Capítulo 1
- Gozando del sexo con un hombre virgen III
- Gozando del sexo con un hombre virgen II
- Gozando del sexo con un hombre virgen I
Continuamos conversando así, recostados en el suelo de la ducha. En cierto momento, comencé a deslizar mi mano sobre la superficie de su pecho. Un pecho que se mantenía al margen de cualquier vello. De pronto mi mano descendió tanto que me aproximé a su ombligo y entonces mis dedos realizaron contacto con su semen. Levanté mi mano unos segundos sin saber qué hacer, antes de que él me sugiriera que me limpiara sobre su pecho. Con esa autorización, deslicé con fuerza mi mano sobre la sección de su vientre, logrando así que el semen se adhiriera a su piel.
—¿Cómo le haces para resistir tanto, mi corazón?
—Ya te he dicho que realmente no lo sé—me contestó con mucha amabilidad—. Es algo que se da. Y me encanta que así sea. No deberías quejarte, tú eres la que más disfruta, ¿no?
—No me estoy quejando. Y claro que sí, me encanta mucho que tengas un pene tan resistente. Es solo que me causa curiosidad.
Lo que me sucedía con Carlos, es que desde la primera ocasión que tuvimos relaciones sexuales, ocurrió que el desempeño de su virilidad estaba a años luz de ser precoz. En un principio este hecho me llevó a dudar nuevamente de si en realidad nunca había tenido sexo con una mujer. Ese dominio total del rendimiento de sus genitales era muy impresionante. Incluso llegué a imaginar que quizá su pene no poseía o carecía algún tipo de sensibilidad.
La tarde en que Carlos perdió su virginidad conmigo, fue realmente espectacular. Precisamente porque pude experimentar por primera vez en mi vida la resistencia, la solidez, la fuerte personalidad de su pene. Todo había comenzado de un modo muy romántico por así decirlo. Los dos, que estábamos de pie, acabábamos de besarnos. Nuestros rostros estaban frente a frente.
Después del beso apasionado, yo deslicé mis manos sobre la camisa roja de él. Lo manoseé por así decirlo, hasta que mis manos realizaron contacto con su cintura, la cual estaba apoyada contra el filo del escritorio. Le di un discreto beso en sus labios antes de aventurarme a ceder, desnudar mi corazón e invitarlo a vivir lo que yo sabía que él quería vivir.
—Mi mamá no vendrá sino hasta horas de la noche.
—¿Segura?—me preguntó con timidez—. No quiero que tu mamá… ya sabes… que nos descubra.
—Ven, no te preocupes. Mi mamá te tiene mucho cariño. A ella no le importa lo que suceda en mi habitación.
—Bueno, entonces, intentémoslo.
—No lo vamos a intentar, lo vamos a hacer—le dije.
Todavía conservaba mis dudas sobre eso de que nunca había estado con una mujer. No fue hasta que metí mi mano en sus pantaloncillos que pude comprar que en efecto era virgen. Carlos exhaló un respiro profundo y me miró con una vulnerada timidez. Al observar sus ojos tiernos y sentir la fragilidad que experimentaba al tener su pene en mi mano, mi rostro adquirió una alegría desbordada. Mi boca se abrió levemente antes de que mis labios volvieran a unirse. Acababa de comprobarlo y aun así no podía creerlo.
Con mucho cuidado cumplí con el trabajo de desabotonar su jean de color negro. Un jean que pronto resbalaría por sus piernas, cayendo en el suelo. Cuando eso ocurrió, volví a levantar mi mirada y contemplé sus ojos. Mi hombre, y digo mi hombre con egoísta actitud posesiva, mantenía esa mirada tierna. Para sentirse más cómodo él decidió en ese instante sacar sus pies del jean.
Lo hizo con facilidad, mientras yo deslizaba mis dedos sobre la piel depilada de sus genitales. Era una superficie áspera que punzaba la punta de mis dedos, como si fuese la piel de un cactus. Esa sensación punzante me excitó a un nivel muy tremendo. Me sentí tan dichosa en ese instante que no pude resistirme más, aproximé mi boca a la suya y le di un beso.
