Sin preámbulos, iniciaré mi historia.

Mi primera eyaculación (que yo me haya dado cuenta) fue a los 12 años, cuando un hermano de mi madre insistió en que era tiempo de «convertirme en hombre» y me llevó a un prostíbulo.

La verdad, una experiencia francamente desastrosa, con una mujer que si bien era bastante guapa, sus modales no dejaban de ser los de una mujer vulgar.

Sin más, ni más, ordenó que me desvistiera y enseguida puso manos a la obra: me mamó la verga que tardó en ponerse erecta con motivo de mi estado estupefacto, aunque no quedé mal.

Cuando mi palo estaba tieso, se recostó de espaldas y me indicó que se lo metiera por su rendija bastante peluda y muy reseca, tanto que hubo necesidad de utilizar una crema que ella tenía a un lado de la cama, para poder penetrarla.

Como yo batallaba para eyacular, me dijo que era un mañoso, pero ella sabía cómo sacarme la leche.

Y lo hizo.

Se volteó de espaldas a mí y, levantando la grupa, me enseñó el culo, ordenando que por allí se la metiera.

Otra vez la crema y comenzar a bombear.

Igual tardé bastante en acabar, pero así fue mi primera vez.

Y parecía haber sido ésa mi maldición, pues mujer que aceptaba acompañarme a la cama, mujer a la que acababa dándole por el culo, pese a la resistencia de ellas.

La mayoría de edad me llegó sin compromiso sentimental, pues mi idea era cogerme a cuanta mujer cruzara en mi camino, la mayoría, por el trasero.

Así llegué a los 26 y así también me llegó Cristina, la mujer más guapa que haya llegado a mí, pero también la más difícil de conquistar.

Los prolegómenos de mi convencimiento para llevarla al altar (teniendo como finalidad la cama, por supuesto) no tiene caso comentarlos, pero sí la luna de miel.

Para no variar, el destino fue Acapulco y una «suite» en «Las Brisas», especial para recién casados.

Fueron solo cuatro días, con sus noches, por supuesto, tiempo en el que apenas nos dimos tiempo para salir al restaurant a comer y a una tienda de souvenirs cercana al hotel.

El tiempo completo lo dedicamos a cogernos.

Y es que Cristina me salió brava para eso de estar empalada.

Desde la misma tarde en que llegamos a la habitación, la que fue directo al grano fue ella. Ella me desvistió, ella me tumbó en la cama y ella comenzó las caricias previas a la primera cogida.

Aunque debo aclarar que era virgen, como lo demostraron luego las sábanas ensangrentadas.

No le importó que mi falo fuera de dimensiones no muy comunes (8.5 pulgadas), pues solo pujó a la primera embestida, pero luego no paró de pedir verga.

Para el tercer día me hice a la idea de que, viendo lo caliente que era mi flamante esposita, en una de esas encamadas y luego de sus primeros tres orgasmos, la puse «de perrito», que es una de las posiciones que más le gusta (aunque su preferida es cuando ella me cabalga, ensartada en mi fierro) y, en lugar de meter mi verga por su vagina, la coloqué en la entrada de su culito.

Grande fue mi sorpresa, pues se levantó indignada, me gritó que era un animal y un degenerado.

Un par de horas de nuestra luna de miel tuve que invertir para contentarla y convencerla de volver a coger, aunque nunca por el culo.

Ya recostados uno junto al otro, me reclamó mi intentona de culearla y me dijo: «si tanto te gusta coger por atrás, por qué no te buscas un puto».

Y ya no se habló más del asunto.

Así vivimos un par de años, hasta que una noche que llegué a eso de la una de la mañana, con algunas copas de más y ella me esperaba, como cada noche, con unas ganas locas de cogerme y gozar.

Algo tenía ella esa noche o algo traía yo, pero el disfrute de nuestros sexos se dio fuera de lo normal, ella gritaba como loca en cada orgasmo que le llegaba y yo sentía que mi verga estaba más grande y dura que nunca.

Para que entiendan lo que ocurría, si antes de esa noche ella jamás aceptó tragarse mi leche, aunque sí me masturbaba con su boca y recibía el semen en sus pechos, esta vez no dejó escapar una sola gota de mis líquidos. Se los bebió todos y sin hacer gestos de asco o cosa por el estilo.

