moneda de cincuenta céntimos y unas llaves. Hassan cogió uno de los maltrechos cigarrillos, abrió la tapa del zippo y prendió la llama, dio una calada, aspiró profundamente el humo y se lo echó a la cara al empleado a través del cristal con la misma insolencia con la que el funcionario le entregó sus enseres.

A continuación, el vigilante lo acompañó a la salida. Hassan se detuvo allí, miró al cielo y agradeció a Alá su liberación, aspiró nuevamente el humo de su cigarro sin contemplar, ni por un momento que era a su abogada a quien le debía su libertad, y no a Alá. Todo, después de haber usado todos los resquicios legales para hacer factible la condicional. De no haber sido así, nadie le hubiese librado de los tres largos años de cárcel que la fiscalía le reclamaba por robo con agresión, en su lugar, Merche consiguió que la condena se redujera a uno, con la posterior condicional.

Hassan dio una última calada, lanzó el cigarrillo al aire trazando un arco y después se estrelló en el suelo. Complacido, se dirigió al Mercedes aparcado enfrente. En su interior, Merche le esperaba para llevarle a casa. Hassan entró en el vehículo y se aproximó para darle un beso que ella rechazó.

—No hagas eso, —se quejó apartándole la cara, —podría vernos alguien.

—Está bien “fierecilla”, —dijo Hassan retrocediendo.

—¡No me llames así! —le increpó—, y ponte el cinturón, —añadió.

—¿A qué viene ese cabreo?, —preguntó él despreocupado.

—Me ha costado mucho sacarte. He tenido que mentir mucho por ti. Espero que ésta sea la última vez e intentes encontrar un trabajo, o no seré yo quien siga sacándote las castañas del fuego.

—No te preocupes “fierecilla”. Puedes confiar en mí.

—Te he dicho que no me llames así. Y el problema es ese, que no espero que puedas llevar una vida normal, pero, por tu bien, no la vuelvas a cagar, ya no porque no saldrás del trullo, sino porque me harás quedar como una mierda.

—Tranquila, no tienes que preocuparte por eso, —respondió Hassan sin que Merche terminase de creer sus palabras.

Lo conocía de años y también sabía que pretender que su actitud fuese medianamente disciplinada era poco menos que pedirle a un yonqui que no se chutara. Un trabajo de ocho horas diarias, cinco días a la semana era algo que de antemano no iba a esperar de él, en cualquier caso, contaba con un lejano optimismo que le ayudase a encontrar algo legal, aunque fuesen otras las expectativas.

Merche pisó el acelerador y el Mercedes dejó atrás la penitenciaría. Hassan se volteó para ver una vez más el edificio que había sido su hogar durante el último año y en el cual ya había estado en tres ocasiones, y tenía claro, por tanto, que no quería volver. Se puso las manos detrás de la cabeza denotando un gesto de libertad y autosuficiencia, como si el hecho de estar nuevamente en la calle hubiese sido una tarea fácil.

—Bendita libertad, —exclamó mientras posaba su mano en la pierna de Merche a través de la falda de tubo.

—Quita la mano de ahí, —se quejó ella apartándola cuando pretendía colarse por dentro de la tela.

—No me digas que te has vuelto una puritana.

—Qué sabrás tú, —dijo hastiada.

—¡Joder Merche! Pensaba que íbamos a echar un polvo para celebrarlo, como antaño.

—Nada de polvos, —le increpó. —Centra tus esfuerzos en intentar no volver ahí.

—¡Joder! Qué susceptible estás. ¿Qué ha sido de la ninfómana de Merche? ¿Quién eres tú? ¿Te ha mandado ella a recogerme?

—Esa Merche ya no existe, capullo, así que olvídalo.

—No me digas que tu marido ya consigue que arañes el suelo, —dijo con socarronería.

—Eso a ti no te importa.

—¡Vamos Merche! Que nos conocemos. Para contentarte a ti en la cama hace falta algo más que un oficinista de tres al cuarto.

—Pero… serás cabrón. Gracias a él estás en la calle, gilipollas, —le amonestó.

Merche aparcó el Mercedes en la puerta de su casa. Nunca le gustó aquel barrio y deseaba marcharse de allí a la mayor celeridad.

—¡Venga, baja… e intenta portarte bien!

—¿No vas a subir? —preguntó con la esperanza de que hubiese cambiado de opinión.

