Capítulo 1

Sin embargo, para sorpresa mía, empecé a gozar de ese encuentro carnal, de ese coito que nos unía con una fogosidad extrema y liberadora. Creo que tuve dos, o quizá tres, orgasmos, antes de ser consciente que él seguía sin aproximarse a su satisfacción. Por supuesto que gemía y sus ojos a veces develaban que estaba contemplando chispitas de colores. Pero sus gemidos no eran tan desahogados, tan intensos como los míos. Mi vagina seguía saltando sobre su pene como si yo estuviese divirtiéndome en uno de esos saltarines para niños.

Al final, cuando conquisté un nuevo orgasmo, acepté rendirme. Mi frente estaba húmeda de sudor, por lo que tuve que secarla pasando el reverso de mi antebrazo. Me arreglé un poco el cabello con mis manos y entonces me dejé derrumbar a su lado. Mi cabeza se hundió en la almohada y me quedé contemplando su divino rostro, que se había girado para que nuestras miradas se conectaran.

—¿Qué te pasa mi amor? ¿No te ha gustado? ¿Acaso eres inmune al placer?

—No sé qué esté pasando. Pensé que en el sexo la excitación era mayor. Si me hubiese masturbado a este ritmo ya habría llegado al orgasmo. Pero hoy no sé qué pasa.

—Quizá sea el sustico de ser tu primera vez en esto, ¿no?

—Es posible que así sea, Mariana. Estoy todavía un poco nervioso. No pensé que esto fuera a jugar a mi favor.

Estuvimos acostados en la cama durante una media hora, me imagino. Le confesé lo mucho que me había deleitado con ese momento de pasión. Y volví a recalcarle lo mucho que me fascinó sus penetradas iniciales en la posición de misionero. Esa pausa en el sexo, fue muy romántica. Los dos estábamos ahí, juntos, en mi cama, desnudos. Incluso, entre tanto dialogar, hubo un momento en que nos olvidamos del sexo. Cuando volví a recordar que estaba desnuda junto a él, llevé mi mano hacía sus genitales.

Carlos se estremeció un poco por el modo repentino en que lo toqué. Su cuerpo sufrió una especie de espasmo delicioso y al ver que yo me encontraba sonriendo, se relajó, confío en mí y me dejó apropiarme de su pene. Yo, comencé a hacerle una paja, suavemente, deslizando mi mano a fondo para permitir que se mantuviese erecto. Al cabo de unos dos minutos, su pene estaba exhibiendo su máximo vigor. Me recosté junto a su pecho para tener una mejor apreciación de su pene y continué masturbándolo.

Hacerle la paja a Carlos y seducir sus sentidos hasta a la conquista de su orgasmo, se prolongaría un buen rato. Una vez más nos enfrentaríamos a ese bloqueo sexual que le impedía ceder, entregarse al gozo de su orgasmo y finalmente eyacular. Para tener una apreciación de mi labor de masturbarlo, y más que todo para sentir más cómoda, opté por recostar mi cabeza sobre el pecho de él. Fue algo que además le aportó más cariño al momento, porque al rato comencé a darle besitos deliciosos sobre la zona de sus tetillas. Esos besos lo inducirían a ir bajando sus defensas, esos escudos invisibles que había forjado su nerviosismo de primerizo.

Su pene, a pesar del paso de los minutos, seguía conservando una erección excitante. Llegó un momento en que me vi presa del gran deseo de sentarme sobre mi cama. Al hacer eso, surgió en mi mente hacer algo que nunca había hecho antes en mi vida. La idea surgió al ver su pene erecto y sus piernas en posición medio abiertas. Lo que hice fue acomodarme frente a sus genitales para luego descargar mis piernas sobre las suyas. Se podía decir que entre el triángulo que formaban sus piernas y el triángulo de formaba las mías, generaba un rombo entre ambos.

—¿Qué tienes pensando hacerme ahora?—me preguntó.

—Algo que no he hecho antes en mi vida. A ver si logro sacarte esa leche tuya.

—Oh, que provocador se escuchó eso. Mi leche.

—Sí, tu lechita, mi amor. Blanca y espumosa.

—¿Espumosa?

—Es la palabra que se me acaba de venir a la cabeza. ¡Ahora a la acción!

