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Mujer con Flor

Soy pintor, uno de los pocos afortunados que consiguen vivir del fruto de su arte.

Pero hay un cuadro que nunca podría vender, aún si algún día tuviera mucha necesidad; antes preferiría morir de hambre. T

ampoco lo han visto ningunos ojos extraños; mandé construir una especie de armario con poco fondo, provisto de cerradura, así como de una luz interior que se enciende al abrirlo, y el cuadro está dentro, oculto a todas las miradas.

No tiene título, y representa a una mujer desnuda, con una sonrisa encantadora en su rostro, y una flor de hibiscus tiliaceus amarilla entre sus manos cruzadas sobre el pubis.

Felicia salió del baño cubierta con una bata.

Se puso en el lugar que le señalé, y ensayó la postura que le había descrito, hasta que quedó a mi gusto.

Luego se quitó la única prenda que la cubría, apareciendo esplendorosamente desnuda ante mí. 

Me sentí sofocado.

Yo sólo iba a pintar su imagen hasta un poco más debajo de su ombligo, y hubiera bastado con que posara cubierta con una braguita, pero había olvidado explicárselo, y no le había mostrado previamente los bocetos dibujados a lápiz.

El problema era que se trataba de mi primer cuadro de desnudo femenino, y aunque ella estaba absolutamente indiferente, yo sentí lo mismo que cualquier hombre que contempla a una bellísima mujer sin ropa.

Rogué internamente para que no observara la inmensa erección que abultaba mi pantalón.

Tomé uno de los blocs que utilizo para dibujar apuntes, disimulando mientras mi lápiz corría sobre el papel, y mis ojos se llenaban de aquella maravillosa imagen.

Tenía 26 años -estaba escrito en el “book” que me mostraron en la agencia de modelos-. Sus medidas eran 86-60-90, y medía 1,70 metros.

Su pelo intensamente negro, muy liso, enmarcaba unas facciones exóticas, debido sobre todo a sus inmensos ojos oscuros ligeramente rasgados.

En su rostro ovalado, de piel perfecta como el resto de su hermoso cuerpo, la boca de labios jugosos era el segundo centro de atención. 

El resto estaba en consonancia con aquella preciosa cara.

Hombros redondeados, brazos y piernas perfectamente formados, pechos erguidos, en cuyo centro resaltaban las areolas oscuras, coronadas por los botoncitos de sus pezones ligeramente abultados.

Tenía el pubis casi depilado, con sólo una pequeña mancha de vello muy corto, que llegaba justo hasta el principio de la hendidura de su sexo, que se adivinaba a pesar de que tenía las piernas juntas.

Después de pensarlo unos minutos, concluí que bien podía cambiar la idea que tenía de la composición, con tal de poder seguir contemplando durante unos días aquel cuerpo.

Así es que, con la boca seca, esbocé su figura hasta un poco por debajo de las rodillas, con las manos cruzadas sobre el pubis, aunque no era esa la postura inicialmente elegida, y dibujé en ellas una gran flor, que tapaba por completo su entrepierna. 

Luego, le expliqué sobre la marcha el cambio de posición, que ella adoptó con absoluta naturalidad. La imagen resultante, con su rostro inocente, venía a ser la de Eva antes del pecado original, desnuda sin conciencia exacta de estarlo.

Y verla así me produjo una inexplicable punzada en el pecho. 

Durante una hora, me dediqué a repetir en el lienzo las líneas maestras antes trazadas en el papel.

Y mi erección había desaparecido por completo Me pareció que era suficiente para una primera sesión, entre otras cosas porque la luz natural, que antes había entrado a raudales por la claraboya, empezaba a disminuir. 

– Vamos a dejarlo por hoy -le dije-. Pero he calculado mal las horas de sol, así es que, si te es posible, me gustaría que vinieras una hora antes de ahora en adelante.

Ella se cubrió nuevamente con la bata.

– No tengo ningún inconveniente, salvo los miércoles -me respondió-. 

– Bien, hasta mañana, pues -concluí yo-.

Después de su marcha, llené el bloc con bocetos de su rostro, que me había quedado grabado a fuego, en todas las formas posibles: seria, sonriente, visto desde la derecha y la izquierda. Ninguno me satisfacía. Eran sus facciones, desde luego, pero carentes de algo que se me escapaba. 

Me acosté muy tarde. Al cerrar los ojos, aún veía mentalmente su figura tal y como había estado ante mí. Y soñé que la abrazaba, pero curiosamente, aunque estaba completamente desnuda, no me producía ningún deseo salvo el de seguir contemplándola.

Al día siguiente llegó muy puntual, y se dirigió al baño a cambiarse, como el día anterior. Yo creía, después de mis extraños sueños, que su desnudez no me produciría ningún efecto, pero me equivoqué. Al igual que la primera vez, mi pene abultado daba fe de la excitación que me causaba la visión de aquel hermoso cuerpo femenino.