—¡No! —respondió de forma rotunda.

—Qué desilusión, —añadió él.

—¡Cuídate, Hassan! —se despidió con una forzada, pero sincera sonrisa.

En el fondo apreciaba a aquel gandul e indolente personajillo, sin embargo, tenía la certeza de que sus días en la calle estaban contados. Quería pensar lo contrario, pero mucho tendrían que haber cambiado las cosas dentro de aquellos muros para que su vida virase el rumbo.

Al entrar en casa, su marido estaba leyendo el periódico, lo dejó de lado y se interesó por la liberación de su defendido en la que él también había aportado sus conocimientos y su experiencia como letrado, pese a trabajar en bufetes distintos. Poco se imaginaba que durante tres años de litigios, Hassan se había follado a su mujer decenas de veces y la había hecho gritar de placer en cada una de ellas.

Merche tenía cuarenta y tres años, cinco menos que Félix. En los diez años de matrimonio, Hassan era de los pocos que había conseguido aplacar su insaciable y voraz apetito, pero estaba en un impasse en su vida en el que también anhelaba cierta estabilidad y dejar de lado su promiscua conducta.

Durante el último año solamente había echado dos canas al aire: una con un compañero de oficio y otra con un niñato al que conoció en una fiesta, pero, ni de lejos, ninguno de los dos podía comparársele a Hassan.

El hecho de no haber subido con él a su piso no era por falta de ganas, sino porque ahora que había conseguido alejarse de su vida, no deseaba meterlo de nuevo, ya que las complicaciones que le generaba superaban con creces al placer y al morbo que el marroquí pudiese proporcionarle. En cualquier caso, Merche se acostó excitada rememorando los momentos en los que la abría en canal y le arrancaba aquellos salvajes orgasmos, y con esos lujuriosos pensamientos, fue su marido quien se benefició de su enardecimiento.

—¡Fóllame más fuerte! —le pidió mientras culeaba queriendo sentir la fiereza de los embates, en cambio, la saña con la que embestía su esposo no era la misma con la que lo hacía su amante, como tampoco lo era el calibre que percutía dentro de sus carnes, unas dimensiones que, aunque le costase reconocerlo, echaba de menos.

Su marido empezó a resoplar adivinando la inminencia del orgasmo, le dio la vuelta y ésta se abrió de piernas para recibirlo. Félix la volvió a penetrar acoplándole las piernas en sus hombros y siguió empujando en busca de un clímax compartido que no tardó en llegar. Félix se dejó caer encima de ella extenuado y henchido de gozo, en cambio, el orgasmo de ella fue modesto, y mientras su marido permanecía sobre ella tratando de recuperar el resuello, Merche pensó que las comparaciones siempre resultaban odiosas.

—Has estado increíble. Ha sido un buen modo de celebrar tu victoria —afirmó Félix sin imaginarse que los pensamientos de su esposa deambulaban por otros derroteros.

—De no haber sido por ti hubiesen sido tres años, estoy segura, —matizó, al mismo tiempo que perfilaba una forzada sonrisa, seguidamente fue a lavarse y se frotó con fruición deseando que las lavativas limpiasen también su infecta alma.

El orgasmo y el chorro de agua fría logró aplacar sus contraindicadas reflexiones, se puso el pijama con la intención de dormir, pero no tenía sueño, aun así pensó que era mejor acostarse y estar descansada y fresca para el día siguiente. Félix le abrió la colcha para que entrara en la cama y ella contempló a un marido dichoso y orgulloso de su mujer, sin hacerse una idea de que era una adultera consumada a la que le gustaban otros placeres más desmesurados.

—Estoy orgulloso de ti, —le declaró él.

Merche sintió una desazón, cambió de opinión y cerró la colcha.

—Creo que voy a estudiar el caso de mañana, —se excusó considerando que era mejor esa opción que seguir interpretando el papel de buena esposa.

—Ya lo harás por la mañana, —insistió él.

—Por la mañana viene el cliente y todavía no tengo ningún enfoque, —añadió mientras abandonaba la habitación sin más comentarios.

Entró en su despacho y abrió la carpeta para estudiar el informe, cuando su móvil empezó a vibrar. El número era desconocido, y dado que eran las once de la noche, dudó en si cogerlo o no, finalmente pulsó el icono verde por si se trataba de una urgencia.

—¿Sí?

—Hola “fierecilla”, —dijo la voz al otro lado.