Entonces comencé a realizar la tarea que me propuse. Agarré con mi mano derecha su pene para pajearlo. Con mi otra mano libre me enfoqué en acariciar sus testículos, masajeándolos con cariño, al mismo ritmo que el subir y bajar mi mano mientras apretaba con suavidad su pene. Al cabo de un rato, sentí que la posición de mis piernas no me brindaba la comodidad que necesitaba. Así que le pedí que intercambiáramos de posición.

En realidad lo único que deseaba era que mis piernas estuviesen debajo de las suyas. De ese modo me encontré en una situación más estable para seguir haciéndole la paja, sin dejar de masajear el pene. Dada la posición de mis piernas, yo me sentía como una niña que se entretiene con un juguete en el suelo. Solo que en este caso mis nalgas se apoyaban sobre el colchón y mi juguete no era una muñeca, sino el rígido y duro pene de ese hombre.

En cierto momento de mi actividad, Carlos llevó sus manos para ubicarlas detrás de su cabeza. Sus codos quedaron en una posición que casi realizaban contacto con la cabecera de la cama. Al verlo en esa actitud no pude evitarle sonreírle: se veía como si hubiese entrado a la calma de un actor porno, un hombre que se desentendía del mundo y dejaba en mí la responsabilidad de arrastrarlo hacía su orgasmo.

A partir de ese momento, entre más me esforzaba en hacerle la paja, más sentía que me apropiaba, que me adueñaba de ese pene. Insisto en que tenía la impresión de que su pene era un juguete personal, algo que me pertenecía y que no alcanzaría lo que deseaba hasta no ver cómo derramaba su chorro de su semen. La mente de Carlos debió sentir ese egoísmo que experimentaba ante la dicha de masturbarlo, porque él mismo se atrevió a opinar: “Juega con mi pene como si fuese tuyo. Te lo presto todo lo que quieras, siempre y cuando lo trates bien”.

—¿Te gusta lo que estoy haciendo?

—Por supuesto que sí, amor—me respondió—. Sigue adelante. Esta pajeada es perfecta. Sigue a ver si logramos que suceda lo que los dos queremos.

—Con gusto, Carlos, con mucho gusto. Te voy a regalar un orgasmo que ojalá no olvides en toda tu vida.

—¡Pues sería fantástico!

—Con toda seguridad lo será.

Al obedecer su autorización de abusar de su pene todo lo que yo desease, siempre y cuando no fuese a maltratarlo, mi mano derecha empezó a jalar y subir la piel de su prepucio con mayor intensidad. Igualmente, con mi otra mano no dejé de masajear sus testículos. Esas lindas pelotas, que exponían de manera contundente su virilidad, estaban siendo acariciadas con mucho cariño. A veces las tomaba en mi mano para realizar movimientos circulares.

De pronto, Carlos comenzó a gemir con una felicidad imposible de ocultar. Esos gemidos fueron una pista que sensibilizó mi intuición y me motivó a desprender mi mirada de sus genitales. Lo alcancé a contemplar con sus ojos cerrados, sincronizado en permitir que sus sentidos fuesen más sensibles al inminente orgasmo. Su deliciosa satisfacción se vio reflejada aún más cuando se mordió los labios. Luego, abrió despacito sus ojos. Su mirada se conectó con la mía. Y él me regaló una sonrisa llena de picardía. Una sonrisa traviesa en la que admitía la satisfacción tan profunda que lo dominaba.

Esa sonrisa de felicidad me sentenció entonces a intensificar mi labor. En mi corazón se inauguró un sentimiento frenético, fruto de la adrenalina y la dopamina que fluyó en mi sangre. Frotaría mi mano con tanta intensidad, con tanta convicción, con tanta energía, que ni siquiera pude identificar el momento exacto en que él pudo finalmente conquistar el placer. Y como las sacudidas que le estuve dando fueron tan rápidas y tan fuertes, la eyaculación que disparó su pene empezó a salpicarlo todo.

Cuando fui consciente de que su pene estaba eyaculando, en vez de detener mi agresiva labor de pajearlo, me dejé llevar por la locura. Mi cuerpo fue embestido por un deseo sexual violento, por la ansiosa necesidad de saciarlo hasta el extremo, por la pasión de experimentar esa sensación sin límites que nos ofrece el sexo, como si nuestra alma desease unificarse con todo el Universo.

