Capítulo 1

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  • La madre de mi mejor amigo l

Estaba en mi casa, acostado, viendo videos de TikTok, como ya era costumbre en una tarde después del trabajo. Había de todo: poesía, fútbol, chismes, nada fuera de lo normal.

De repente, recibí un mensaje de mi mejor amigo, Santiago, en WhatsApp.

«¡Hey, hermano! Necesito que me hagas un favor gigante.»

Yo, con una pereza enorme de levantarme de la cama, y aún más si eso implicaba salir de casa, le respondí con algo de fastidio:

«¿Qué necesitas?»

«¿Puedes quedarte a dormir hoy en mi casa?» continuó Santiago.

«¿Quedarme?»

«Sí, necesito que te quedes en mi casa esta misma noche.»

«¿Para qué? ¿Hay alguna razón en específico?»

«Te lo diré cuando estés aquí.» Finalizó mi mejor amigo antes de que su estado de «En línea» desapareciera junto a su foto de perfil.

Era extraño que Santiago me pidiera algo así. Sin embargo, acepté porque era mi mejor amigo; no había nada que no pudiera hacer por él, incluso si eso significaba fastidiarme por tener que salir de casa cuando ya estaba cómodo.

Llegué a la casa de Santiago con una camisa color salmón, pantalones y zapatos negros. No quise llevar chaqueta porque consideré que solo sería un estorbo. Cuando vi al chico de cabello alborotado frente a mí, me acerqué con curiosidad por la razón de su solicitud.

—¿Y bien? —pregunté mientras chocaba mi palma con la suya.

—Te debo una grande, Sebas —contestó él con algo de nerviosismo—. Te lo explicaré todo de una vez, vayamos al grano. —Su mirada recorrió toda la sala de su casa antes de continuar—. Necesito que duermas con mi madre y te hagas pasar por mi padre.

Yo, con los brazos cruzados bajo el pecho, abrí los ojos en señal de sorpresa.

—¿Que quieres que haga qué?

—Como lo escuchas. Necesito que te acuestes con ella en la misma cama durante la noche y que te despiertes y salgas antes de que se dé cuenta —dijo, mirando al suelo, seguramente sintiéndose avergonzado por pedirme algo así—. Verás, mi padre hoy saldrá conmigo a ver una película a altas horas de la noche y luego iremos a un festival que termina a las cinco de la mañana. Mi madre no aprobó esta salida porque dice que mi padre sería muy irresponsable si aceptara algo así.

—Y quieres que yo haga de costal de carne fingiendo ser tu padre, ¿no es así?

—Sí, acertaste. No tendrás que hacer mucho. Mi madre siempre se acuesta bastante temprano y, cuando mi padre llega a la habitación, ella ya está dormida, con la luz apagada y dándole la espalda a la puerta.

—Mierda, Santiago… esto es muy arriesgado —suspiré hondo y, tras un silencio reflexivo, dije—: Bien, cuenta conmigo, haré lo mejor que pueda.

—¡Sabía que podía contar contigo, hermano! —dijo, levantándose de un brinco.

No sabía si un plan tan improvisado y estúpido podría salir bien. No obstante, como dije antes, yo haría cualquier cosa por ese tonto, incluso si eso significaba exponerme a ser descubierto y envuelto en quién sabe qué problema después.

La noche llegó. Eran alrededor de las 11:30 cuando los murmullos de Santiago y su padre comenzaron a escucharse en la casa. No era nada de qué preocuparse, pues para Mónica (la madre de Santiago) eran solo ruidos a los que estaba acostumbrada cuando jugaban videojuegos o veían alguna película juntos. A mí me habían escondido de Mónica como una medida de precaución adicional.

El padre de Santiago me prestó una sudadera y una camiseta que él usaba como pijama. El problema era que yo soy mucho más alto y ancho que él, por lo que me sentía como si estuviera atrapado en una especie de camisa de fuerza.

Los dos hombres me dejaron frente a la puerta cerrada de la habitación de Mónica y se escabulleron con el mayor silencio posible. La puerta apenas crujió. Según mis cálculos, debía esperar unos segundos, que era lo que tardaría el padre de mi amigo en llegar de la puerta de la casa a la de la habitación de Mónica.