—¿Hassan? —preguntó incrédula. ¿Ocurre algo?

—Nada, sólo quería que nos viésemos.

—Estás como una puta cabra. ¿Cómo se te ocurre llamarme a casa a estas horas? ¿Has perdido la cabeza o qué? —se quejó entre susurros intentando que Félix no la oyera.

—He estado pensando en que no voy a defraudarte.

—¿Y eso no podrías habérmelo dicho mañana en hora laboral? —le amonestó nuevamente en voz baja.

—No podía esperar hasta mañana.

—Claro que podías. No digas gilipolleces e intenta ser sensato por una vez en tu vida.

—Necesito hablar contigo.

—Ahora no puedo hablar y lo sabes. ¡Ven mañana al despacho!

—Nada de despachos. ¡Ven tú a mi casa!

—No voy a ir Hassan, —dijo tajante.

—Pues estaré llamándote hasta que lo hagas.

—Está bien, —dijo hastiada sabiendo que no lo haría cambiar de opinión, y cortó la conversación.

Si su intención era revisar su próximo caso, le fue completamente imposible. Su cabeza estaba inmersa en otras cosas y no se había dado cuenta de lo serena que era su vida durante la estancia de Hassan en prisión, hasta que salió. Con él todo era espontaneidad e incertidumbre. Nunca sabía si hablaba en serio o lo hacía de cachondeo, ni tampoco si iba cumplir a rajatabla todas sus indicaciones durante el tiempo que duró su caso. Esa incertidumbre la sacaba de quicio porque se comportaba de forma tan pueril e imprevisible que lo veía, incluso capaz, de malograrlo todo en el juicio.

Finalmente todo salió como cabía esperar y acabó en un mal menor. Ahora lo que deseaba era alejarse de su vida y que él intentase rehacer la suya sin necesidad de tener que ejercer ella de persona responsable como si fuese su tutora. Con veintiocho años ya estaba bien crecidito para ser consecuente con sus actos y no tener que meterse en líos como hacía siempre.

Por la mañana se dio una ducha, desayunó, se acicaló, se enfundó un traje-chaqueta y salió de casa en compañía de su marido, bajaron al parking y se dieron un beso, a continuación, cada cual cogió su coche para dirigirse hacia su bufete, por contra, Merche enfiló a casa de Hassan para ver que era aquello tan importante que no podía esperar. Aparcó el Mercedes enfrente, cosa que no le hizo ninguna gracia, sabiendo el barrio que pisaba. Tampoco le entusiasmaba deambular por allí. Llamó al timbre e inmediatamente la puerta se abrió con un sonoro “TAC”. Cerró la cochambrosa puerta y subió los tres pisos a pie. Un vecino sudoroso salió del segundo con una andrajosa camiseta que algún día habría lucido un tono blanco y se sorprendió al ver a una mujer tan distinguida en aquel antro. Su perfume le taladró la sesera y sus ojos se abrieron como los de un búho expectante ante su presa. Admiró a la fémina de porte elegante preguntándose a dónde iría e intentó soltar alguna frase lo suficientemente elocuente con la que cautivar a la morena de pelo largo y ojos marrones.

—¿Puedo ayudarte guapa? —le preguntó.

—No gracias, —respondió la mujer sabiendo muy bien cual era su destino.

Pese a que nunca le gustó aquel cuchitril de piso, lo visitó más veces de las que quería recordar.

Al llegar al tercer piso, la puerta estaba entreabierta. Cuando abrió, un chirrido resonó en el rellano, y al cerrarla el crujido resonó con más intensidad. Hassan se aproximó con su sonrisa de oreja a oreja mostrando su reluciente dentadura. Una sonrisa que en ocasiones le resultaba retorcida, pues nunca lograba adivinar sus verdaderas intenciones, ni siquiera a través del lenguaje corporal.

Hassan apareció con unas pintas de lo más ordinarias, en contraste con el refinamiento del cual hacía gala Merche. Portaba un atuendo deportivo compuesto por unos shorts excesivamente cortos, en los cuales se evidenciaba un pronunciado abultamiento de sus genitales y una camiseta de tirantes con el logo de los Lakers serigrafiado. La camiseta estaba cortada a la altura del ombligo, mostrando un vientre plano, así como unos brazos fibrosos a los que había incorporado un nuevo tatuaje con algún tipo de simbolismo que desconocía. Unas chanclas remataban su chabacano atuendo.

