Sofía era una mujer extremadamente bella y sensual.
La posición acomodada de su marido, 10 años mayor que ella, le había permitido no tener que trabajar nunca y dedicar ese tiempo a su propio cuidado.
Tenía 46 años y un cuerpo excepcional. Alta, como de 1,75 metros, era esbelta y bien proporcionada.
Su cabello era rubio y corto. Su rostro poseía el atractivo de una modelo entrada ya en la madurez.
Ojos celestes, nariz perfectamente respingada fruto probablemente de un hábil bisturí, senos abundantes, caderas exactas, glúteos firmes y piernas para el infarto.
Pero eso se potenciaba con su buen gusto al vestir y sus finas maneras.
Escogía vestidos cortos, escotados, y remataba el conjunto con altos zapatos de tacón o sandalias altas de finas tiras.
Era verdaderamente una hermosa hembra.
Tal vez como esas mujeres hermosas que suelen acompañar a los gánsteres gordos y viejos de las películas y que uno sabe que sólo lo hacen por el dinero.
Pero Sofía era la esposa del socio de mi padre.
A mis 26 años, yo ya había asumido desde hacía muchísimo tiempo que estaba enamorado de ella. La deseaba. Y la deseaba tanto, que desde mi adolescencia temprana me masturbaba imaginando que la hacía mi amante.
Pero claro. Eso era imposible. Sin embargo con los años muchas cosas empiezan a verse más claras. Si de pequeño el sólo hecho de pensar en insinuarle mis intenciones era una locura, ahora, que acababa de recibirme de abogado, la opción ya no me parecía tan lejana.
Yo me había transformado en un adulto. En mis años de Universidad, mi cuerpo privilegiado me había permitido ganar algo de dinero por sólo posar como modelo en algunas revistas de modas. Jamás había dejado de tener a las mujeres que me proponía conquistar, con excepción de Sofía, con la que sólo me frenaba el pudor familiar.
Sin embargo, desde la fiesta que mis padres ofrecieran en honor de mi graduación, eso ya no me estaba importando demasiado.
Entiéndanme. Durante años su maduro esposo, Genaro, había sido como mi padre sustituto. Pero durante aquella fiesta empezaron a suceder cosas.
La primera fue que Sofía asistió vestida como para violarla. Su corta falda blanca y sus zapatos de finísimo tacón habían sido cuidadosamente elegidos para mostrar la belleza de sus largas piernas, a las que había cubierto con un par de finísimas medias de seda. Casi era imposible resistirme a estirar las manos para acariciarlas.
La segunda fue que viendo a Genaro, gordo, calvo y siempre con un vaso de whisky en la mano, me di cuenta de que la hembra de su esposa se estaba exhibiendo para que alguien la follara como ya el borrachín de su esposo obviamente no podía hacerlo.
Y entonces ocurrió la tercera cosa. Había mucha gente esa noche en la mansión de mi padre. Todos me saludaban y todos bebían. Incluso Sofía, a la que yo no perdía de vista ni por un segundo. Avanzada ya la noche, noté que Genaro estaba sentado, muy borracho como para mantenerse en pie. También noté que Sofía caminaba con pasos inseguros que se esforzaba en disimular y que se dirigía a las toilettes de la planta alta.
Ese era sin dudas mi momento. La fiesta me había calentado y la verdad es que no moriría sin intentarlo. Dejé que Sofía entrara a la toilette, si perderla de vista ni un segundo. Mi plan se consolidaba sobre la marcha. Ningún sitio era más perfecto que esa toilette. Nadie, salvo Sofia y Genaro, que eran casi como los dueños de la casa, se atrevería a usarlo. Y Genaro no estaba en condiciones de subir esa escalera.
Además había una ventaja adicional: esa toilette tenía una puerta directa a mi dormitorio, al cual, nadie, ni siquiera mis padres, se atrevía a entrar desde hacía mucho tiempo atrás.
Subí la escalera distraídamente sabiendo de antemano que Sofía, en su borrachera, no habría trabado la puerta. Así que directamente tomé el picaporte, abrí, entré y la cerré tras de mí para encontrarme frente a una escena que jamás habría estado preparado para ver. Simplemente quedé atónito.
Sofía estaba propinándose un » saque» erguida sobre la mesada del lavatorio.
Su dedo índice tapaba un orificio de su nariz, mientras que con la otra mano sostenía el tubito para aspirar una prolija línea de polvo blanco.
Sus piernas rígidas por el toque, nunca me parecieron más bellas.
Ella giró su vista hacia mí con rostro asustado, mientras sus manos intentaban nerviosamente de ocultar lo obvio. Yo sonreí al mirarla como para infundirle tranquilidad y descargué mi espalda sobre la cerrada puerta.
«Bien, bien, bien, dije. ¿Qué tenemos aquí? Parece que la preciosa «tía Sofía » es una viciosa. Me pregunto si el bueno del tío Genaro sabrá las aficiones de su querida esposa…»
Ella, sintiéndose descubierta, detuvo los nerviosos movimientos de sus manos y, arreglando su precioso cabello rubio intentó en forma tambaleante de erguirse frente a mí ates de ensayar una súplica:
«¡Por favor, no se lo digas! Me matará si se entera de esto».
Y comenzó con un amago de sollozo.
Yo me acerqué a ella y levanté su rostro con mi mano hasta que logré que sus ojos celestes se clavaran en los míos. Mi cerebro trabajaba a mil revoluciones por segundo.
«Está bien. Quédate tranquila… No se lo diré. Pero… ¿Sabes una cosa?: A cambio te pediré que me ayudes a conseguir algo que hace mucho que deseo».
