Mi alumna preferida me entrega una de las noches mas felices de mi vida

Con cerca de 30 años, yo era profesor de Francés en un colegio mixto de Bogotá, Colombia.

Siempre he sentido una especial fascinación por las adolescentes y, a medida que pasan los años, mis deseos por las jovencitas se acrecientan de manera pasmosa.

Había tenido historias con varias de mis alumnas llegando, inclusive, a tener planes de matrimonio con dos de ellas.

Aunque tenía bastante éxito con las chicas que me gustaban, no todas me hacían mucho caso.

Diana era una de ellas. Aunque le gustaba que yo manifestara, a veces con cierto descaro, cuánto me gustaba, estaba enamorada de un estudiante muy guapo de último año.

Ella estaba en décimo grado y tenía 17 años. Se sentaba en primera fila y yo no perdía ninguno de sus movimientos para ver un poco más de sus piernas y, en un par de ocasiones, sus calzoncitos.

Soñaba imaginando poder tocar aquellas piernas ligeramente cubiertas de vellos rubiecitos como piel de durazno.

Cuando teníamos exámenes yo recorría el salón de lado a lado vigilando que no me hiciesen copia.

Cuando alguna de las chiquillas tenía la blusa un poco desabotonada yo me las arreglaba para ver al máximo lo que se asomaba.

Diana tenía unos senos redonditos y, en ocasiones, se le vislumbraban los pezoncitos oscuritos a través de la blusa blanca del uniforme.

Usaba sostenes con encajes y algunos de ellos eran ligeramente transparentes o, por lo menos, a mi así se me antojaban para dar rienda suelta a mi imaginación.

Pasó el año y ella entró a último año. Su noviecito, ya graduado, se había enrolado en la Armada y se había marchado a Cartagena sede de la Escuela Naval.

Diana estaba de recoger con cuchara.

Triste como nunca y muy desubicada. Empezamos a hablar con frecuencia en los recreos y me convertí en su paño de lágrimas. Me contaba con detalles sus amores, me leía las cartas del chico y compartía sus problemas familiares conmigo.

Tenía serias discusiones con su mamá por abusar del teléfono llamando a Cartagena. Estaba en una verdadera crisis existencial.

Fue así como una noche me llamó por teléfono y me dijo si podía venir a mi apartamento. No lo dudé un instante y le dije que podía contar conmigo para lo que necesitase.

En minutos ordené todo lo mejor que pude, alisté unos traguitos, encendí unas velas y me dediqué a esperarla con impaciencia.

Como a las siete llegó, entró y nos sentamos a hablar de sus problemas. Había tenido una discusión bastante agria con su mamá, había llamado una amiga a ver si se podía quedar esa noche en su casa, pero la amiga salía con sus padres y no pudo recibirla.

Entonces me dijo que si se podía quedar en mi apartamento. Mi mente voló a kilómetros por hora y me invadió una deliciosa necesidad de intentar algo. Hablamos varias horas tomando brandy.

Por supuesto que Dianita con unas cuantas copas estuvo pronto jovial y animada.

Ya entrada la noche, le dije que si no tenía inconveniente podía dormir conmigo en mi cama con toda confianza. Aunque lo dudó un poco, aceptó. Le presté una camiseta la cual se puso en el baño.

Cuando salió tuve que esforzarme para disimular mis miradas.

Sus piernas divinas casi completas (la camiseta le llegaba al borde de los calzoncitos) ante mi vista, sus pequeños pies, sus senos ondulantes bajo la camiseta y sus pezones deliciosamente agresivos dibujando perfectamente su forma y permitiendo ver su color.

Antes de acostarnos fui al baño y olí con infinito placer sus ropas. Luego, a la camita. Seguimos hablando y pasé mi brazo por sus hombros acogiendo su tristeza.

Recostó su cabeza en mi hombro y sentí el roce de sus piernas. Tomamos aún otros tragos y nos adormilamos el uno junto al otro sintiendo el calor de nuestros cuerpos.

Lentamente empecé a acariciarle el hombro y el brazo y sin pensarlo mucho, acaricié sus senos. Inmediatamente sus pezones brotaron y su cuerpo se arqueó excitado. Me miró sin decir palabra, nos besamos lentamente y poco a poco con más ardor.

Viéndola dispuesta, me subí sobre ella y le acomodé mi pene entre sus piernas.

Continuamos con besos largos y profundos. Con nuestras lenguas trenzadas en una lucha sin cuartel y nuestras manos asiendo la carne con pasión. Tomé su mano y la conduje a mi pene mientras mis manos la desnudaban.

¡Qué delicia! Retiré las mantas y tuve ante mi todo el esplendor de ese cuerpo juvenil divinamente formado y ¡a mi merced! Me desnudé y ella no dejó de frotar con movimientos pausados mi falo.

Mi mano descendió y sentí la infinita humedad de su gruta.

Mis dedos avivaron su fuego y empezó a jadear sin dejar de mirarme. Sus ojos centelleaban y pedían a gritos ir más allá.

Con movimientos felinos Diana descendió y su boca engulló mi verga dura y brillante. Bebí todo un vaso de brandy aumentando mi placer y me dejé hacer al tiempo que acariciaba su espalda, sus senos y su perfecto trasero.

No pude esperar, la incorporé, le abrí las piernas y se lo metí lentamente hasta el fondo. La estrechez casi virgen de su chochita me fascinó.

La intensidad aumentó y la embestí con fuerza al tiempo que seguía extasiado mirando y tocando cada parte a donde podían llegar mis manos.

Giramos y quedó ella empotrada sobre mí oscilando y haciendo círculos con ese culito de ensueño. Exploré la entrada de su ano sin duda hasta ahora intocado y con mi mejor tacto le introduje todo el dedo del corazón y luego este y el anular juntos.

Gritó como loca presa de la excitación y la delicia de la doble penetración. Terminó jadeante, con los ojos iluminados y expectantes.

Nos fundimos en un abrazo de agradecimiento mutuo y, tras otro trago, reiniciamos nuestros toqueteos.

Ya con mayor confianza la puse en cuatro y la poseí desde atrás sintiendo sus deliciosas nalgas chocar contra mi pubis. Intenté darle por el culito pero era tan estrecho que la hice aullar y, finalmente, desistí de ese placer retomando su chochita de la cual bebí un néctar sin par.

Ya relajados, yo continué acariciando todos sus confines. Introduje mi lengua hondamente en su chocha y en su culo experimentando un gozo indescriptible.

Acaricié por horas cada seno, cada pezón, cada nalga hasta caer sumido en el sopor del sueño.

Despertamos casi al tiempo entrelazados, sudorosos, mirándonos, sin palabras.

Y sin palabras, sus ojos pedían más y más.

No me hice de rogar y de nuevo la poseí usando mis manos sin descanso.

Nos duchamos haciendo el amor con afán como si fuese la última vez… Nunca hablamos de lo que pasó.

Las miradas en el salón de clase disminuyeron, acabó el año y aunque nunca volví a saber de Dianita, llevó esa noche a flor de piel como si fuera hoy.