Pese a su apariencia de macarra y pendenciero, lograba ponerla cachonda.

—¿Qué quieres Hassan? —preguntó nerviosa, queriendo marcharse de allí cuanto antes.

—Tranquila “fierecilla”. No tengas prisa. Déjame invitarte a una cerveza.

—Sabes que no me gusta la cerveza, y también sabes que no me gusta que me llames así.

—Tienes razón. No me acordaba. Qué memoria la mía, —disimuló.

—Dime qué quieres, porque espero que sea algo importante para hacerme venir aquí, —insistió la abogada.

—No es la primera vez que vienes, —le recordó él.

—Ya te dije que eso se acabó.

—Es increíble que te muestres tan fría e insensible después de todo lo que hemos pasado.

—Lo pasado, pasado está, Hassan. No quiero volver a eso. Quiero recuperar mi vida y que tú te centres en la tuya. Aunque no me creas, deseo que te vaya bien, tengas un porvenir y no vuelvas a malograrte. No desperdicies tu vida.

—No quiero desperdiciarla, “fierecilla”, —le dijo de nuevo aproximándose a ella y cogiéndola delicadamente de los hombros.

—Te he dicho por enésima vez que no me llames así, —le advirtió con un grito, al mismo tiempo que se desprendía de sus manos con brusquedad.

—No sabes la de veces que te he deseado, ni la de pajas que me he hecho en la cárcel pensando en ti.

—Esto es increíble, —balbuceó colocando los brazos en jarras—. ¿Me haces venir a este antro para decirme las pajas que te has hecho? Tengo un trabajo ¿Lo sabes? ¿Sabes que tengo otro caso esperándome en el cual debería estar trabajando en estos momentos? La vista es pasado mañana y aquí estoy sin saber por qué he venido…

—Yo creo que sí que lo sabes.

—No, no lo sé, —se quejó.

—Sabes que te deseo, y sabías cuales eran mis intenciones antes de venir, aunque ahora te hagas la remolona. Ya sé que para ti soy un pobre imbécil con menos luces que un barco pirata, pero tú nunca te has interesado por mi cerebro, ¿verdad “fierecilla”?

—Eso era antes. Ya te he dicho que quiero reconducir mi vida.

—Déjame follarte una vez más y luego, si es lo que quieres, tomaremos caminos distintos.

Merche ponderó la disyuntiva de volver a fornicar con él. En su ausencia había echado varias canas al aire, pero ninguna podía compararse a cuando la empalaba Hassan. Aunque su sentido común le decía a gritos que se largara y retomara su vida, su entrepierna no estaba de acuerdo con esa decisión. En el fondo sus ganas de darse un revolcón eran las mismas que las de él. Se percató del realce que formaba la pequeña prenda y exhaló un silencioso suspiro, su respiración se aceleró y sus pulsaciones aumentaron. Dejó el bolso en el suelo y se acercó a él.

—Ésta será la última vez, —dijo mientras su mano apretaba el creciente abultamiento dentro del short.

—Será lo que tú quieras, “fierecilla”.—respondió él presionando sus nalgas con fuerza. Merche notó como el miembro ganaba firmeza hasta alcanzar un abultamiento inusual, luchando también por escapar del cautiverio.

—No me digas que no la deseas, —le susurró Hassan al oído.

—Eres un cabrón, —protestó ella.

—Pero bien que te gusta, “fierecilla”.

Mientras las manos de Hassan desnudaban a Merche, las de ella liberaban la polla que tantas noches de duermevela le hizo pasar. La cogió como si de un mango se tratase y empezó a masturbarlo mientras él se deshacía finalmente del tanga para que sus dedos surfearan en su gelatinoso coño.

Durante unos minutos las manos de ambos amantes se aplicaron a darse placer. Los sollozos escaparon de su boca en forma de sinfonía deleitosa por la estancia. Hassan tensó sus músculos y levantó a Merche en brazos, ella se enganchó del cuello y enroscó las piernas a su cintura dejándose caer para sentir como la barra de carne buscaba la entrada de su coño y seguidamente clavarse poco a poco. Abrió la boca y emitió un sonoro y prolongado gemido cuando notó de nuevo como la anhelada polla avanzaba y se adentraba por completo en sus entrañas. Los sollozos cedieron el paso a lamentos desenfrenados que empezaron a salir de su boca como hacía tiempo. Su semental la alzaba y la dejaba caer de nuevo y en cada descenso, la verga se le incrustaba hasta el tuétano.