—Para ya amor—me exigió Carlos llenó de fascinación—. Detente ya, que me vas a hacer explotar.

Entonces me detuve. Me mordí los labios y tras ver su cara de placer total me di el atrevimiento de soltar su pene con desprecio. Ahora que me había divertido todo lo que había deseado con mi juguete, se lo devolvía con una actitud arrogante. Yo presentía muy bien que dicha actitud agresiva le encantaría. Y en efecto así sucedió, por lo que los dos nos reímos durante unos segundos.

Aquella risa de jóvenes cómplices, empezó a perder intensidad cuando empecé a darme cuenta del resultado de su eyaculación. Las sábanas de mi cama estaban del todo salpicadas de semen. Parecía como si un artista, con una brocha recién mojada de pintura color gris claro, hubiese ejecutado un violento movimiento para asustar a una entidad invisible. O más bien, para definirlo más exactamente, como si Jackson Pollock hubiese usado la sabana de mi cama como un lienzo.

Unas noches más tarde, recostada en mi cama mientras pensaba en él, descubrí con un delicioso asombro que una larga gota de semen había llegado a salpicar la pared cercana. Cuando reconocí esa gota de semen, dominada por una fascinación alucinante, aproximé el dedo índice de mi mano izquierda para tocarla. Me sentí orgullosa de tener en mi habitación, una pista más de esa primera eyaculación el día en que él perdió su virginidad con mi cuerpo. De manera que dejé esa salpicadura de semen ahí, como si fuese un trofeo personal de todo el placer que le otorgué.

Creo que fue la única gota de semen que escapó a la labor aséptica que los dos decidimos emprender, tras ver el desastre que nuestro placer había creado. Antes de quitar la sabana, nos hicimos cargo de usar un poco de papel higiénico sobre aquellas gotas blancas. Carlos se hizo cargo de retirar la sabana entonces y yo se la recibí para llevarla a la lavadora.

—Quédate aquí, amor—le dije—. Voy a colocar esto a lavar. Vuelvo en un par de minutos.

—Okey—me respondió antes de esbozar en su rostro una nueva sonrisa—. ¿Te espero desnudo?

—Por supuesto que sí—le respondí con cariño—. ¿O te quieres ir ya?

—No… no me refería a eso.

—Tranquilo, amor, yo quiero seguir gozando contigo.

Mientras salía de mi habitación, alcancé a ver cómo Carlos se encontraba en la cama y había tomado su pene con una de sus manos. Cuando regresé, todavía se estaba acariciando el pene. Se estaba realizando una paja suave, pese a que su miembro no estaba del todo erecto. Yo me acosté a su lado: el orgullo de haberle quitado su virginidad me permitía sentirme realizada como mujer. Nos dimos unos besos deliciosos y yo deslicé mis manos sobre su pecho.

Estaba encantadísima de tener a Carlos para mí esa tarde. De nuevo con mi rostro muy cerca de su hombro derecho, el aroma de su desodorante me cautivó. Siempre me ha encantado ese aroma, capaz de generar en mí una sensación que aloca a mis sentidos. Creo que en ese justo instante, ese momento de intimidad, sin tener que decirnos nada, los dos reconocimos que nos habíamos convertido en una auténtica pareja.

—En un rato continuamos, amor—le dije—. Todavía tenemos mucho tiempo antes de que llegue mi mamá.

—¿Y si llega? ¿Alguna vez te ha encontrado con un hombre aquí?

—No. No exageres, tú eres el segundo hombre al que traigo a aquí. Y sobre tu otra pregunta, mi mamá no se molestará.

—¿Por qué lo dices?

—En primer lugar porque ella te quiere y admira mucho. Y en segundo, porque hace unos días, hablando sobre ti, ella me dijo que cuando lo deseara podía aprovechar la oportunidad para tener sexo contigo aquí. Igualmente me dijo que le avisara en caso de que necesitara que ella no estuviera para dejarme la zona despejada.

—Wow. ¿Lo dices en serio?

—Por supuesto que sí, Carlos. Yo no saco nada con mentirte.

Con el tiempo, Carlos aceptó con mucha humildad que yo actuara como su maestra en el sexo. Lo que se vivió esa tarde con ese bloqueo que lo alejó tanto de su orgasmo volvería a repetirse en varias ocasiones, tal como ocurriría la primera vez que tuvimos sexo en el baño. Pero a pesar de esa resistencia a la hora de eyacular, yo fui dándole las bases necesarias para amar a una mujer con total pasión.

