Capítulo 7

Miré mi reloj, eran ya las nueve y veinte y faltaba poco para mi hora habitual de cenar. Desnudo como estaba, elegí uno de los libros de exorcismos, intentando que me ayudara alguno de sus textos a escapar de esa vorágine de sensaciones malignas, disfrazadas de tentación, pecado y belleza.

Cuando Eva salió del baño completamente desnuda, mi polla se enderezó para rendirse ante ella.

  • ¿Lo ha pensado, padre? – dijo masajeando sus perfectos pechos. – le aseguro que algunas de mis compañeras son más guapas que yo… – dijo mordiéndose el labio.

Aquello era bastante difícil, pues la belleza de Eva era increíble, por eso, la propia tentación de su cuerpo desnudo y ese reto que me proponía era algo que me hizo volver a caer en sus redes.

La atraje hacia mí sujetando con fuerza su cadera y la besé en la boca a la vez que apretaba con fuerza su pezón. Eva gimió en mi boca y sujetó mi nuca para apretar con más fuerza nuestras bocas como si quisiera comerme.

  • Vístete que no respondo de mis actos. – dije empujándola y apartándola de mí.

Dándole un azote la mandé hacia la puerta donde estaba su ropa. Eva la recogió, se puso la falda y la camiseta. Acarició su tanga, la olió y me la lanzó.

  • Se la regalo, para que no se olvide de mí y como garantía de ese próximo encuentro…

La recogí, la llevé a mi nariz y aspiré con fuerza. Olía a juventud, a hembra lujuriosa. Mi polla daba espasmos.

  • Llámeme, padre, llámeme. Recuerde que podrá perdonar mis pecados y el de otras chicas como yo. – añadió dándose la vuelta y se marchó escaleras abajo meneando su grácil culito.

21

Yo dejé las braguitas en el cajón de la cómoda y salí hacia el bar, ya era la hora de mi cena. Miré dentro, había otras dos mesas ocupadas, me dirigí a mi mesa y me senté en ella. La sola idea de ver aparecer a María en cualquier momento me tenía tenso y excitado al mismo tiempo y al no llevar ropa interior bajo mi sotana me permitía ocultar esa erección y al mismo tiempo que no me doliese.

  • Buenas noches, padre – oí a mi lado.

Contrariamente a lo que esperaba, no era María la que me hablaba sino Luis, su esposo.

  • Buenas noches, Luis… me alegro de verte – dije con cordialidad.
  • Padre, ya veo que hoy viene con sotana. Apenas se ven sacerdotes asi hoy en día ¿Alguna penitencia?
  • Más o menos – respondí forzando la sonrisa, sin que el hombre pudiera sospechar en absoluto que parte de esa penitencia la había vivido con su mujer.

El hombre colocó mis cubiertos y mi plato y puso su mano en mi hombro, con una sonrisa radiante.

  • Padre, quiero darle las gracias por esperar a María estos días para el cierre.
  • No me las des hijo, era mi deber. – respondí.
  • No, padre Ángel, usted es un buen hombre, tan caritativo… es usted un santo.
  • Por Dios, Luis, no exageres. – dije pues desde luego podría ser muchas cosas, pero no esa precisamente.
  • Aun así, muchas gracias, la idea de dejar a María sola por las noches, me inquietaba, pero en cuanto supe que usted la atendió, me sentí dichoso.
  • Lo dicho, ha sido un placer.

Nada más decir eso, sentí cierta angustia, porque el placer había sido real y justo en ese momento María salía de la cocina cargando tres platos para llevarlos a otra mesa, pero antes dirigió la vista a nuestra mesa y nos regaló una bonita sonrisa, tanto a su marido como a mí. Estaba radiante, con aquella blusa negra y falda algo ceñida de color blanco, no muy corta, pero lo suficiente para cuando se agachase mostrara una buena porción de sus torneados muslos.

  • Ahora le digo a María que le traiga la cena. – añadió el hombre apretando mi hombro con gratitud.
  • Gracias, Luis.

Justo cuando se iba a marchar, le agarré por la muñeca.