—Dime ahora que quieres seguir con tu sosegada vida, “fierecilla” —le pidió al mismo tiempo que la tumbaba en la cama sin sacársela.

—¡Cállate y fóllame, cabronazo, —le pidió entre gritos.

—Que zorra que eres. Te haces la ñoña y lo que quieres es que te ensarte como a un churrasco de croto.

—¡Hijo de puta! —le increpó Merche entre jadeos, entretanto se escuchaban los sonoros pollazos que Hassan le propinaba.

—No te veo como la casada escrupulosa que se conforma con dos polvos semanales con su marido. ¡Vamos, dime que él te folla así! —le hizo ver al tiempo que los rotundos golpes de cadera socavaban sus sentidos.

—¡Deja a mi marido en paz y fóllame más fuerte cabrón!

—¡Menuda puta estás hecha! Estoy reventándote el coño y sigues pidiendo más.

Hassan aceleró el ritmo y empezó a bufar como un toro desbocado con la intención de dárselo todo, seguidamente soltó lastre en su interior gritando y resoplando, mas, con una sincronización que parecía ensayada, lo hizo Merche uniéndose a sus gritos, en tanto la leche golpeaba una y otra vez las paredes de su útero, asimismo, la cadencia de los embates fue disminuyendo gradualmente hasta que finalmente le dio un último estacazo como si quisiera entregarle hasta la última gota de su simiente.

Ambos amantes permanecieron inertes, uno encima del otro durante un minuto mientras recuperaban el resuello. El miembro empezó a perder su rigidez y escapó del orificio con un sonoro “Plof”, igual que una serpiente abandona su madriguera ahíta de sustento. Merche intentó articular un amago de sonrisa de satisfacción mientras miraba a aquel joven indolente que tanto placer le proporcionaba. Al mismo tiempo, la leche escapó de su gruta, desparramándose en la sábana, y cuando recuperó el resuello pudo articular su primera frase.

—¡Qué gusto, cabronazo!

—¿Quién te quiere más que yo, “fierecilla”?, —le declaró dándole a continuación un beso que ella rechazó con la excusa de lavarse, mientras tanto, Hassan la observó al alejarse deleitándose de la visión de semejante fémina. Con movimientos gráciles se dirigió al baño y Hassan examinó la figura de la mujer madura a la que se había follado decenas de veces y reafirmó que no se cansaba de hacerlo. Merche despertaba sus más bajos instintos. Admiró como movía el culo con etéreos meneos, nada forzados, se extasió con las líneas que dibujaban sus contornos. Pese a su madurez seguía conservando una estrecha cintura de avispa que muchas veinteañeras hubiesen deseado. Cuando Merche terminó sus lavativas se mostró de nuevo conforme Dios la trajo al mundo ante sus ojos y disfrutó desde una perspectiva frontal de su silueta. Su cara de porcelana, adornada con una nariz respingona le confería un aire de niña pija, sin embargo, unas incipientes patas de gallo ponían de manifiesto su madurez. Sus largas piernas avanzaron hacia él con paso firme provocando que unos magníficos pechos, adornados con dos pequeñas aureolas rosadas, se moviesen acompasando sus andares. Toda una composición sensual que le hacia perder el norte, y ante todo aquel despliegue de sensualidad por parte de Merche, contrastaba la ordinariez de su amante. Al regresar, Hassan yacía en la cama frotándose una polla que ya estaba casi en completa erección con enérgicos meneos mientras contemplaba obnubilado su esbeltez.

—¡Qué buena estás, Merche! ¡Mira como me tienes! —dijo mostrando su potencial.

Merche se relamió los labios viendo su hombría y gateó en la cama con sensuales movimientos hasta su posición para apoderarse del falo que la encumbraba a las más altas cotas de placer. Lo cogió con la mano y dio dos escupitajos en el glande, a continuación fue bajando y subiendo la mano aplicándole reiteradas sacudidas, mientras con la otra mano le masajeaba las pelotas, después cogió el tronco y lengüeteó los huevos a la vez que le masturbaba.