Entonces apreté mi mano en su pene para comenzar a masajearlo. Su pene estaba erecto desde mucho antes de que me atreviera a meterle la mano a su pantaloncillo. En ese momento se me ocurrió que lo más indicado era jalar la silla gerencial de mi escritorio para poder sentarme en ésta. La luz de las cuatro de la tarde irradiaba sobre la cortina de mi habitación, concediéndonos la iluminación que necesitábamos para apreciar nuestros cuerpos.
Al sentarme en la silla, me gustó mucho la distancia que se estableció entre sus ojos y los míos. Carlos es un poco más alto que yo. Pero desde la altura en que me miraba, pude percibir que al verme ahí, en esa posición inferior, su ego alcanzó a inflarse y expandir su deseo. Entonces pude aceptar lo que era evidente.
—Ahora si puedo creerte eso de que eres virgen, mi amor—le dije.
—Te lo había jurado—me respondió—. Nunca he estado con una mujer.
—Eres un chico de 20 años. ¿Cómo es que has pasado todo este tiempo sin sexo?
—No sabría responder a tu pregunta.
Con mucha calma, tomé la decisión de soltar el pene, que había estado masajeando muy suavemente. Necesitaba en ese instante tomar sus pantaloncillos y hacerlos descender hasta el suelo. Fue algo que logré con mucha facilidad, sin dejar de mirarlo a los ojos. Volví a tomar su pene con mi mano derecha. Iba a continuar haciéndole la paja, pero muy pronto tuve la sensación de que aunque su camisa roja le daba un aire elegante, Carlos se veía más bien un poco infantil.
De modo que solté su pene y me puse de pie. Con mucha calma, fui desabotonando su camisa. Botón por botón fui abriendo el camino para desnudarlo por completo. Al final, cuando desabotoné el botón más cercano a su cuello, me di el gusto de darle un beso a la boca. Al mismo tiempo, resbalé mis manos por sus hombros, obligando a que la prenda resbalara por sus brazos. No pude resistirme a descender esa camisa apretando sin piedad y fuerza sus brazos, presionado con energía mis dedos sobre su piel. La dicha de estar quitándole la virginidad a ese hombre, me abrumaba.
Entonces, ahora que lo tenía del todo desnudo, lo cual me dejaba a la vista toda su masculinidad, volví a sentarme en mi silla. Retomé la actividad de hacerle la paja, sin dejar de mirarlo tiernamente a sus ojos. Carlos ocultaba una sonrisa en su rostro, la estaba reteniendo con sus labios apretados, como si no quisiera reconocer que se sentía a gusto con mis cariños. Llegaría un punto en que esa satisfacción lo doblegaría y entonces sonreiría con orgullo, a la vez dejó que sus gemidos fluyeran.
—Está muy rico, Mariana—dijo—. Es como estuvieras cumpliéndome una fantasía sexual… una fantasía sexual muy reprimida.
—¿Te gusta? ¿Te encanta como te estoy haciendo la paja?
—Sí, mucho. Se siente delicioso.
—Y todavía tengo mucho más por ofrecerte. Tranquilo mi buen hombre, que con gusto me aprovecharé de tu virginidad. ¿Quieres que me desnude de una vez?
—Sería fantástico, amor.
Entonces me coloqué de pie y acerqué mi boca a la suya para besarlo. Nos dimos un beso muy sensual entre los dos, mientras yo continuaba sosteniendo su pene con mi mano de derecha. Después del beso, crucé mis brazos sobre la altura de mi ombligo para poder tomar los bordes de mi camiseta negra junto a mi cintura. Y luego, empecé a subir mis manos con rapidez, logrando quitarme mi camiseta con facilidad. Cuando obtuve esa prenda entre mis manos, mientras mis brazos permanecían estirados hacia el techo de mi habitación, simplemente la arrojé al suelo.
Después de esto tuve que retirarme mi sostén. Al mismo tiempo que realizaba esa pequeña tarea, Carlos ubicó sus manos a la altura del botón de mi jean color azul. Alcanzó a desabotonarme y bajar el cierre. De manera que cuando yo me apropié de la situación, solo tuve que meter mis dedos entre los bordes de mi panty y empujar mis manos hacia el fondo. Fue así como quedé desnuda por completo.
