Esta experiencia fue única, de las mejores de mi vida. Casado con una mujer excelente, hubo necesidad de contratar a una empleada para las labores domésticas y cuidara al niño. Habíamos tardado en encontrar a la candidata idónea. Mi mujer la halló. Al entrar ese día con ella a la casa, quedé impactado con la chiquilla, que nada tenía de provinciana ni tenía facha de sirvienta. Delgada, cara fina, bella, tetas prominentes, boca carnosa, morena, pelo largo que le caía sobre en los senos, piernas torneadas, apetecibles, mordibles. Unas nalgas primorosas, paraditas, duras -esto después lo comprobé–.
Quedé desde el primer instante deseándola. Siempre había tenido como fantasía, el deseo de contratar a una sirvienta bella, provinciana y andármela cogiendo. Se me cumplió. En los siguientes días de plano me enloqueció, estaba obsesionado en llevármela a la cama. Pero con mi mujer casi siempre en casa, ¿cómo le haría?
Pasó un mes, la chiquilla era desquiciante, se vestía muy atrevida para salir, minifaldas, pantalones entallados, escotes que dejaban ver gran parte de su grande, sabroso busto, unos pezones que se le dibujaban bajo la blusa apretada y que se le notaban paraditos, prestos para una gran mamada. Ella era muy alegre, risueña. En casa se ponía tops, pantaloncitos cortos, minifaldas, siempre mostrando las bien formadas piernas o gran parte de esas tetas sensacionales que de inmediato me ponían tieso el pene.
En cuestión de unos días comenzamos a llevarnos muy bien, a tutearnos, no parecía una relación patrón-empleada, surgió la amistad, la enorme atracción. Yo solía masturbarme, con su imagen, en su habitación cuando ella salía a la calle. Y depositaba mi semen en sus diminutas tangas, que sacaba de su armario, me corría en sus medias, mezclaba mi esperma en su crema facial, en su crema para quitar maquillaje, para que al ponérsela se embadurnara de mi leche.
En la noche tomamos por costumbre jugar naipes ella mi esposa y yo. Y, casi siempre –ella con minifalda y yo en sandalias–, comenzaba a tocar sus piernas, sus apetecibles muslos con mis pies, hurgaba más allá hasta llegar a su nidito, casi le introducía el dedo gordo del pie por encima de sus húmedas tangas, que a veces apartaba para acariciarle la vagina.
Ella no protestaba, al contrario, parecía disfrutar con ese furtivo juego erótico, todo, sin que mi mujer se diera cuenta Al cabo de un mes fue mi propia esposa el conducto que propició todo: ella no tenía en sus días de descanso amigas para pasear o ir al cine.
Esa ocasión mi mujer insistió: «acompaña a Lolita al cine, quiere ver esa película, no sabe andar en la ciudad y se puede perder. Por mí no hay problema, diviértanse». Ni tardo ni perezoso accedí. Ya en la sala cinematográfica elegí el momento más romántico -era un musical-para besarla apasionadamente, mordí sus labios, succioné su lengua, la apreté contra mí. Ambos nos estábamos deseando en secreto y ahí explotó la pasión.
Salimos de inmediato y la llevé al departamento de un amigo, cuyas llaves tenía yo guardadas por andar él de viaje. No nos aguantábamos, recorrí con lujuria su tersa piel morena, niña de 23 años, yo ya de 36. Sentí sus pechos contra mi cuerpo, nos besamos desenfrenadamente, por fin lamí sus pechos, succioné sus pezones. Con el detalle especial -no he conocido otra mujer que le pase–, que le salía lechita de sus orificios, yo me la tragaba y succionaba más sus tetas, esperando una rica malteada de chocolate o fresa. Con desesperación agarré sus nalgas duras y bellas, redondas, comencé a recorrer su cuerpo con mi lengua hasta llegar al pubis, la enrollé y la metí a su candente, rojísima vagina, buscando su clítoris. Ella se estremecía de placer, yo tomaba sus pechos y los estrujaba. Ella pidió que ya le metiera mi endurecido miembro, que estaba enhiesto, rebosante, húmedo, deseoso de meterse en esa cuevita maravillosa. Lo hice, ella temblaba, nos acoplamos a la perfección, la tomé de las nalgas y la cargue para meterle todo el pene, hasta la empuñadura, la sostenía, ella gemía y gritaba «más, más, métemelo todo, más papito, quiero más, cómo te estaba deseando», lo que me excitaba aún más. Esa primera vez la poseí en tres ocasiones casi seguidas, terminamos felices, agotados.
Los meses siguientes fueron los más excitantes, pues lo prohibido como que calienta más. Tan sólo con mirarla, con verle las nalgas al pasar, conque ella me rozara, de inmediato se me paraba la verga y hacíamos el amor donde fuera, aun estando mi mujer dormida, o lavando ropa en la azotea. La empinaba en el baño, en las escaleras, en los pasillos, recorrimos todas las habitaciones. En especial, en la cocina la ponía frente al lavabo, muy temprano, antes que mi mujer despertara. La doblaba y le dejaba ir todos mis 18 centímetros. A ella no le gustaba limpiarse mi semen, así que le escurría de su encendida rajadita y a veces se le rodaba abajo del vestido, por las piernas, o le mojaba el pantalón. Afortunadamente mi mujer no se daba cuenta ni percibía el especial olor de mi esperma adherido a su piel. Una vez Lolita estaba hablando por teléfono con su novio, de su pueblo, y ahí en el teléfono le bajé el pantalón, la empiné y se la metí toda, bruscamente, sin mayor preámbulo, hasta el fondo, lastimándola. Ella casi gritó, comenzó a hablar con voz entrecortada con su novio, casi gimiendo. Aquel ni se imaginaba que mientras él estaba con ella en la línea, yo me la estaba cogiendo tan sabrosa, furiosamente, moviéndole las nalgas para un lado y otro, tomándola de la cadera de a perrito, acariciándole las tetas que ya se las había dejado de fuera, remetiendo tanto que la estrellaba contra la pared, dándole de nalgadas para que me apretara más la verga.
Otras ocasiones lo hacíamos en mi camioneta, estacionada en la calle o dentro de un estacionamiento, otras más en unos baños públicos. Como a las cinco de la mañana despertaba yo, puntualmente, con mi miembro endurecido, parado, solicitándola a ella. A hurtadillas me escapaba de la cama de mi mujer, me metía en la recamara de Lolita, la despertaba a besos o con mi verga sobre su rostro o casi dentro de su boca. Y me la cogía sabrosamente en el piso, para no hacer crujir la cama ni hacer ruido. A veces ella no despertaba sino hasta que ya tenía todita la verga adentro, pues al llegar la acariciaba, la volteaba y si estaba profundamente dormida le bajaba las rica, rojas o negras tangas con encaje, me la montaba y se lo metía todo, así que ella despertaba con todo eso adentro, gimiendo de placer.
Fue una de las etapas más felices de mi vida, cogiendo diario con ella y sin descuidar a mi esposa, quien nunca sospechó (creo yo).
Lolita se fue de la casa al año siguiente, para casarse con su novio. A la fecha la veo de vez en cuando en su pueblo y nos metemos al primer hotel que encontramos para recordar y volver a disfrutar aquella época, tan caliente y prohibida. Sigue dejando que mi semen escurra de su vagina, por entre las piernas, sin limpiarlo. Así, con mi olor en su piel y a veces con parte de mi esperma en su boca, llega a casa para besar a su esposo.