Trabajar en absoluto silencio es muy aburrido, al menos para mí. No tuve que esforzarme mucho para que la conversación fluyera entre ambos. Como una hora después, decidí que era tiempo de hacer un descanso. Para mi desilusión, ella se puso la bata antes de sentarse en el sofá, con las piernas muy juntas y el borde de la prenda cubriendo las rodillas, mientras yo servía unos refrescos.

A estas alturas, ya sabía que vivía sola, que estudiaba para ser actriz de teatro, que era su vocación, y que se pagaba los estudios posando para fotógrafos, casi siempre vestida, alguna vez desnuda -pero no había hecho fotos pornográficas, me explicó-. Se trataba de la primera vez que lo hacía para un pintor. 

Más tarde, cuando comenzó a oscurecer, decidí dejar el trabajo:

– Basta por hoy, Felicia. Cómo mañana es miércoles, dedicaré el poco tiempo disponible a hacer bocetos de tu rostro, por lo que no hará falta que te desnudes. ¡Ah!, por cierto -continué- puedes, si lo deseas, utilizar mi vestidor en lugar del aseo en lo sucesivo. Allí tienes colgadores para dejar tu ropa mejor que en el baño. 

– De acuerdo -respondió-. Hasta mañana. 

Estuve repasando todos los bocetos dibujados el día anterior, pero seguían sin convencerme. Debía lograr plasmar a Felicia, no a la profesional que posaba desnuda para mí. Y esto último es lo que había conseguido hasta ahora.

Varias sesiones después, la pintura había avanzado bastante. Había conseguido apresar en el lienzo los múltiples matices de color de la piel de su cuerpo. Pero, en el lugar de su cara, había un espacio en blanco. Cinco blocs de dibujo daban fe de mis fallidos intentos de captar lo que se me escapaba de aquel precioso rostro. 

Ese día decidí dejarlo muy pronto. Estaba frustrado y, sólo mi creciente interés por mi modelo me impedía dejar el retrato inacabado. Quería proponerle que saliera conmigo pero, aunque a esas alturas ya sabía que no tenía ningún hombre, no sabía cómo hacerlo. Curiosamente, lo que me cohibía era el hecho de verla desnuda, día tras día.

Y no me había acostumbrado en absoluto a ello. Mis erecciones se iniciaban cuando desaparecía en mi dormitorio, para quitarse la ropa en el vestidor. Se incrementaban cuando la veía aparecer gloriosamente desnuda. Disminuían cuando me enfrascaba en mi creación, para volver otra vez cuando, después del descanso, ella se despojaba de nuevo de su bata, descubriéndome su bellísimo cuerpo.

Ese día, cuando di por finalizada la sesión, no se dirigió inmediatamente a vestirse.

– Yo ya sé que a algunos pintores parece que no os gusta que nadie vea un cuadro hasta que está acabado -me dijo-. Pero yo tengo mucha curiosidad, así es que, si no te importa, quisiera que me dejaras verlo ahora. 

– No tengo ningún inconveniente.

Se colocó a mi espalda, y puso su mano derecha sobre uno de mis hombros, mientras miraba fijamente la pintura inacabada durante muchos segundos. Después, me miró intensamente:

– ¿Por qué no tiene cara? -me preguntó-. 

– No consigo plasmar tu rostro -confesé turbado-. Hay algo que en él que mis manos no son capaces de representar. 

– ¿Puedo hacer algo para ayudarte? -propuso-. No sé, quizá más horas… 

Se interrumpió. Luego prosiguió rápidamente: 

– Yo… bueno, si el dinero es problema para ti, estaría dispuesta a venir más tiempo, sin cobrarte ninguna cantidad adicional -ofreció-.

Y su mano, aunque ahora estaba de cara a mí, seguía sobre mi hombro. Lo pensé unos segundos. Luego me decidí:

– Hay algo que quizá me serviría. Si no tienes compromiso para esta noche, te invito a cenar. Quisiera verte fuera de este estudio. 

Se puso muy seria, y retiró su mano. 

– Creo que debo dejar algo claro. El hecho de que yo pose desnuda por dinero, no quiere decir en absoluto que esté dispuesta a acostarme con mis clientes… 

– Por favor -la interrumpí-, yo no he pensado en ello ni por un momento. Te he pedido que me acompañes a cenar fuera, y eso es lo único que pretendo. 

– Perdona -dijo-. Creo que he sido injusta, pero debes entender que recele. Hasta ahora, los hombres a los que he dicho cuál era mi profesión, han pretendido llevarme a la cama inmediatamente, aún sin haberme visto sin ropa. 