Sus ojos brillaron. Era evidente que en su nebulosa no pensaba con claridad.
«Haré lo que me pidas».
Yo sonreí. «Picó»
«Entonces todo va a estar bien.»
Dicho esto, la tomé de la mano y la conduje a mi habitación cerrando con llave la puerta a nuestro paso. Una vez dentro, volvió a mirarme a los ojos.
«¿Qué cosa vas a pedirme?»
Esta vez lancé una corta y leve carcajada. Y cuando le hablé, mi tono había cambiado de condescendiente a imperativo y calmo.
«Quiero que te arrodilles frente a mí y me comas la polla como si fueras una puta sedienta de leche»
Ella abrió sus ojos enormemente. No esperaba ese tono de su «sobrino».
«No, no. ¡Por favor no me pidas eso! Jamás le he sido infiel a Genaro. Esto lo mataría».
«Vamos perrita, ¿qué tan malo no ha de ser?: Te he deseado mucho tiempo y no voy a dejarte escapar ahora. Hazlo bien, y tal vez te dé unas pelas para que compres tus polvos. No lo hagas y Genaro sabrá de tus vicios».
«¡Eres un hijo de puta!», me dijo y se dio vuelta escondiendo el rostro entre las manos.
Yo me acerqué a ella por detrás y apoyé mí ya dura polla sobre su trasero.
«Anda, mira cómo me has empalmado. Te deseo desde hace años muñeca»
Y al decir esto tomé sus senos, cuyos pezones respondieron irguiéndose instantáneamente. Ella emitió un débil jadeo. Y al hablar, su tono ya no era el mismo.
«No me lo hagas Juan. Hace tiempo que no tengo sexo. No podré resistirlo.»
«Si fueras mi hembra no pasarías hora sin sentir la polla dentro de tu cuerpo».
Levanté su falda, y para mi placer, pude ver la tanguita de hilo dental que durante tantas pajas había imaginado. Sin dudar metí mis dedos para tocar su rajita. Estaba muy húmeda y muy caliente.
«Ah perra, así que esto te calienta, ¿eh?».
Comencé a besar su cuello suavemente y a pasar toda mi lengua lentamente desde su base hasta el lóbulo de su oreja. En la que me entretuve penetrándola y salivándola en su interior. Ella gemía cada vez más. Su cuerpo vibraba espasmódicamente. Metí mis manos en su vestido y con mis dedos apreté suavemente sus durísimos pezones. Eso fue el factor que quebró su resistencia.
Giró hacia mí y sus labios se abrieron para que chocaran las lenguas.
Sus manos abrieron mi pantalón y nerviosamente sacaron mi durísima polla.
La sentía tocarla. Apretarla. Lo estaba gozando. Al fin, se dejó caer de rodillas y la introdujo en su boca. Mi placer era inmenso: tenía a la hembra más hermosa del mundo hincada ante mí, comiendo mi polla como una hambrienta. Pero yo no quería acabar en su boca. Quería su coño. Y quería hacerla adicta a mis caricias.
La levanté, nuevamente la besé, la acosté en la cama, y apartando el hilo dental que cubría la rajita, la penetré con fuerza descomunal. Ella gritó su placer en mi oído.
«¡Házmelo, házmelo duro!» me decía.
Yo bombeaba con fuerza desde mis pelotas hasta la glande y ella parecía acabar sin parar. Sentía su leche inundar mi polla. Me la bebería luego.
Con mis labios pegados en su oído le murmuraba:
«Perrita, eso vas a ser: mi puta perrita. Te follaré hasta que ni tú puedas creer lo puta que eres. Y te llevaré conmigo donde me plazca. Serás mi mujer. Si no lo haces terminarás tus días como una prostituta adicta en algún burdel de mala muerte…»
Ella contestaba entre gemidos de placer.
«Sí, sí…Haré lo que digas. Sólo no me quites esa polla. Rómpeme el culo. Quiero sentirla en mi culo».
Al oírla, tuve que hacer un esfuerzo descomunal por no llenarla de leche.
Me controlé. La puse en cuatro patas y sin preparación previa, la penetré por el culo de un solo golpe. Tuve que taparle la boca para ahogar su grito mezcla de dolor y de placer. Y ahí ya no aguanté más. Mi lechazo llenó su recto.
Sus jadeos y los míos fueron decreciendo mientras nos relajábamos.
Al fin, ella tomó mi polla y la succionó hasta dejarla reluciente.
Finalmente lo había conseguido: Sofía era mi mujer.
Habría que manejarlo un poco, pero era mi mujer.
Cuando después de arreglarse salió del baño, me regaló un profundo beso coronado con un «Te amo”. “No sé qué estoy haciendo, pero no me importa. Necesito esa polla tuya dentro mío todo el tiempo”.
Yo salí a la fiesta minutos más tarde. Nadie había notado nada.
Sofía estaba sentada junto a Genaro, espléndida con sus piernas cruzadas. Era el ideal de señora respetable que yo deseaba. Trataba de acompañar a su «amado maridito» como su rol le exigía. Sólo yo sabía que la perra era mi puta viciosa.
No importaba la diferencia de edades, veríamos más tarde cómo llevarlo.
Esa hembra estaba tan sola que se acomodaría a mí tan bien como lo había hecho con Genaro años antes. Lo haría con gusto porque polla no le faltaría.
Genaro estaba tan borracho que pugnaba por no dormirse.
Mi padre, observando el estado de su amigo, se me acercó y me dijo:
«Sé que es tu fiesta y discúlpame, pero Genaro y Sofía no podrán guiar hasta su casa en ese estado. ¿Podrías llevarlos en tu auto?…»