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Sonia le sorprende desnudo y mira su herramienta de arriba a abajo y de abajo a arriba

Sonia le sorprende desnudo y mira su herramienta de arriba a abajo y de abajo a arriba

Hay un viejo chiste que dice “Fulano, ¿tú cuantos pitillos te fumas entre un polvo y otro? Y el tal Fulano contesta: «cincuenta cartones»”.

Pues desde mi ultima aventura, yo estaba a base de pan y agua fría.

Además me había trasladado al otro extremo de la ciudad así que otro posible y casual encuentro con mi maternal fierecilla era virtualmente tan posible como que el Atleti gane la liga.

Consumía mi tiempo con el vicio de la lectura y la fenilamina de las tabletas de chocolate.

Dicen que es sustitutivo de la que segrega el cerebro cuando estamos enamorados.

Desde que me trasladé comparto piso con unos estudiantes en el sur de la ciudad: Laura, Magdalena, Susana, Tobías y Pedro.

Muy majos todos. Laura está como un queso, pero tiene novio, además de tener el coeficiente intelectual de un repollo cocido.

Para los/as que me llamen machista asqueroso u otro (s) apelativo (s) peor (es) les diré que Susanne y Magdalena tienen suficiente cerebro como para hacerle una donación a Laura y no perder atractivo intelectual. Que conste en acta.

Al poco de trasladarme, cuando un día Laura abrió la puerta… detrás de ella caminaba una chica pelirroja, alta, de mirada de jade y figura digna de ser esculpida por el viejo Fídias, si es que era capaz él de que no le temblara el pulso.

Venía envuelta en un abrigo oscuro, con unos pantalones negros, realzando el culo (con perdón) y un top azabache de lana suave que arropaba un busto que desafiaba a la ley de la Gravedad. Infracción doble con premeditación y alevosía.

Era de esos tops cortitos que en cuanto se descuida la dueña te obsequian con una panorámica de una tripilla tostadita con un ombligo cual pozo que te llama a hundir la lengua en él y refrescar tu sed.

No voy a decir que Sonia tiene un vientre plano de gimnasio y revista de Playboy, sino que lo tiene suave, cálido y acogedor.

Algunos le llaman “michelín incipiente”. Pero tiene su atractivo.

A los dieciocho años reconozco que las mujeres que me hacían enderezarme eran las de las páginas centrales de conocidas revistas de corte liberal y estética americana imperialista.

Ahora defiendo la tesis de Ortega y Gasset que dice poco más o menos que las mujeres de bandera son para verlas y punto.

Francisco Umbral afirma, no obstante, que las jais que nos parecen atractivas lo son por sus propiedades intrínsecas de barbilla para abajo.

Pero no estamos hablando de literatura y yo me estoy yendo por las ramas.

Concluiré que Sonia provoca lo que objetivamente se llama aumento del nivel de testosterona con resultados fisiológicamente visibles y que subjetivamente se denomina «en cada vez q’te veo me se chasca el bolo y’es que te quiero h’japuúuta», frase acuñada en alguna remota región de la provincia abulense y retransmitida a mi humilde persona por el fiable conducto del amigo de un amigo que iba hasta las orejas de sangría una noche de farra en Ávila.

Estoy escribiendo esta crónica con una latita de cerveza al lado y aprovecho la dramática pausa de cambio de párrafo para echar traguitos.

A lo que íbamos. Sonia se hizo habitual de nuestra casa y con la mínima se quedaba a cenar con nosotros.

Yo aprovechaba para ir tomando nota mental de todas las dimensiones visibles e imaginarias de su cuerpo y pensando en estudiar matemáticas, con interés preferente en las proyecciones topográficas de ciertas superficies.

No me voy a enrrollar más en ese campo, que a buen (a) entendedor (a)…

Una buena tarde en la que Sonia estaba en nuestro piso yo procedí a mis abluciones cuando se abrió la puerta dejándome esplendorosamente desnudo delante de sus ojos verdes.

Ahora es cuando digo que ella desencajó la mandíbula y miró impresionada mi herramienta de veintitantos centímetros y me llevo la ovación del público.

No sé tus escalas por lo tanto eres muy dueña

de ir por ahí diciendo que la tengo muy pequeña.

– Javier Krahe, “El burdo rumor”.

Y, bueno, la verdad es que no llegaré al libro de los récords y ni siquiera sé si cumplo los criterios de convergencia de Maastrich, en lo que se refiere a la normalización de productos de consumo.

Sonia —eso sí hay que decirlo- me pasó la vista a lo ancho y largo de la anatomía y sonrió con complacencia.

Me puse la toalla a la cintura y me fui a vestir a mi cuarto, acompañado por un silbido tenue y picarón de la pelirroja.

Al entrar en la habitación ,un viejo amigo mío me recordó lo qué es la fisiología masculina y que hacía mucho tiempo que no le sacaba a tomar unas tapitas de almeja.

Pero la vida es dura y cruel.

Sucedió poco antes de vacaciones.

A medida que recibían las notas, mis compañeros/as de piso iban desapareciendo en un goteo que duró una semana.

Esa semana procurábamos dedicarnos a poner en práctica los consejos de Marcel Proust y tratábamos de buscar el tiempo perdido en los garitos de mejor o peor reputación de un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme.

Pasaba largas horas matutinas desparramado sobre mi cama, haraganeando todo lo que podía.