Era la hora de la verdad.

Con mi mano, giré el pomo de la puerta y me colé dentro. Ya no había vuelta atrás. Tal como lo aseguraron, Mónica estaba de espaldas a la puerta. Apenas podía distinguir su silueta con la luz que se colaba por la rendija, desapareciendo en cuanto cerré la puerta tras de mí.

Me acosté en la cama con el mayor sigilo posible, dejando un espacio prudente entre nosotros. El miedo me estaba comiendo vivo. Me giré dándole la espalda, intentando evitar cualquier movimiento que me delatara como intruso.

En ese momento, ella podía sospechar de cualquier cosa, pero mi mayor miedo era el olor. Obviamente, yo no olía ni de lejos como el padre de Santiago. Cualquier mínimo acercamiento era peligroso.

—Marco, ¿por qué no te acercas, amor? —dijo de repente Mónica.

Mi corazón quería salirse del pecho. ¿No estaba dormida? ¿Qué tenía que hacer? Opté por acercarme un poco, no demasiado, lo suficiente para que sintiera mi presencia. Pensé que sería peor si ella se daba la vuelta y se percataba, con sus propios ojos, de que la figura que estaba acostada con ella en su cama no era su esposo.

No obstante, no estaba preparado para lo que estaba por venir. Sin previo aviso, Mónica se echó hacia atrás, hasta el punto de rozar descaradamente su culo contra mi inevitable erección.

No supe qué hacer ni qué responder. Podía sentir el culo de Mónica, la madre de mi mejor amigo, presionando contra mí. La sudadera que me había prestado Marco empezaba a sentirse aún más ajustada debido al tamaño adicional que había ganado en mi entrepierna.

Sin embargo, la situación empeoró. De repente, sentí cómo Mónica empezaba a empujar más y más su culo contra mí, hasta el punto en que sus nalgas parecían abrazar mi miembro.

—Mierda… —maldije para mis adentros.

Mónica, consciente de la situación, inclinó su cuerpo hacia atrás hasta que mi pecho quedó pegado a su espalda. Pude percibir el aroma de su cabello y la fragancia de su perfume, que se extendía por su nuca expuesta. No podía negar que la madre de Santiago era una mujer hermosa, estaba buena, pero si todo seguía escalando así de rápido, podría ser descubierto en una situación comprometedora. De repente, noté cómo su mano se deslizaba bajo la sábana en busca de mi muslo. Intenté anticiparme y, con un movimiento apresurado, me quité la sudadera que el padre de Santiago me había prestado, dejándola caer a un lado de la cama antes de que ella pudiera notar lo ajustada que me quedaba. Sin embargo, eso no detuvo que su mano continuara su recorrido hasta posarse sobre el lateral de mi bóxer. Ella comenzó a deslizar sus dedos suavemente por mi muslo, recorriéndolo de arriba abajo como si estuviera explorando el terreno. Luego, su mano se movió con sutileza más atrás hasta empujarme en su dirección, todo mientras mantenía aquel ritmo envolvente contra mi miembro.

—Parece que sí han dado resultado los ejercicios que has estado haciendo, cariño — Mónica agarró mis nalgas como si fueran un juguete anti estrés. Empezó a apretarme fuertemente, a hundir sus uñas y a abrirme el culo con algo de brusquedad. Inesperadamente, Mónica tomó entre sus palmas mi brazo, lo condujo al rededor de ella hasta que lo dejó caer sobre uno de sus senos

—¿No piensas tocarme? ¿Acaso ya no te excita tu mujer?

Esas palabras resonaron con fuerza. No tenía la menor idea de cómo reaccionar ante la situación. Mi mente buscó desesperadamente una salida, explorando distintas alternativas y posibles excusas. Sin embargo, la opción más sencilla parecía ser simplemente ceder a los deseos carnales de Mónica.

Finalmente, me dejé llevar por aquello a lo que mi pene había estado implorando. Deslicé la palma de mi mano bajo su camisa con cierta prisa y empecé a dibujar círculos con mi índice sobre uno de sus pezones endurecidos. Al mismo tiempo, mi otra mano se aventuraba libremente por sus piernas.