  • Por cierto, Luis, ¿le has dicho lo guapa que está con el nuevo peinado? – dije señalando con la mirada a su mujer que sonriente servía los platos en otra mesa.
  • Joder… sii, disculpe padre…. Algo le había notado, pero no sabía que era, está radiante. ¿No le parece?

Le han pegado el polvo de su vida, pensé para mí y además folla como una fiera.

  • Bueno, hijo, desde luego le favorece ese nuevo aspecto. – le comenté.
  • Es verdad. Tengo mucha suerte de tenerla a mi lado.
  • Desde luego… – dije ipso facto y luego corregí – bueno y ella de tenerte a ti.
  • Ya, la pena es que Dios no ha querido darnos un hijo.
  • Bueno, hombre, eso puede llegar en cualquier momento, ¿no crees?
  • No sé, tantos años juntos, intentándolo, supongo que….

Noté que Luis enrojecía al confesar eso de intentarlo, al comentarme sus problemas.

  • No te apures hombre y no desesperes… ten fe. – añadí.
  • Dios le oiga.

María se acercó en ese momento con una amplia sonrisa, como lo era su camisola en la que había dos botones desabrochados, más que sugerentes.

  • Buenas noches, padre. – dijo ella con un brillo especial en sus ojos, mientras los míos se perdían en ese canalillo. –

En ese momento Luis, intervino en la conversación.

  • Le comentaba al padre Ángel, que tengo mucha suerte de tenerte y a ver si tenemos la suerte algún día de tener un hijo.
  • Luis, por Dios… cómo hablas esas cosas con don Ángel. – dijo ella ruborizándose.
  • Perdónela, padre, ella siempre tan puritana… – comentó Luis y se marchó hacia la barra riendo.

22

María y yo nos miramos fijamente a los ojos y podía notar sus labios temblar. Aquella mujer era puro pecado y mi mente volvía a jugar malas pasadas, recordando los momentos vividos y desde luego podría ser de todo, menos puritana, al menos conmigo.

  • Padre, ¿No hace una noche calurosa para ir en sotana…? – dijo poniendo un cestillo de pan sobre mi mesa.
  • Cierto, hija. – añadí sonriente – pero a veces hay que cumplir penitencia.
  • ¡Pero si es usted un santo!
  • Tú también, hija, tú también

La sonrisa de María indicaba que estaba cachonda y yo estaba lejos de poder controlar mis impulsos o mi mente lujuriosa… además, ella, de una forma sutil, pero premeditada, se agachó ligeramente para recolocar el mantel. Aquí, la aparentemente inocente camisola, dejó de serlo en cuanto María estiró su mano, para alisar el mantel, en una acción nada inocente. Sus dos pechos aparecieron ante mí sin ningún impedimento para mi vista. María me miró a los ojos y sonrió mientras seguía pasando un trapo para limpiar la mesa.

  • Gracias, hija, no sabes cuanto te lo agradezco.
  • Usted se lo merece todo padre y mucho más. – añadió mordiéndose ligeramente el labio.

María se irguió y salió hacia la cocina, con unos andares que me parecían pura provocación, mientras yo intentaba respirar hondo.

También lo pasaba mal, cada vez que María me servía los diferentes platos. Siempre me hacía algún comentario con doble sentido, o me rozaba los dedos, como quien no quiere la cosa. Estaba tenso, pero en todos los sentidos.

Una vez hube terminado mi cena, pedí un magno y un farias, como hacía habitualmente. Mojé ese purito en el coñac, mordí su punta y lo prendí. La primera bocanada me supo a gloria y más viendo el culo de María moverse, mientras limpiaba enérgicamente una mesa del fondo. El local se quedó prácticamente vacío. Al fondo había dos tipos bastante bebidos que parecían seguir repitiendo rondas de Whisky.

En ese momento, Luis se sentó a mi lado y me estuvo contando su viaje a Madrid, aunque yo apenas podía escucharle, pues estaba más atento a lo que hacía su mujer en cada movimiento, aparentemente normal. Cómo eran el de pasar la escoba o recoger los vasos, pero ella lo hacía de una forma diferente. Yo veía el pecado y la provocación en cada gesto. No podía dejar de mirar a María, como contoneaba su culo y como bajaba su cuerpo, dejándome admirar sus pechos, como también lo hacían aquellos dos tipos en la mesa del fondo, llegando a sentir celos cuando le hacían algún comentario subido de tono. Luis parecía ajeno a todo aquello, contándome sus cosas, de las cuales se sentía orgulloso y yo en cambio no le quitaba ojo a la otra mesa y especialmente a María.