La cara de Hassan se descompuso de placer cuando la letrada atrapó la polla con la boca intentando acaparar más de lo que daba de sí. Salivaba en cada intento de alojar en sus fauces unos milímetros más. Hassan la ayudó presionando su cabeza, pero existía un límite imposible de rebasar y una arcada la avisó de que había superado esa frontera, de modo que se dedicó a trabajarle la porción en la que Merche se encontraba cómoda. El resto del cimbrel lo utilizó de asidero mientras se la mamaba basculando la cabeza, en tanto que las miradas de ambos se cruzaron.

Hassan se deleitaba viendo como la abogada engullía su verga una y otra vez, sólo de vez en cuando tomaba un respiro para lengüetear el glande y abrazarlo con la boca aplicándole sonoros besos.

—Menuda mamona estás hecha.

Merche lo miró con la misma lascivia de hacía un año cuando deseaba que la poseyera. Soltó la polla y se incorporó sin darle tiempo a reaccionar para sentarse encima de su cara.

—¡Cómeme el coño! —le ordenó sin tapujos.

Su amante pasó sus manos por debajo de las piernas y agarró sus nalgas abriéndolas para simultáneamente repasarle su raja con la lengua, desde el ano hasta el pequeño nódulo. Merche empezó a jadear con el cunnilingus. La lengua de Hassan se deslizaba por cada pliegue, en tanto que iba saboreando los caldos que se precipitaban directamente en su boca.

Las caderas de Merche se balanceaban ininterrumpidamente buscando una lengua que parecía esquiva. Encontró la nariz y se folló un instante con ella hasta que la lengua recuperó el camino extraviado. Un dedo impregnado de sus flujos se adentró en el ojete y Merche exhaló un gemido más intenso revelando un segundo orgasmo que recibió con sucesivos suspiros más intensos. Finalmente se quedó quieta, sentada sobre la cara de su amante mientras éste se deleitaba sorbiendo sus mieles.

Unos golpecitos en sus nalgas le advirtieron de que Hassan tenía dificultades para respirar. Levantó la pierna y descabalgó de su montura viendo su cara brillante, fruto de sus caldos y no pudo contener una pequeña carcajada.

—¡Bésame! —le pidió Hassan.

—Sabes que no me gusta hacerlo, —le respondió.

—Sólo por esta vez, —insistió, y Merche le dio un beso en el que apenas llegaron a rozarse ambas lenguas, puesto que rápidamente se zafó de él. Para ella los besos apasionados entrañaban algo más, y con Hassan todo se reducía a sexo puro y duro. Sexo salvaje sin prejuicios ni convencionalismos, pero también sin besos, esa era su norma y no le apetecía quebrantarla.

—Eso no es un beso, es una mierda de beso—se quejó él.

—Es lo que hay, —replicó ella.

—Pues entonces te la meteré por el culo, —le rebatió mientras balanceaba la verga en completa erección. —¿No pretenderás dejarme así? —le preguntó señalando su polla en toda su magnitud.

—No, —respondió abriendo la boca y rozando el labio superior con su lengua de forma sensual. Cogió la polla, se sentó encima y se la encaró para dejarse caer poco a poco.

—Quiero oírte gritar mientras me pides que te reviente.

Merche volvió a sentir todo su potencial dentro y reemprendió la cabalgada. Hassan agarró sus tetas y besó sus pezones con verdadera pasión. Presionaba, besaba, mordía y lengüeteaba con delirio, al mismo tiempo que su polla percutía en el hambriento coño. Los jadeos de Merche se hicieron notar de nuevo y Hassan se unió al concierto recitando una sinfonía que no arrojaba ninguna duda del festín que estaba teniendo lugar en aquel antro. Las rudas manos abandonaron los aterciopelados pechos para desplazarse hasta sus nalgas y un dedo se aventuró en el pequeño orificio provocando que Merche diera un respingo, sin embargo le gustaba la sensación de la pequeña extremidad estimulándole el ano, al mismo tiempo que la polla de Hassan la follaba sin cuartel. Merche intentó acelerar los movimientos con intenciones orgásmicas, en cambio su joven amante parecía tener otros planes para ella, le dio la vuelta, la puso de lado y le levantó la pierna. Merche adivinó sus intenciones. Lo conocía demasiado como para no saber lo que venía a continuación y pese a que disfrutaba del sexo anal, no quería hacerlo por el suplicio previo que comportaba hasta que el esfínter se adaptaba a su tamaño.

Por otro lado, era consciente de que Hassan no iba a recular en sus intenciones y, puesto que aquella iba a ser la última vez, decidió echar el resto.