En este punto ocurrió algo muy romántico. Cuando yo estaba sacando mis pies del jean en el suelo. Carlos juntó sus manos tras de mí, a una altura un poco más arriba de mi cintura. Entonces me atrajo hacía él para darme otro beso delicioso. Tuve la sensación de que me había poseído, qué había tenido dominio sobre mi cuerpo, qué también él tenía autoridad para participar en el juego, aunque estuviese perdiendo su virginidad.
—No me esperaba que me dieras ese agarrón—dije.
—Quería besarte amor. Voy a aprovechar para pedirte que me ayudes con otra fantasía.
—¿A qué te refieres?
—Quiero que me des sexo oral. Y cuando consideres que hayas terminado, aproximas de inmediato tu boca a la mía.
—Ese es un deseo muy fácil de cumplir.
Obedeciendo su petición, me arrodillé en el suelo y masajeé su pene con calma. Al cabo de unos segundos, cuando reconocí que el cuerpo de su pene estaba grueso y erecto en su totalidad, me di el gusto de metérmelo en la boca. Cerré mis ojos y me entregué a la pasión de sentir su sexo en mi boca. Mi mente, mi cuerpo, mi ser en su totalidad, fue presa de una satisfacción nueva y única en mi vida. Me sentía orgullosa de ser la primera mujer en besar su hermoso pene.
Me disfruté ese pene durante largos minutos. Hubo un momento de esa mamada que le estaba propinando a Carlos, en que mi corazón empezó a latir con fuerza. Tuve la impresionante sensación de que mi cuerpo se estaba reventando, como si hubiese acabado de ser fusilada por un relámpago. Era en realidad una experiencia derivada de la dopamina que segregaba mi sistema nervioso. Solo hasta ese momento abrí mis ojos por primera vez desde que inicié mi actividad de sexo oral.
Carlos sonreía, mirándome con una alegría infinita. Con mucha ternura, se atrevió a tomarme el cabello y llevó uno de mis mechones hacia atrás de mi oreja. Yo le agradecí el gesto, que también me pareció muy romántico de su parte, con una sonrisa igual de linda. Mis labios se separaron un instante, por lo que su pene que aún sostenía en mi mano quedó suspendido dentro de mi boca. Volví a cerrar mis ojos y me sumergí en saciar su fantasía. Solo tenía que entregarme, mamarle su pene con calma, como si estuviese degustando los sabores de una fruta.
Y entonces llegó un momento de esa mamada en que saqué el pene de mi boca. Mis labios quedaron realizando contacto con la punta de su glande. Al mirarlo a sus ojos pude sentir la excitación que estaba viviendo y su mirada me develó exactamente qué era lo que ansiaba con la fantasía que estaba a punto de cumplirle. Solo hasta ese instante comprendí qué era lo que deseaba. Mi boca estaba inundada con los sabores de su pene.
—Llegó la hora, mi corazón—dije.
—Ven te ayudo a colocarte de pie—dijo él tomándome de mis brazos—. Solo bésame, déjame disfrutar del sabor de tu boca.
—Con gusto.
Nuestros labios se juntaron. Nos besamos descontroladamente, inspirados en nuestra desnudez, en nuestras edades juveniles. Éramos dos jóvenes con muy poco mundo, pero recargados con todos los deseos de descubrirlo, aunque dicho mundo solo fuese en ese instante la totalidad de nuestros cuerpos. Juntos, anulando la distancia entre su vientre y el mío, nos enfocamos en saborear ese beso.
Luego, el beso concluyó. Y yo, manteniendo la iniciativa, tomé una de sus manos con mi mano derecha, para que juntos camináramos los dos metros que nos separaban de la cama. Es mucho lo que recuerdo de ese encuentro sexual. En la actualidad, cuando revivo con nitidez esos sucesos en mi memoria, he llegado a sentir cierta nostalgia. Había algo único en esa tarde. Algo que yo sentía desde la tranquilidad de mis sábanas blancas y repercutía en la luz del sol opacada por el escudo que representaba la cortina de mi habitación.
Yo me acosté sobre la cama y empezamos a practicar la posición del misionero, es decir, la posición más tradicional del sexo. Yo abrí mis piernas sin decirle absolutamente nada. Carlos sostuvo su pene entre sus manos durante unos segundos. Alcancé a reconocer la pequeña dosis de temor que lo invadía. No quise desafiarlo, no quise convencerlo de nada, no quise interceder entre su decisión. En ese momento todo dependía de él.
