El tintineo de los hielos en las copas y el murmullo de las voces me recibieron en cuanto crucé el umbral. El aire, ya denso con el perfume de varias historias entrelazadas, se volvió más pesado, casi eléctrico, cuando mi silueta se dibujó contra la luz de la entrada. Lo sentí. Ese coro silencioso de miradas que se posaban en mí, unas curiosas, otras abiertamente deseosas. Siempre es así, mi amor, y te juro que lo disfruto con cada fibra de mi ser. Es una sinfonía de deseo que solo yo puedo orquestar.
Mis tacones resonaron con un ritmo propio sobre el piso de madera, un compás lento y deliberado que anunciaba mi llegada. Mi cuerpo se movía con una gracia natural, como si fuera la melodía misma la que me guiaba. El terciopelo de mi vestido susurraba contra mi piel a cada paso, una caricia constante que me recordaba la promesa de la noche. Sentí ese calor, ese ardor que empieza en el bajo vientre y sube, encendiendo cada nervio, cada deseo oculto. Ah, la Miriam de Puebla estaba lista para jugar.
Me dirigí a la barra, mi objetivo claro como el cristal de mi copa vacía. Pero antes de llegar, sentí una mirada particularmente insistente. La de Él. Un hombre alto, de hombros anchos y una sonrisa que insinuaba más de lo que mostraba. Sus ojos, oscuros y profundos, me siguieron sin disimulo mientras yo avanzaba. No aparté la vista, mi amor. Al contrario, mis labios se curvaron en una sonrisa apenas perceptible, una invitación silenciosa que solo él pareció entender. Un escalofrío de anticipación me recorrió la espalda. Este juego siempre es divertido.
Llegué a la barra y pedí un martini seco, con aceitunas, claro. Mientras el barman preparaba mi trago, sentí su presencia a mi lado. El aire a su alrededor vibraba con una masculinidad cruda, casi animal. No necesité voltear para saber que me estaba observando. Su aliento cálido rozó mi nuca cuando se inclinó.
«Una mujer tan deslumbrante no debería beber sola,» su voz era grave, ronca, como un whisky añejo.
Giré lentamente, mi mirada encontrándose con la suya. Era una danza de fuego, un choque de voluntades. Mi sonrisa se amplió un poco más. «Y un hombre tan atrevido no debería asumir que lo estoy,» le respondí, mi voz un murmullo bajo, cargado de esa dulzura peligrosa que solo yo sé usar. Él rió, un sonido grave que me erizó la piel.
«Disculpe mi atrevimiento,» dijo, su mirada bajando por mi vestido, deteniéndose justo donde el terciopelo se ceñía a mis pechos. Pude sentir el calor de sus ojos como un tacto. «Soy Alejandro.»
«Miriam,» dije, extendiendo mi mano. Sus dedos se cerraron alrededor de los míos, firmes, cálidos. Un simple roce, pero la electricidad entre nosotros fue innegable. Nuestros pulgares se acariciaron con una lentitud que prometía un sinfín de caricias más. La noche apenas comenzaba, y ya podía sentir el pulso acelerado de lo prohibido. Mi corazón, el de esta mujer poblana que adora el peligro, latía al compás de una nueva aventura. Y él, Alejandro, acababa de entrar en mi relato.
Su mano era firme, cálida, y el roce de nuestros pulgares fue una pequeña travesura, una descarga eléctrica que recorrió mi brazo y me hizo sentir ese cosquilleo familiar en el bajo vientre. Su mirada, oscura y penetrante, no se despegaba de la mía. Pude ver el deseo en sus ojos, la curiosidad, el reto. Y créanme, mis queridos lectores, no hay nada que me encienda más que un buen desafío. Esta Miriam de Puebla no se echa para atrás.
«Miriam,» repitió él, su voz casi un susurro, como si pronunciar mi nombre fuera una invitación a algo íntimo. «Es un placer, de verdad.» Había una sinceridad en sus palabras, un asombro apenas disimulado. Era un hombre acostumbrado a salirse con la suya, lo percibí al instante, y eso lo hacía aún más interesante.
Mi martini llegó, el hielo tintineando suavemente mientras el barman lo colocaba frente a mí. Tomé la copa, mis dedos rozando el cristal helado, un contraste delicioso con el calor que Alejandro emanaba. Le di un sorbo, dejando que el líquido amargo y el sabor de las aceitunas se asentaran en mi paladar. Los ojos de Alejandro siguieron el movimiento de la copa hacia mis labios, sus pupilas dilatadas. Oh, sí, lo tenía justo donde quería.
«El placer es mío, Alejandro,» le dije, mi voz suave, sedosa, casi un ronroneo. «Aunque siento que nos conocemos de antes, ¿no crees?» Solté una risita ligera, insinuando que la conexión era innegable, casi predestinada.
Él sonrió, mostrando unos dientes perfectos. «Puede ser,» musitó, acercándose un poco más, su hombro casi rozando el mío. El perfume masculino que desprendía, una mezcla de sándalo y algo más salvaje, me envolvió, era embriagador. «O quizá mi mente ya te había soñado.»
Mis pestañas revolotearon al escucharlo, una pequeña danza de coqueteo. «Quién sabe,» respondí, alzando mi copa hacia él en un brindis silencioso. «Las mejores historias empiezan con sueños.»
El ambiente a nuestro alrededor, el murmullo de la gente, la música baja, todo se desvaneció. Solo existíamos nosotros dos en esa burbuja de atracción. Podía sentir la tensión, ese hilo invisible pero poderoso que nos unía. Él era el depredador, sí, pero yo era la cazadora, y en mi juego, la presa rara vez sabe que está siendo devorada con cada mirada.
Alejandro posó su mano, con una lentitud deliberada, en la barra, justo al lado de mi brazo. Su piel, rozando la mía, envió un escalofrío de anticipación. Era un toque inocente para el resto del mundo, pero para nosotros, era un volcán a punto de erupcionar. Su mirada bajó a mi boca, luego a mi escote, y regresó a mis ojos, buscando permiso, pero sabiendo que ya lo tenía.
«Miriam,» dijo de nuevo, con ese tono de voz que me hacía vibrar. «Me pregunto qué otras historias tienes para contarme.»
Mi sonrisa se hizo más amplia, más prometedora. «Historias, mi querido Alejandro, que solo se revelan en la intimidad de la noche,» le susurré, mi aliento cálido rozando su oído. «Y para contarlas… se necesita mucha, mucha cercanía.»
La promesa estaba hecha. El deseo era palpable. Y en el primer capítulo de nuestra serie, la noche apenas empezaba a desvelar sus secretos más deliciosos.