Hassan buscó el pequeño orificio con la verga embadurnada de sus caldos. Al notar el glande presionando, una punzada de dolor le hizo replantearse su decisión, y en eso estaba cuando la tuneladora siguió presionando para avanzar unos milímetros más. Merche agarró con fuerza la almohada al mismo tiempo que la mordía para no gritar. Hassan ensalivó abundantemente su polla y siguió empujando pese a las quejas de ella.

—¡Para!, —gritó temiendo que la iba a desgarrar.

—Un poco más, “fierecilla”, —jadeó él deseando darle la follada de su vida.

—¡No cabe! —clamó entre gritos.

—Sí que cabe, la has tenido muchas veces, “fierecilla”, —le contradijo pensando más en su placer que en el suplicio de Merche, y siguió en su tarea de perforación.

Un vecino se quejó y aporreó la pared reiteradas veces. El marroquí hizo caso omiso y siguió en su empeño. Por su parte, a Merche la embargó la vergüenza de pensar que pudieran saber que estaba fornicando con él. Su coche estaba aparcado abajo y en el vecindario se conocían casi todos, tan sólo había que sumar dos y dos. En cualquier caso, su preocupación inminente era la enorme polla que avanzaba hacia el interior de sus esfínteres, pero después de largos minutos de tortura vislumbró un atisbo de sensación más placentera sin que el dolor la abandonara definitivamente.

Paulatinamente, las quejas y los gemidos de dolor mutaron en suspiros más deleitosos y Merche empezó a gozar de la sodomía. Su dedo corazón buscó el clítoris para darse más placer y Hassan empezó a empujar con movimientos más dinámicos.

Merche movía sus caderas por inercia en busca de más placer.

—Ves como sí que te gusta, “fierecilla”, —le dijo sintiéndose un maestro, de tal modo que la letrada tuvo que reconocer que estaba disfrutando de lo lindo.

Mientras Hassan aceleraba los embates, Merche intensificó el ritmo de su dedo atormentando su clítoris en busca del clímax final.

—¡Córrete, “fierecilla”, voy a llenarte de leche ese culazo que tienes, cabrona , —le pidió al mismo tiempo que unos contundentes azotes en su nalga derecha resonaron en la estancia, sirviendo de detonante para que la abogada culminara por fin la enculada entre gemidos y gritos de placer. Seguidamente, su amante la acompañó dando unos últimos y contundentes golpes de riñón, descargando su esencia en el esfínter.

Hassan abandonó el orificio y un chorro de esperma teñido de un tono parduzco brotó del ano en un sonoro pedo.

—Te has portado como una campeona, —le susurró al oído.

—¡Cabrón! Me has reventado el culo, —replicó mientras se apresuraba hacia el baño.

—Dime que no has gozado, —manifestó con orgullo.

—Supongo que la tortura inicial es el precio que hay que pagar por el irreverente placer posterior, —le expuso sentada en el bidet.

—Pero ha merecido la pena.

—Sí, —contestó.

—Eres una “fierecilla” y siempre lo serás, por mucho que quieras ocultarlo.

—Esto se acabó Hassan, —le advirtió de nuevo mientras se vestía.

—Me han ofrecido un trabajo en un almacén, —le anunció deambulando desnudo por la habitación en busca de un cigarro.

—Es estupendo, Hassan. No sabes cuanto me alegra oír eso, —manifestó al mismo tiempo que se abrochaba el sujetador. —No me lo habías dicho.

—Te dije que te sentirías orgulloso de mí.

—Lo estoy, —le declaró a la vez que terminaba de colocarse la americana. Después cogió su bolso y le dio un piquito de despedida.

—¿Ni siquiera ahora vas a darme un beso como Dios manda?

Merche le dedicó una sincera sonrisa, besó su dedo índice y luego lo posó en los labios de Hassan, a continuación se marchó sin mirar atrás deseándole lo mejor al joven gandul, pero con la intención de no volver a verle.

Subió al Mercedes sin hacer caso a las impertinencias de los dos bribones que había apoyados en la puerta fumando hierba.

—¿Me dejáis entrar en mi coche?, —pidió con autoridad, y los dos rufianes se hicieron a un lado mientras la miraban con lascivia de arriba abajo.

Puso el vehículo en marcha y bajó la ventanilla.

—Y gracias por custodiarlo, —añadió al arrancar.

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