Una vez que los dos tipos se hubieron marchado. Le pagué a Luis y dejé mi cartera a propósito sobre la barra, haciendo que María se diera cuenta de ese detalle. Subí a mi piso, me desnudé y até una toalla a mi cintura. Estaba muy excitado y no me quitaba a esa mujer de la cabeza, logrando ponerme como una moto incluso delante de su marido, que la creía toda una santa.

A los pocos minutos sonó el timbre de la puerta y apareció María con la cartera.

  • Padre, se ha dejado…. – intentó decir, pero yo tiré de su mano y la colé dentro de casa de forma brusca.
  • ¡Dios, María! – dije cerrando la puerta.

Le di la vuelta, le puse de cara a la pared, desabroché el botón de su pantalón y se lo bajé junto con su tanga hasta las rodillas, esta postura le hacía tener el culo más prieto y salido.

  • ¡Uy, padre! – ese pequeño lamento ante mi brusquedad era casi un gemido.

Solté el nudo de mi toalla y apoyando esas suaves manos de María contra la pared, se la clavé hasta el fondo haciendo que ambos tembláramos de placer y soltáramos un largo bufido.

Le di con todas mis fuerzas, bombeando como si no hubiera un mañana y las piernas de María dejaron de sostenerla perdiendo el equilibrio, hasta que cayó de rodillas.

Sin sacársela, incliné mi cuerpo para seguir martilleando ese coño. Al mismo tiempo que apretaba su cabeza contra el suelo, esforzándome al máximo, en esa complicada postura. Terminé vaciándome en ella, intentando no caerme sobre ella y aplastarla. Mientras regaba su interior notando como los músculos de su vagina me atrapaban, queriendo ordeñarme al máximo.

Ambos acabamos sentados en el suelo, mirándonos y respirando agitadamente.

  • Gracias, padre. – dijo dándome un tierno beso en los labios.

Aquello era más que un agradecimiento y ya me estaba acostumbrando demasiado a tener a esa mujer, dispuesta y entregada a la pasión con todas sus ganas.

  • Tengo que irme, padre, Luis me está esperando…

Cuando nombró a su marido sentí una especie de nudo en el estómago y antes de que se recolocara el vestido le agarré por la muñeca.

  • ¿María, estarás tomando medidas? – le comenté sabiendo que me había corrido sin protección dentro de ella en varias ocasiones.
  • Padre, ¿por quién me toma? No soy una pecadora…

Sus palabras me indicaban que el riesgo era aún mayor, pero lejos de asustarme, aquello resultaba todavía más excitante… porque yo sabía que Luis y María buscaban tener descendencia. Pero ¿dejarle embarazada yo? Aquello era entre, pecado mortal, prohibido, loco, alucinante…

  • Espero verle pronto, padre Ángel. – dijo con una sonrisa en sus labios mientras se perdía por las escaleras.

Me quedé allí, sentado en el suelo, mirando mi miembro del que salía una pequeña gota… dándole vueltas a ese nuevo riesgo añadido al de un sexo prohibido y salvaje.

Realmente ese día había hecho pleno, ni en el mejor de mis sueños podría haber planeado algo más maravilloso, primero el escultural cuerpecito de Eva y luego el precioso cuerpo de María. Desde luego, ya no tenía ni el más mínimo atisbo de redimirme e incluso me planteaba la idea de colgar los hábitos, aquello no estaba bien. Y no sólo lo pensaba por el escándalo, ya que evidentemente esto me costaría caro si se llegara a saber, ¡pero, ya no podía parar!, la droga del sexo se había metido de nuevo en mi cuerpo. El demonio que yo quería liberar de mis feligresas se había metido dentro de mí.

Me tumbé en la cama e intenté dormir, todas esas experiencias me tenían turbado y con la cabeza en un continuo ajetreo.

Desperté sobre las ocho de la mañana, desayuné y fui hacia la parroquia, como hacía todos los días.

