Desde que tengo uso de razón, recuerdo que mis papás y mis hermanos mayores decían que mi verga era excepcional.

Hoy, esas nueve y media pulgadas y el grosor bastante considerable me han provocado mil y una satisfacciones.

Hasta a un putito me di el gusto de cogerme, un día en que, andando de vacaciones y ya sin dinero en el bolsillo, el jotito me vio orinando y ofreció darme mil pesillos por una cogida.

De ahí en fuera, ya perdí la cuenta de las mujeres que han probado mi verga.

Pero la satisfacción más grande es la vez en que mi maestra, ella solita, me pidió, a cambio de no reprobarme en matemáticas, que la acompañara a su casa.

Yo supe a la primera para qué me quería con ella, pero me hice guaje. Yo sabía mi cuento.

En esos tiempos tenía yo 17 años, pero bastante experiencia en eso del sexo, no por nada, mi virginidad me la hizo perder una sirvienta de la casa paterna, a los 11 años.

Pues bien, la maestra Belén, tendría unos 28 o 30 años divorciada, sin hijos y estaba bastante buena, razón que ha había convertido en una mujer creída y a la que muy pocos galanes le habían conocido.

Esa tarde que me pidió acompañarla, yo había visto cómo se me quedaba viendo a mi entrepierna, con mi verga parada a medias, solo de estarle viendo esas soberanas piernas que nos mostraba con aquella minifalda a unos cinco centímetros sobre la rodilla.

Mi fama de varga grande había traspasado los ámbitos del colegio.

Cuando subí a su coche, me di cuenta de su coquetería, pues se desabrochó el botón superior de la blusa, lo cual me dejó ver buena parte de esos suculentos globos apenas contenidos por un brasier que, de cualquier no protegía del todo un hermoso par de pezones.

Igual hizo con la falda, pues con el pretexto del cambio de velocidades, quedaba a mitad de sus muslos.

Aun así, yo me hice el desentendido.

Ya en su casa, la maestra me dijo que la idea era que la ayudara a mover todos los muebles de su casa, pues estaba cansada de verlos siempre igual y ello le recordaba a su ex marido, del cual se había separado tres años atrás.

Ni tardo, ni perezoso, me quité la camisa y puse manos a la obra.

Un par de horas después, sala, comedor, estudio y recibidor daban una cara distinta.

Para ello, la maestra había entrado a su recámara a cambiarse. Andaba ahora con un pantalón cortito y una blusa que, con un nudo atado a la cintura, me hizo soñar con la posibilidad de cogérmela.

Y mi ilusión se me cumplió.

Fue a la cocina para traer una jarra con agua de limonada bien fría.

Viéndome sudoroso, se ofreció a secarme la espalda con una toalla, lo cual fue el principio de una hermosa aventura.

El roce de sus manos provocó que mis casi 10 pulgadas de carne se pusieran totalmente duras y así se lo hice saber: maestra, no sea así, vea cómo me ha puesto, le dije.

Y contra lo que cualquiera pudiera esperar, la maestra no tardó con la respuesta: yo sabía que sí contaba contigo.

Sin dar tiempo a mayor diálogo, me desató el cinturón y me dejó totalmente desnudo.

Sus ojitos estaban totalmente abiertos. Como que no daba crédito a que un chamaco de mi edad pudiera tener una verga de ese tamaño.

Cogió mi pedazo con las dos manos y de inmediato la llevó a sus labios, para comenzar a darme una mamada riquísima.

Empuñada a doble mano, posó su lengua en el frenillo, como si supiera que es mis partes más erógenas y de allí para abajo, hasta llegar a mis huevos que, cargados de leche, estaban hinchados a más no poder.

Conocedora como era, supo en qué momento está a punto de darle mi leche y paró en seco para ofrecerme, recostada sobre su espalda y abierta de piernas, una rendija hermosa, bastante húmeda y reclamando carne.

Sin más, ni más, le coloqué la punta de mi verga en la entrada y se la dejé ir toda.

Su respuesta fue un quejido, mitad de dolor, mitad de satisfacción, para enseguida levantar ambas piernas y enroscarlas tras mi espalda.

Como que no quería dejar fuera ni un milímetro de mi dura carne.

En esa posición estuvimos, metiendo y sacando bastante rato. Suficiente para que la escuchara venirse en unas tres ocasiones.

De allí pasó a subirse sobre mí, con sus pies a la altura de mi pecho y sus manos a manera de sostén, sobre mis rodillas.

Se dejaba caer como si se le fuera a acabar el mundo, pues no dejaba un milímetro fuera.

Cansada de esa posición, cuando se bajó noté que los pelos de mi pubis estaban totalmente empapados en los jugos que mi maestra había arrojado por su panochita.

Mi posición favorita es la del «perrito» y así acomodé el cuerpo de mi maestra, con sus piernas bien separadas y el culito apuntando para arriba.

Mi vergota estaba por estallar, pero aun así le tardé unos diez minutos antes de echarle toda mi leche en su interior.

Así, sin despegármele, quedamos unos segundos, tiempo en que mi verga volvió a su tamaño original, para satisfacción de ella, quien preguntó: ¿quieres más?

Sí, le dije, pero me gustaría darle por ese hoyito oscuro.

Se enderezó enseguida, como una rotunda negativa a mi petición.

Yo me hice el sentido. «Yo le he cumplido todo lo que me ha pedido», le dije, un poco chantajista.

Mi maniobra dio resultado, pues me dijo que por el culo solo una vez le había dado su ex marido y aun cuando le había gustado, la verga de aquel ni para cuándo se comparara con la mía y ello le daba miedo a que le fuera a doler demasiado.

«Yo le doy hasta que usted me diga. Si le duele mucho, la saco y ya», le dije y aceptó.

Para evitar problemas, fue hasta el baño y traje un poco de jabón, el cual hizo que me embarrara en la verga y yo le unté un poco en el culo.

Todo estaba listo.

Mis nueve y media pulgadas las acomodé a la entrada del culo y comencé a embestir.

No llevaba siquiera la mitad cuando los quejidos de la maestra eran espantosos, pero no se sacaba.

Entendiéndolo como una invitación a meterla toda, lo hice de un solo tirón, hasta que solo las bolas de mis huevos le quedaron de fuera.

El grito que dio fue espantoso y hasta yo me asusté. Me quedé sin mover, pero con toda la estaca bien clavada en el culo de la maestra, quien no paraba de gemir.

Pensando en ella, pregunté: ¿quiere que se la saque?

«Me duele muchísimo. Espérate un ratito, no te muevas para que no me duela», me dijo.

Apenas un par de minutos después, ella solita comenzó a empujarse hacia atrás, como queriendo que le metiera más verga que mis 9.5 pulgadas.

Para qué contarles lo que ocurrió después.

¡¡Imagínense!!

Fue una aventura que duró de las seis de la tarde a las 2 y media de la mañana, tiempo en que apenas nos dimos oportunidad de engullir un par de sándwiches para recuperar energías.

También fue la única vez que nos vimos, pues ella no quería que se armara lío porque una profesora tuviera enredos sexuales con un alumno.

Lo último que tengo en mi memoria, fue mi última eyaculada, cuando me pidió que acabara en su boca, viéndome de frente mi enorme trozo carne en sus manos, pues, dijo, difícilmente volvería a encontrarse una estaca como la mía.

Hoy, a mis 24 años, solo tengo derecho a recordarla, pues ella se casó a los pocos meses y tiene en la actualidad tres nenes.