Entonces, tras ver durante unos segundos la punta de su glande y lo próximo que estaba éste mismo a mi vagina, se decidió. Su rostro adquirió una actitud de desprecio ante la inquietud que intentaba disuadirlo de no penetrarme. Ese desprecio le concedió la confianza que necesitaba en mí. Lo único que a él le atemorizaba era tener la mala suerte de embarazarme. En su momento yo le planteé todas las opciones que tenía para despejar su miedo.
—Mira querido Carlos, no tienes por qué preocuparte—le dije en aquella ocasión—. El uso de los condones es una gran opción.
—Sí, lo sé. Pero también se rompen.
—No es muy fácil que se rompan. La lubricación de la vagina aporta muchísimo a que no ocurra eso. Cosa que según entiendo si puede ocurrir con el sexo anal.
—¿Y qué otras opciones hay a la mano?—me preguntó con esa actitud ingenua.
—También están las pastillas de planificación o estudiar los días fértiles de acuerdo a la menstruación. Te ves tan lindo con esa actitud tan tonta. ¿Acaso nunca te dieron clases de educación sexual en el colegio?
—Ya te dije que sí, Mariana. Pero la cosa cambia cuando es en la vida real.
Yo comencé a reírme con cariño y mirándolo con ojos tiernos. No era la primera vez que lo desafiaba con esa pregunta sobre si nunca había recibido clases de educación sexual en el colegio. Esa ingenuidad que lo invadía, esa timidez hacia el sexo me resultaba tan romántica. Estoy segura que al final de todas sus inseguridades, Carlos tuvo el presentimiento certero de cuando sería el día en que perdería si virginidad. Porque fui yo misma la que le di la clave del día exacto en que inició mi menstruación.
Hasta ese momento de nuestras vidas, él y yo éramos muy buenos amigos. Mi madre lo había invitado a cenar dos veces en nuestra casa, sin que propiamente lo tratara como su yerno. Al igual que yo, mi madre reconocía que mi relación estaba basada en una linda amistad, pese a que ocasionalmente usábamos expresiones de cariño como “amor mío, cariño, mi amor o querido mío”. Yo había llegado a su vida para condimentar un poco su día a día, en tanto él mismo aceptaba ser un hombre de muy pocos amigos.
Esa tarde en que perdió su virginidad conmigo, Carlos hundió su pene dentro de mí con una convicción tremenda. Se entregó a mi cuerpo con una convicción infinita. Cuando sentí su cuerpo sobre el mío y empezó a ejercer sus penetradas, me sentí exaltada por suavidad de sus movimientos. Durante largos minutos, las clavadas que yo recibía eran lentas, tranquilas, calmadas. Me penetraba con una actitud humilde, como si se estuviese ganando mi confianza.
—Que rico, Carlos, me encanta ese modo de penetrarme.
—¿En serio te gusta?—me preguntó—. ¿No crees que lo estoy haciendo muy suave?
—Sí, pero así está bien. Se siente rico. Ahí vas venciendo tus temores, tus prejuicios.
—Me vas diciendo si hay algo en lo que pueda mejorar.
—No te preocupes. Entrégate a mí y disfruta de tu placer.
Las penetradas de Carlos se prolongaron tanto que al cabo de un rato yo me sentí incomoda y le pedí que cambiáramos de posición. Fue entonces cuando él se acostó en mi cama y fui yo la que empezó a cabalgar sobre su pene, tal como ocurriría en el baño, unos tres meses más tarde. A partir de ese momento tuve el honor de tener dominada la situación. Ahora era yo la que tenía el control, hundiendo y alzando mi vagina de su pene a mi antojo. Con esa actitud, me entregué al placer, dispuesta a lograr que él llegase primero a su orgasmo.
No me importaba si no conquistaba mi orgasmo antes que él. Lo que yo deseaba era tener el orgullo de satisfacerlo, ansiaba aprovecharme de esa virginidad y verlo vulnerado cuando tuviese una eyaculación precoz. Después me encargaría de darle el amor y el cariño suficiente para que no se achantara, para que reconociera en mí a una mujer dispuesta a respaldarlo en todo y convertirme en su maestra en las artes del buen sexo.