Como me daba por ahí, dormía sólo con la parte inferior del pijama; además suelo revolverme muchísimo entre las sábanas, no sólo en los avatares de la guerra amorosa, sino que parta mí caer en los brazos de Morfeo a veces se asemeja a la lucha libre.

Quiero con ésto decir que aquella mañana estaba yo echado boca abajo sobre las sábanas, sin más púdica protección que mi pantalón a rayas azules del pijama…

Suspense.

Intriga.

Y una mano me rozó la base de la columna. ¡Estaba HELADA, (taco)! Pegué un respingo y mencioné a la madre de alguien.

Acto seguido cayeron unas cuantas gotas sobre la espalda de vuestro sufrido narrador.

Me dí la vuelta sobre las sábanas y cayeron más gotas sobre mi tripita. Junto a mi cama estaba una chica en cueros vivos y recién salida de la ducha. Y escurriendo su pelo sobre mi cuerpo.

Cuando me puse las gafas constaté sin lugar a dudas que era Sonia. Vamos, yo lo constaté. Mi rabo ya había constatado que había hembra cerca en cuanto intuyó el cuerpo desnudo.

– ¿Qué (taco) quieres? -intenté gruñir lo más educadamente posible.

– ¿No te gusta que te despierten por las mañanas?

– Bingo, lo has adivinado.

– ¿Seguro? -su mirada bajó por mi cuerpo y comprobé con sofoco cómo mi rabo asomaba esplendoroso por la abertura del pantalón. Canalla. Con lo bien que te trato y me lo pagas así.

– ¿De veras? -recalcó sus palabras pasando la uña por el extremo del glande. A continuación se chupó la yema del mismo dedo y volvió a aplicarla en un masaje circular sobre la abertura del extremo.

Creo que no es necesario explicar que el asunto se me fue de las manos a partir de aquel momento.

Sobre todo cuando noté sus manos en mis caderas, un tirón enérgico y me quedé sin pantalones.

No sé qué sonidito hacía ella con la boca, era algo así como un murmullo complaciente al ver que yo no podía negar lo quemado que estaba.

Se inclinó sobre mí y me rozó con el extremo de sus senos el cuerpo, en un masaje enloquecedor. Sopló, besó y mordisqueó la piel que tenía a su alcance, subiendo mi nivel de bilirrubina hasta límites peligrosos.

Luego hizo un quiebro con la cabeza, esquivando mis manos que la querían atraer hasta mi entrepierna y atrapó con los labios la pendulante cabeza del pene.

Ahí me quedé como inmóvil, atravesado por una lanza de sensaciones que me clavaba la ingle.

Oí el susurro enloquecedor de su boca bajando por él y subiendo otra vez.

Me obsequió con un lengüetazo travieso en la abertura antes de coger la base de los huevos y comenzar de nuevo. Cerré los ojos.

No sé cuánto tiempo estuve inmóvil y ciego, me rescató un olor profundo y delicioso. Ante mi rostro se abría ella, espléndida, húmeda, goteante… subí las manos mirando el alucinante paisaje de su piel donada a mi boca.

Aspiré ese perfume del que habla Patrick Süskind, diferente en cada mujer, en cada hembra. Lo abrí con la llave de mi lengua, sólo con el extremo endurecido a lo largo de ella. Sin ritmo, sin rumbo ni plan mis músculos bucales la hacían mía.

Lamí. Besé. Adoré los pliegues de su piel y saboreé, tanteándola, la marisma del vientre.

Olvidé mi placer, no, no es eso, mi verga era mi lengua y noté mil sensaciones en ella. Gemía. Sonía rebalaba sobre mi cara, gimiendo quedamente.

Su boca soltó la presa y quería atrapar el aire, llenar sus pulmones, sus lomos se estremecían, temblaban… se irguió sobre las manos. Una esfinge de cuerpo de leona y melena ardiente. Sus dedos se engarfiaban en las sábanas, su mandíbula vibraba de excitación.

Bruscamente, se apartó de mi boca. Giró la cabeza y me sonrió.

Adelantó el cuerpo e inmovilizó mis brazos con sus piernas y mis piernas con sus manos, apoyándose en ellas.

Acto seguido, bajó lentamente sobre mí, enterrando mi deseo en su pubis.

Gemí con rabia de no poder tocarla, no aplastar mi piel contra la suya. Un músculo se estremeció y estranguló mi verga. Me quedé sin aliento.

Ella cabalgó lentamente adelante y atrás, su voz subía de tono, sus supiros se hacían sonoros, yo no podía contenerme.

Aquellos sonidos y el roce de su cuerpo me llevaban al límite, negándome el descanso con cambios de ritmo, de movimiento.

No más. Apreté sus pantorrillas con mis manos, para darle a entender que no me podía para, no podía contenerme, y ella, Sonia, mi diosa, se echó violentamente sobre mí. Una vez. Dos. Seis. Arqueé la espalda. Grité.

Mis riñones saltaron hacia arriba para hincar su cuerpo en una lanza líquida. Mi movimiento la cogió de sorpresa y chilló. Sus uñas se clavaban en mis muslos, su cuerpo se retorcía espasmódicamente, sus piernas liberaron mis brazos que se lanzaron sobre sus caderas, sujetándola, clavándola contra mí, notando una espada que me hendía el culo y subía hacia la garganta de ella.

Me sentía como un estropajo sin pulmones y Sonia…

La habitación olía a hembra furiosa…

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