  • Ángel, hoy no somos muchos, Andrés y Mariano han tenido que ir a Madrid y Manuel se va para Roma. Así que hoy te toca confesión toda la mañana. Yo tengo que ir de visita por las casas para los enfermos – me dijo Ramón, mi párroco y compañero.
  • Vale Ramón, ve tranquilo, yo me encargo.

Aquel hombre bonachón depositaba toda la confianza en mí y yo en cambio me sentía mal, como si traicionara esa confianza. ¿Y si me confesaba con él? Al fin y al cabo, ese hombre era un santo y seguramente me perdonaría todos mis pecados.

  • Padre Ramón… – le dije antes de que saliera por la puerta.
  • Dime, Ángel.

Mi mente me torturaba, la imagen de Eva desnuda o la de María empotrada en la pared mientras mi polla la penetraba bruscamente hasta lo más hondo, me hicieron desistir de momento.

  • No, nada… ya le comentaré. – dije al fin.

Fui a la sacristía y me enfundé la sotana. Hacía mucho calor, así que dejé mi ropa doblada sobre una silla. Salí hacia el confesionario y no vi nada especial, por lo que entré y ahí me quedé esperando a los feligreses y feligresas. La mañana transcurría tranquila y como siempre, solamente me visitaron, cuatro beatas y algún insigne hombre de negocios intentando lavar su alma y poco más.

Curioso, pero una parte de mí se aliviaba de no tener una nueva tentación de la carne, convirtiendo un nuevo demonio en una escultural mujer, pero, por otro lado, sentía rabia de no haber tenido alguna nueva experiencia de confesión lasciva.

A eso de las doce salí al bar de enfrente a tomar un almuerzo.

  • Hombre padre, que raro verle con una sotana. – me dijo el tabernero.
  • Ya ves Germán, hoy me toca confesar y así estoy más cómodo y más fresquito jajajaja.
  • Entonces debajo… – intentó decir él, pero yo me limité a levantar las cejas para que no se enterase nadie.

El hombre frunció el ceño, porque no entendía que, en Sevilla, llevar una sotana negra hasta los pies tuviera nada de fresquito, ni tan siquiera sin llevar nada debajo, aunque por su cara no parecía creérselo.

  • ¿Qué quiere padre? – me preguntó.
  • Pues ponme un pinchito de tortilla y un riojita tinto de esos ricos que tienes.
  • Marchandoo. – dijo con esa gracia andaluza.

Después de almorzar y leer el diario deportivo, ya que Germán siempre me daba conversación por el último fichaje del Betis y maldiciendo la buena marcha en la liga de su gran rival, el Sevilla. Yo, en cambio, aunque era aficionado al fútbol, no entendía esa rivalidad que realmente partía esa ciudad en dos. Infructuosamente intentaba enterarme de los entresijos de esa rivalidad.

A media tarde, guíe mis pasos de nuevo hacia la iglesia y volví a mi confesionario. Los minutos se hacían horas teniendo en cuenta que la siesta en Sevilla es casi obligada, sin embargo, yo tenía que estar al pie del cañón, pero rara vez aparecía un pecador a esas horas de la tarde, hasta que de pronto, una voz de mujer me despertó de mi letargo.

  • Ave María purísima. – se oyó a través del enrejado ese sonido armonioso de una voz femenina.
  • Sin pecado concebida. ¿Qué te aflige hija mía? – respondí.
  • Quiero confesarme, soy una pecadora, no se padre, no sé si tengo derecho a vivir.

Aquella voz suave y candorosa iba acompañada de cierta timidez y nerviosismo.

  • A ver, mujer, no será para tanto…lo que dices es muy grave ¿en qué te puedo ayudar? ¿Cuál es ese pecado que tanto te aflige y por el que te veo sufrir?
  • Me da mucho apuro, padre.
  • Hija, si te has decidido a venir, ya es algo bueno por tu parte… y verás que, si me lo cuentas todo, yo podré ayudarte. Necesito que seas sincera y te dejes llevar por mí, que descargues tus culpas y las dejes aquí para que puedan ser exculpadas por el santísimo.
  • Gracias, padre. – dijo aquella voz arrulladora y una sonrisa se mostró tras el enrejado.

La chica tardó unos segundos.