Su respiración se aceleró, y un leve gemido escapó de sus labios, apenas un susurro ahogado que me hizo estremecer. Sus dedos se aferraron a las sábanas con urgencia, mientras mi mano seguía su camino, trazando círculos más amplios sobre su piel.

—Así me gusta… —murmuró con voz entrecortada, arqueando el cuerpo contra mis manos.

Sonreí para mí. No tenía idea. No tenía la menor sospecha de que no era su esposo quien la tocaba en la penumbra de aquella habitación. La tenue luz apenas delineaba su figura, y su espalda temblaba con cada caricia que descendía por su cintura.

Mi otra mano se deslizó con lentitud por la curva de sus caderas, disfrutando cada estremecimiento, cada pequeño temblor que delataba su deseo. Aún no había dicho mi nombre. Aún no se había dado cuenta de que el pene contra el que se rozaba su culo no era el de su esposo y yo tampoco tenía intención de apartarme.

Mis dedos avanzaron con determinación, deslizándose por la suave curva de su cadera hasta colarse bajo el elástico de sus bragas. La tela cedió sin resistencia, y el calor de su piel me recibió en la penumbra.

Mónica soltó un gemido ahogado cuando mis dedos encontraron aquello que estaban buscando, su clítoris fue victima de mis falanges temblorosos pero ansiosos, sin apartarse ni un solo instante y sin darle espacio para procesar aquel asalto. Sus caderas reaccionaron de inmediato, moviéndose con más necesidad que sutileza, buscando más de aquel tacto ilícito, más de aquella droga que la estaba volviendo salvaje.

Yo no tenía prisa. Quería saborear cada segundo, cada espasmo involuntario que delataba su placer. Deslicé la yema de mis dedos en círculos lentos, apenas rozándolo, disfrutando la forma en que su piel se erizaba bajo mi tacto.

—Si… Por favor… —soltó en un suspiro que ya sonaba como súplica.

Sonreí en la oscuridad. Aún no podía creerlo, la madre de Santiago estaba perdiendo el control bajo mi toque y lo mejor, aún creía que era su esposo quien la estaba tocando cuando en realidad, era el mejor amigo de su hijo quien la iba a hacer correrse.

Me incliné sobre ella, dejando que mi aliento ardiente chocara contra su nuca. Besé su piel con lentitud, sabiendo que cada caricia, cada roce, la arrastraría aún más lejos de cualquier pensamiento racional.

Ella se entregaba por completo. Y yo estaba decidido a hacerla olvidar todo… menos a mí. Mónica jadeó con fuerza, su espalda arqueándose de golpe al sentir la presión precisa de mis dedos. Sus uñas se aferraron a las sábanas, arrugándolas con un agarre tembloroso.

—Ah… Dios…Si…. Haz que me corra —su voz se quebró en un gemido entrecortado, ahogado pero imposible de contener. —No me importa que me escuchen—

Envalentonado por su comentario, ingrese mis dedos dentro de su vagina húmeda. Mis dedos se movían con precisión despiadada, aumentando la intensidad con cada espasmo que recorría su cuerpo. Sus piernas intentaban cerrarse, pero mi brazo las mantuvo en su lugar, obligándola a recibir cada caricia, cada roce calculado que la empujaba más y más lejos de cualquier resistencia.

Su respiración era un caos. Corto, profundo, tembloroso. Sus caderas se movían por sí solas, buscando más, exigiendo sin palabras lo que su cuerpo ya no podía contener.

—No pares… —murmuró con un tono desesperado, su voz rota entre jadeos.

La habitación se llenó con el sonido de su placer, con el eco de su cuerpo traicionándola sin remedio. Podía sentir cómo su límite se acercaba, cómo todo en ella temblaba al borde de la rendición.

Sonreí. No tenía prisa. Podía jugar con ella toda la noche. Con la madre de mi mejor amigo que ahora se comportaba como mi puta.

Sus caderas comenzaron a moverse por instinto, buscando más, aferrándose a la sensación. Mi otra mano no dejó de atormentar su pezón, pellizcándolo con la misma precisión que mis dedos la exploraban sin piedad. El contraste entre ambos estímulos la tenía temblando, al borde del abismo.