– No tiene importancia. Pero ahora quiero verte de nuevo sonreír -le dije, mientras ponía mi mano en su barbilla-. 

Poco a poco se relajaron sus rasgos. Luego, respondió:

– Déjame que vaya a mi casa a cambiarme, y quedamos donde me digas. 

Escribí el nombre y la dirección de un buen restaurante del centro, y se lo entregué. 

– ¿Te parece bien a las nueve? -pregunté-. 

– Perfecto -me respondió, mientras entraba a vestirse-.

Aunque llegó absolutamente puntual, yo llevaba ya más de diez minutos en la mesa, nervioso ante el pensamiento de que se hubiera arrepentido, y finalmente no se presentara. Cuando entró seguida del “maître”, me obsequió con una sonrisa deslumbrante, que nunca antes había visto en su rostro. Era maravilloso mirarla.

“¡Es eso! -pensé-. Su sonrisa cuando posa para mí es absolutamente profesional, no descuidada y alegre como ahora”.

Encargamos la cena, que acompañamos con dos botellas del mejor “brut” de la casa. Y ella estuvo hablando casi todo el rato, mientras yo me dedicaba a contemplarla. Sus dedos aleteaban delante de su rostro, mientras me contaba que quedó huérfana muy joven, a causa de un accidente de automóvil, que las inversiones heredadas de sus padres rentaban lo suficiente como para vivir sin demasiados lujos. Que tenía un estudio en una casa antigua, que había decorado poco a poco. Que su mayor deseo era ser actriz de teatro. Que estaba harta de la profesión que la permitía pagarse los carísimos estudios de declamación, y hacer un viaje de vez en cuando. Había recorrido casi toda Europa, y deseaba conocer Estados Unidos. Se interrumpió de repente:

– No has comido casi nada… 

– No tengo apenas apetito -respondí-.

Y era cierto. Me bastaba con mirarla. Pero sí había hecho honor al cava, para tratar de apagar una sed que, comprendí, no era de bebida, sino de ella.

Cuando salimos del restaurante, era aún muy temprano. Yo le propuse ir a tomar una copa a algún sitio, pero ella rehusó, porque -dijo- al día siguiente tenía que madrugar.

– Al menos, déjame que te acompañe a casa -ofrecí-. 

– Vivo muy cerca -respondió ella-. A menos de cinco minutos andando. 

– Pues, si no tienes inconveniente, vamos dando un paseo -le propuse-.

Con absoluta naturalidad, se colgó de mi brazo, mientras seguía hablándome de su vocación, de los personajes femeninos que algún día, sin duda, interpretaría. Yo apenas le prestaba atención. Su pecho se apretaba contra mi brazo, mientras su cadera rozaba mi cuerpo al caminar. Y aunque mi pene se había alargado, mi sentimiento no era sólo de lujuria…

Demasiado pronto para mis deseos, llegamos ante el portal de su casa. Ella se despidió con un beso, apenas un roce de sus labios en mi mejilla.

Cuando llegó a mi estudio, al otro día, yo llevaba ya dos horas emborronando hojas, en el empeño inútil de captar su rostro, tal y como lo había visto la noche anterior. Y, aunque debería haber dedicado a ello la sesión, no quise perderme la visión de su cuerpo desnudo. Por lo menos, no ese día.

Me obsequió con otra de sus deslumbrantes sonrisas, y volvió a besarme en la mejilla, para mi mal.

Escondiendo mi erección como pude, me dediqué a tratar de plasmar sus manos, con la flor de hibisco entre ellas. Ahora, el cuadro estaba terminado… salvo que no tenía cara.

A la hora del descanso, hizo la intención de ponerse de nuevo la bata, como los días anteriores. Renunció a ello, dejándola resbalar por sus brazos hasta el suelo, y se sentó en el sofá tal y como estaba.

– Es una tontería que me tape, cuando llevas muchos días viéndome desnuda -me dijo-. Hoy hace algo de calor aquí. -Se rio-. Además, no puedo enseñarte nada que no hayas visto ya.

Pero no era verdad. Había girado las rodillas a un lado al cruzar las piernas, ocultándome con ello la visión de su sexo, que yo estaba ansioso por contemplar.

Después de un rato, se levantó del sofá, y volvió a mirar el cuadro:

– Sigue sin rostro -y su voz era pensativa-. 

Me acerqué a ella por detrás, y le expliqué mi fracaso en conseguir atrapar su sonrisa con mi lápiz. Le mostré los últimos bocetos, que ella estuvo mirando largamente.

– Soy yo, efectivamente. No sé qué es lo que quieres captar… 

– Tu alma -dije yo en un susurro-. El alma que asoma a tus ojos cuando sonríes como lo hiciste anoche. La forma de tus labios, el pliegue de tus mejillas, el ligero rubor de tu cara, que sólo aparecen cuando se ilumina tu mirada.