Yo seguí teniendo cierto control sobre él y estoy segura que le encantaba mantenerse en esa posición “inferior”. Nunca me lo expresó, pero sé que había un gesto que yo le proporcionaba que colocaba su corazón a vibrar. Ese gesto solía ocurrir cuando su pene estaba erecto, entre sus manos. Generalmente acontecía cuando yo le pedía que se masturbara frente a mí. En cierto momento yo me acercaba a él y, de nuevo, como si su pene fuese un juguetito, yo me lo metía en mi vagina con facilidad.

A Carlos se le expandía las pupilas de los ojos cuando ejercía sobre él dicha dominación. Le encantaba sentir toda mi potencia sexual, el modo en que lo subordinaba con ese simple gesto, un gesto en el que yo tomaba la delantera, antes de comenzar a vibrar mi cuerpo con el suyo. Y luego complementábamos el amor con besos, con caricias y con todas las locuras que iban surgiendo en el camino.

El empezar a tener sexo mientras él permanecía sentado en la silla gerencial frente a mi computador, fue fruto de una de las tantas fantasías que llegamos a liberar. Esa silla llegó a proporcionarnos un equilibrio tan curioso que siempre nos asombrábamos de que a pesar de nuestros movimientos, nunca nos hubiésemos ido al suelo. O incluso, que la silla misma se desplomara por nuestro propio peso. Una tarde le dije entre risas:

—Parece que hubiesen fabricado esta silla para nuestro uso exclusivo. Nos mantiene en equilibrio, a pesar de tener ruedas.

—Hemos sabido aprovecharla—me respondió—. Aunque tengamos en cuenta que a veces el equilibrio se da cuando nos apoyamos el espaldar contra el borde del escritorio.

—Sí, eso es cierto amor, en todo caso no tiene importancia.

—Lo importante es que nos conectemos, que nuestros corazones vibren, como tú sueles decir.

—Así es querido mío.

Un mes más tarde, ocurriría ese encuentro sexual en el que yo me acomodaría de espaldas a él, quien se mantuvo sentado a la silla. Esa tarde de sexo en la que mi corazón y mi placer me confundieron hasta hacerme olvidar de las leyes del tiempo y el espacio. Me entregué a él con tanta pasión que por lo mismo me perdí en un océano de placer y al final terminé rogándole como si de él dependiera el frenar nuestro juego.

Hasta ese momento estaba vestida con esa camisa manga larga desabotonada solo para cumplir su capricho. Esa camisa la habíamos comprado solo unas horas antes en uno de los centros comerciales cercanos a mi casa. La fantasía de Carlos subyacía en que siempre le causó curiosidad ver que en las películas y en las series de televisión las mujeres tomaran esa iniciativa de vestirse con la ropa de un hombre. Yo con todo gusto decidí cumplir esa fantasía.

Sería una de las otras tantas fantasías que yo estaba dispuesta a saciarle. A propósito de eso: una de las fantasías que más le encanta a Carlos es la de tener sexo oral en posición 69. Y por supuesto, en la posición en la que él se encuentra acostando en la cama. ¡Bueno, siempre ha sido esa la posición tradicional del 69! Creo que su fascinación por esta posición se debe a que él siente una gran fascinación de tragarse por completo mis fluidos vaginales.

Cuando me “orino” de placer por las lambidas que le da a mi clítoris, él no duda en lo absoluto en beberse ese trago. Honestamente, no siento ningún pudor o asco por eso. Todo lo contrario, una vez terminamos de saciarnos mutuamente en esa posición, yo aproximo de inmediato mi boca a la suya. Lo hago con el afán de poder saborear lo que queda de mis fluidos en su boca. Algo que precisamente me recuerda a su deseo de besarme de inmediato después de que le mame su hermoso pene. Ese pene que tanto me cautiva y que utilizo a mi antojo como si fuese un juguete.

Sé que mi relación con Carlos continuará durante un buen tiempo. No sé si esté en planes de los dioses que lleguemos a casarnos y formar una familia. Lo que sí sé es que de momento tengo que aprovecharlo por completo para mí. Saciarlo y saciarme para que el sexo nos mantenga unidos como pareja, tanto en cuerpo como en alma.