El calor de su piel contra mi pecho se intensificaba, y su trasero, perfectamente encajado contra mí erección, hacía evidente lo mucho que la situación me afectaba. Ella lo sintió. Lo supo. Y lejos de detenerse, dejó escapar un gemido más fuerte, abandonando cualquier intento de contenerse. Era interesante ver como, esa mujer dulce y aparentemente tímida que yo conocía estaba totalmente perdida bajo mis dedos y comportándose como una perra.

Mientras me distraía con mis pensamientos, empecé a sentir cómo su cuerpo reaccionaba a cada embestida, cómo su respiración se volvía errática, cómo su piel ardía contra la mía. Hasta que, finalmente, se tensó por completo.

Un grito escapó de sus labios cuando el clímax la golpeó con toda su fuerza. Su cuerpo se estremeció sin control, atrapando mis dedos con cada espasmo que la recorrió.

Satisfecho, saqué mis dedos de su entrada y los dirigí a su boca. Ella abrió su boca sumisa y empezó a limpiar sus jugos de mis dedos. Así me gustaba, temblorosa, exhausta… completamente mía.

Aún jadeante, Mónica me devolvió mis dedos, se quitó su camiseta, dejó caer su cuerpo sobre las sábanas, recuperando el aliento entre suspiros entrecortados. Su piel ardía, su espalda subía y bajaba con cada respiración agitada, pero en lugar de quedarse inmóvil, lentamente deslizó su cabeza bajo las sábanas.

No tardé en sentir sus manos bajando mi boxer y liberando mi erección, su aliento cálido recorriendo cada centímetro de piel. Mi cuerpo se tensó de inmediato al notar su nueva intención. Sus manos, aún temblorosas por el éxtasis reciente, no tardaron en tomarme, enviando una descarga de placer por toda mi columna. Era ella ahora la que quería tener el mando, pero yo no se lo iba a permitir tan fácilmente Tomé su cabello, guiándola con firmeza, marcando el ritmo sin necesidad de palabras. Ella se dejó hacer, sin oponer resistencia, saboreando cada instante. La boca de la madre de mi mejor amigo estaba ahora llena con mi longitud y eso me estaba volviendo loco. Sus labios continuaron su exploración, dejando un rastro de calor que parecía quemar en cada contacto.

Apreté ligeramente su cabello entre mis dedos y poco a poco empecé a empujarla cada vez más profundo, dejándole claro que, aunque ella había tomado la iniciativa, era yo quien tenía el control.

Ella soltó una arqueada. Su cuerpo se estremeció, y por un momento, su agarre en mis muslos se hizo más fuerte, como si necesitara sostenerse para no sucumbir a lo que estaba sintiendo. La deje subir. Dejé un pequeño espacio para ver los puentes de babas conectando con mi pene sin que para mi fuera muy arriesgado.

Antes de darme cuenta, su lengua se lanzó nuevamente, esta vez con más intensidad, con más hambre. Aún no se había rendido por completo. Pero podía sentirlo en la forma en que su respiración se volvía errática, en cómo sus movimientos se hacían menos calculados y más impulsivos.

Mónica se detuvo de repente. Su respiración seguía agitada, su cuerpo aún temblando por la intensidad del momento, pero algo dentro de ella pareció obligarla a hacer una pausa.

Con un movimiento rápido, deslizó la sábana hacia atrás, dejando que la luz revelara su rostro, sus labios entreabiertos y húmedos por la entrega de los últimos minutos.

Sus ojos se encontraron con los míos.

Por un segundo, el tiempo pareció congelarse. Esperé alguna reacción: sorpresa, confusión, incluso rabia. Pero lo que vi en su rostro fue algo completamente distinto.

Una sonrisa. Lenta. Sutil. Cargada de un fuego que no se apagó ni por un instante.

No dijo una sola palabra. No preguntó, no se alejó, no intentó cubrirse. Solo me miró con esa expresión entre traviesa y satisfecha, como si lo que acababa de descubrir no hiciera más que aumentar su deseo. Ella sabia ahora nuestro secreto.

—¿Te gusta lo que ves? —dijo con una voz cargada de una dulzura peligrosa. Ella sabía lo que estaba provocando. Lo disfrutaba, disfrutaba serle infiel a su esposo con el mejor amigo de su hijo. Podía verlo en la forma en que sus ojos brillaban cada vez que mi cuerpo respondía a su toque, en la leve sonrisa que aparecía en la comisura de sus labios antes de volver a hundirse en el calor de mi pene.