  • Me confieso que le he seguido.
  • ¿Cómo? ¿A mí?
  • Si, he seguido sus pasos, hasta verle de cerca, necesitaba comprobar que usted era como realmente he visto.
  • No entiendo nada, hija. ¿De qué me estás hablando?

Estaba un poco aturdido y sin comprender a qué se refería.

  • Verá padre, le he oído en el bar y me ha puesto toda cachonda saber que no lleva nada debajo de la sotana.
  • ¿Pero hija, qué me dices? – pregunté asustado.

Me puse tenso, pero en todos los sentidos, porque mi sexo espontáneamente empezaba a despertarse bajo la sotana ante semejante confesión. Después que yo, ya había empezado a relajarme dentro de la iglesia, tras esa calurosa tarde. Ahora aquella joven, había vuelto para llevarme al precipicio.

  • Lo que oye padre, lo que oye.
  • Pero ¿Por qué me has seguido? ¿Qué es lo que sabes de mí? ¿qué es lo que quieres de mí?
  • Sólo tengo nociones de oídas, pero creo que esas habladurías eran ciertas.
  • ¿Habladurías?

Me estaba poniendo nervioso de verdad, por un lado, asustado, por otro excitado… pero sin comprender qué demonios estaba ocurriendo.

  • He oído muchas cosas de usted, pero no las creía en absoluto.
  • Pero… ¿qué cosas? Hija háblame claro. – decía yo alterado ante un cotilleo que pudiera costarme un disgusto o algo peor.

La chica parecía estar frotando sus manos y se veía que le costaba confesarse conmigo.

  • Vamos hija, ¿A qué has venido? – pregunté intentando ver por el enrejado el rostro de esa chiquilla.

Me esforzaba por ver ese rostro al completo, pero era difícil en aquella oscuridad y con esa tupida reja que nos separaba. Por lo que entreveía, parecía ser morena de pelo y unos labios gruesos, con un par de ojos negros muy intensos y un brillo especial en su mirada de un rostro angelical.

  • ¿Qué te hablaron de mí?, ¿Quién? – insistí

La joven levantó su mirada intentando buscar mis ojos…

  • Tranquila, no saldrá de aquí, estamos en secreto de confesión. – le inquirí viendo que no se decidía a señalar a nadie

Yo andaba intrigado y expectante por lo de esas habladurías, ya que lo que menos quería es que alguien se pudiera dar cuenta de mis devaneos sexuales y que estos llegaran a oídos de mis compañeros, párrocos o peor aún de alguien de la diócesis, pues si ya salí rebotado de mi anterior parroquia. No quería que me echaran de Sevilla o incluso anularan mis votos y tuviera que “colgar” la sotana.

  • Verá padre, soy amiga de Eva. Me lo contó todo. – dijo en un pequeño susurro y mirando a los costados por acusar a su amiga.

Me asusté al escuchar que se trataba de Eva y sin duda era esa misma Eva con la que yo había perdido la cabeza. Esta vez fui yo el que tardó en contestar y le daba vueltas a lo que esa otra le hubiera podido contar.

  • Tranquilo padre, fue algo entre nosotras dos, nos tenemos mucha confianza y a ella tampoco le conviene que esto se sepa.
  • Pero ¿qué es lo que tú sabes?
  • Mi amiga me contó que usted estaba buenísimo y muy bien dotado, que era un cura tan distinto a los demás… que ve las cosas como un hombre y se comporta como tal. Resumiendo, que no es como el resto.
  • ¿No soy como el resto? – me dije a mí mismo, pensando en qué clase de depravado me había convertido.
  • Es usted mucho más guapo de lo que me había contado Eva, tan joven, tan fuerte…
  • Hija por Dios, soy un sacerdote.
  • Pero eso, creo que eso no le resta, sino que le suma, padre.
  • ¡Calla, insensata!

Solo pensaba en lo que Eva podría haber dicho de mí, pero hasta entonces, sólo eran cosas buenas.

  • ¿Y qué más? – pregunté.
  • Pues ella me dijo eso, que es fuerte, guapo y ahora que le he visto, veo que era cierto. Imaginar que no lleva nada bajo esa sotana me hace estremecerme entera, pensando en acariciar su caliente y duro miembro.

 

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