Se puso frente a mí, con una expresión indefinible. Infinitamente despacio, acercó su rostro al mío, y me besó largamente con los labios cerrados. Cuando se separó, tenía los ojos brillantes, y otra versión en su cara de la sonrisa que esquivaba todos mis intentos de apresarla en el lienzo. 

Muy despacio, la abracé, y fui yo ahora el que depositó un prolongado beso en sus labios. Tras unos segundos de vacilación, ella pasó sus brazos en torno a mi cuello, y su boca se entreabrió, permitiendo a mi lengua golosa explorarla, mientras apretaba su cuerpo contra el mío.

Un poco después, se separó de mí. Tenía las mejillas encendidas, y otra expresión distinta.

– Tengo que irme ahora -susurró-. 

– Lo siento -respondí-. Perdóname, quizá no he debido… 

– No es eso -su dulce voz era como su hablara para sí misma-. Esto ha sido muy repentino, y tengo que pensar…

Sentí la suave campanada que por las noches anunciaba el paso de otra hora en el reloj de pared. Las dos de la madrugada.

Llevaba desde que Felicia se marchó dibujando una y otra vez su rostro. Ahora había conseguido plasmar su sonrisa sobre el papel, pero aún faltaba algo…

Llamaron a la puerta. Mi corazón se desbocó, entre la esperanza y el temor.

Y allí estaba, parada en el umbral. Las mejillas arreboladas, como cuando me abandonó por la tarde.

– Tenía miedo -me dijo muy bajito-. 

– No debes temer nada.

Y la abracé estrechamente. Su boca hambrienta tomó la iniciativa de otro beso. Pero esta vez era pasión lo que notaba en su cuerpo estremecido, en su respiración agitada que elevaba levemente sus pechos, y en su lengua que introdujo entre mis labios, y se entrelazó con la mía.

– Desnúdate para mí -le supliqué-. No para el pintor, sino para el hombre que te desea desde la primera vez. 

Se despojó rápidamente de su ropa, y después, excitada, me ayudó a desprenderme de la bata, única prenda que yo llevaba puesta. Luego se abrazó compulsivamente a mí. Cerré los ojos, y recorrí con mis manos las conocidas formas que recordaba mi vista, pero que mi tacto no había aún gozado. Y mis dedos conocieron ahora la suavidad de sus pechos, la dulzura de sus pezones endurecidos, de su espalda, sus nalgas, sus muslos… Y, por fin, de los labios de su sexo, que se abrieron a mis caricias.

La contemplé después tendida en mi cama, las piernas abiertas. Y mi lengua recorrió sus pliegues, para que mi olfato y mi gusto se recrearan también en aquella maravilla de feminidad.

Y mi oído se deleitó con los gemidos exhalados por su boca, cuando su cuerpo se estremeció con los dulces estertores de un intenso orgasmo.

Mi pene encontró fácilmente el camino de su vagina. Y se deslizó dentro y fuera, lentamente, mientras mi vista se deleitaba con la mirada brillante de sus ojos. Mi olfato percibió el aroma natural de su pelo, extendido en la almohada, y mi lengua degustó la miel de sus labios y su boca. Y el tacto estaba concentrado en las sensaciones de mi verga profundamente abrigada en el interior de su vientre.

Finalmente, vista, oído, olfato, gusto y tacto quedaron anulados por el inmenso placer de mi eyaculación dentro de su cuerpo, que se debatía en los espasmos de un nuevo orgasmo…

Cuando desperté, la luz entraba a raudales por la ventana de mi dormitorio. Felicia, incorporada sobre un codo, me miraba con ésa expresión… La que inútilmente habían intentado plasmar mis torpes manos. 

La conduje apresuradamente al estudio. Mis pinceles se movieron frenéticamente, llenando por fin el vacío que había en el lienzo.

Al terminar, ella lo miró largamente. Después, se apretó contra mi cuerpo sin decir nada. Y caímos sobre el sofá, entrelazados, y volvimos a hacer el amor intensamente…

Estoy contemplando el cuadro. Por fin he sabido lo que buscaba ansiosamente, y que ahora refleja la imagen que parece mirarme con los ojos iluminados desde la tela: Es ternura y amor lo que puedo ver en ellos… 

Es, sin duda, mi mejor obra. Pero prefiero infinitamente el original. Felicia -que se trasladó a vivir a mi casa poco antes de nuestra boda- está a punto de volver de sus clases de declamación. Es lo único que conserva de su vida anterior. Ya no posa, porque quiero la imagen de su cuerpo sólo para mí. Y mi pene ansioso espera nuevamente perderse en la suavidad de su sexo.

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