Yo apenas podía respirar. No podía negar que esta situación me tenía bastante excitado y que quería cogérmela durante toda la noche, que quería llenarla con mi semen por todos sus orificios.

Mis manos se cerraban en las sábanas, enredándose en ellas con una necesidad casi desesperada de aferrarme a algo, cualquier cosa, para no perder el control por completo. Pero Mónica no tenía intención de hacerme fácil ese equilibrio precario entre el placer y la locura.

Lentamente, sin dejar de mirarme, dejó que su lengua recorriera el camino de regreso, pausándose solo lo necesario para hacerme maldecir entre dientes.

—Te encanta, ¿verdad? —susurró, con la voz envuelta en satisfacción.

El ritmo de Mónica no flaqueó ni por un segundo. Sabía exactamente lo que estaba haciendo, midiendo cada movimiento.

Yo ya no podía resistir más. El calor crecía de manera insoportable, un torbellino en mi interior listo para desbordarse en cualquier momento.

—Mónica… —jadeé, sintiendo cómo mi cuerpo alcanzaba su punto de quiebre.

Ella no se apartó. En lugar de eso, el movimiento de su mano en mi erección empezó a acelerarse. Ella quería que yo le acabara en la boca y yo no pensaba llevarle la contraria.

El placer me atravesó como un relámpago, haciéndome temblar mientras mi respiración se entrecortaba en un gemido incontrolable, al tiempo que mi liberación se esparcía en el interior de Mónica. Ella lo tragó sin titubear, sin apartar la mirada de mis ojos ni por un instante.

Miles de escenarios similares —o incluso más perversos— se cruzaban por mi mente. Si ella ya lo sabía y aun así lo estaba disfrutando, significaba que entre los dos se estaba tejiendo un secreto, un pacto no escrito al que yo pensaba sacarle mucho provecho.

La forma en que su garganta se movió, lenta y deliberada, me dejó sin aliento.

Solo cuando estuvo completamente segura de que no quedaba nada más, se incorporó con esa sonrisa suya, juguetona y satisfecha, limpiándose los labios con la punta de la lengua. Sus ojos nunca se apartaron de los míos. Era como mirar a un felino.

Para cuando me di cuenta, Mónica ya se arrastraba lentamente desde debajo de mi torso hasta alcanzar mi oído.

—No pensarás dejarme así, ¿verdad, Sebas?

Su aliento cálido rozó mi piel, su voz se deslizó como un susurro peligroso, justo después de lo que acababa de hacer…

—No me refiero solo a esta noche, sino a que me acompañes en más escapadas. Da igual, es a lo que Marco debe atenerse por apoyar escenarios como este, ¿no crees?

No respondí de inmediato. Sentía cómo su cuerpo se elevaba, ahora más calmado por la respiración. Sus pechos desnudos descansaban sobre el mío y sus labios acariciaban el lóbulo de mi oreja.

—¿Y si lo hago? —murmuré.

Hubo un silencio prolongado antes de que ella respondiera.

—Entonces tendré que asegurarme de que no quieras irte nunca. ¿O me vas a decir que mientras tenías tus dedos en mi vagina y yo me retorcía, no te estabas volviendo loco?. Eres el hombre que necesito, que me coja y me domine.

Deslizó sus manos por mi piel, lenta y deliberadamente, como si marcara me rogara que la volviera mi juguete con cada roce. Un escalofrío me recorrió la espalda cuando sus labios rozaron mi cuello, susurrando contra mi piel.

—Dime, Sebas… ¿No quieres sentirte dominante de nuevo?

Su voz era un susurro envuelto en deseo, un desafío velado que me hizo apretar los dientes. Me hundí en la sensación, en el modo en que su cuerpo se moldeaba contra el mío, incitándome.

Mis manos encontraron su cintura, aferrándola con firmeza. La giré con un movimiento lento pero decidido, sintiendo su risa entrecortada antes de quedar debajo de mí. Sus ojos brillaban con un fuego que me retaba a reclamarla.

—Dime tú… —murmuré contra su piel, deslizando mis labios por su clavícula.

Ella solo sonrió.