«Ahora es cuando», me dije y comencé de nuevo a acariciarla, al tiempo que mi verga comenzaba otra vez a ponerse dura.

Esta nueva relación duraba ya más de media hora, cuando la vuelvo a tener empinada, con ese rico culito mirándome, como diciendo «a que no me clavas» y, me convenció.

Le saque mi falo de su vagina y, sin avisar, ni prepararla, le dejé ir por el culo las 8.5 pulgadas de mi verga, hasta que las bolas que me cuelgan rebotaron en su vagina.

Obvio es decir el dolor que le causé y los gritos que pegó. Yo creo que fueron escuchados por todos los vecinos del edificio de apartamentos en que hemos vivido siempre.

De cualquier modo, pese a sus gritos porque me saliera de su culo, no paré hasta que le llené ese negro agujero con mi leche.

Los golpes que después me dio con pies y manos y cuanto objeto encontró a su alcance, no me quitaron la satisfacción de haberme cumplido el caprichito que había nacido en mí desde que la conocí.

Pero ella, muy ladina y bastante ofendida por el ataque, me preparó una sorpresa, la cual jamás me imaginé.

Pasaron unos días en que batallé para que volviera conmigo a la cama, pues desde esa noche había optado por dormir en la otra habitación.

Y fue hasta que, otra noche, habiendo más bebidas de lo normal, llegué a la casa, sin sospechar lo que me esperaba.

Ella, recostada, veía un programa en la televisión y no me regateó una sola de mis caricias, indicación de que volveríamos a nuestra vida sexual anterior de aquella violada.

Así las cosas, me levantó, me desnudé completamente y entré al baño a lavarme la boca.

Cuando vuelvo a la habitación, la encuentro con el teléfono en las manos, hablando con su hermano.

No le creí y le pedí la bocina, solo para confirmar que era Alonso, su hermano mayor, un sujeto con fama de cabrón, muy alto, quien solo me contestó con un «que tengas buenas noches».

Colgué el aparato y me entregué de lleno a mi mujercita, a la que estuve clavando mi estaca por más de media hora, hasta que, de improviso, la puerta de la recámara se abrió y entró Alonso, acompañado de otro sujeto, ambos totalmente desnudos y con sus respectivas vergas, igual de enormes que ellos, apuntando hacia arriba.

Sin decir palabra, el amigo de mi cuñado me dio un golpe en la cara por el cual casi pierdo el conocimiento.

«¡Ya déjalo!», alcancé a escuchar en la voz de mi esposa y pensé que entraba en mi defensa.

Pero cual sería mi sorpresa, cuando agrega: «Que no se desmaye, para que sienta lo que me hizo sentir».

Entre los tres me sometieron y colocaron en la cama boca abajo y con las piernas abiertas.

Por más esfuerzos que hice, no pude impedir que Alonso, con una verga de dimensiones parecidas a la mía, se colocara encima de mí y colocara la punta de su aparato en mi culo.

«¡Dale ya, qué esperas!», ordenó Cristina y así fue, sin más, ni más me metió su garrote de carne en mi agujero.

Yo sentí que llegaba a mis entrañas. El dolor era intensísimo y mis gritos desgarradores.

El muy cabrón se carcajeaba de mi dolor, al tiempo que decía muy quedito, al oído: «¿Qué se siente, putito?».

Así me tuvo, sometido, él con una mano en mi nuca y la verga en mi culo, por espacio no menor de 15 minutos, hasta que sentí que su aparato se ponía más duro aún y enseguida chorros de líquido hirviendo.

Y así como me la metió me sacó, causándome un dolor muy intenso.

Pensé que mi tormento había acabado, pero en verdad me equivoqué.

El descanso solo duró el par de minutos en que Alonso se quitó de encima de mí para ceder su lugar a su amigo.

Igual que mi cuñado, el otro bruto no tuvo misericordia a la hora de ensartarme, pero su verga la sentí más gruesa y larga que aquélla.

Este cabrón provocó que las lágrimas se me escurrieran.

La voz de Cristina sonaba muy diferente a la que yo le conocí. Gozaba en cada uno de sus gritos.

«Métesela toda!» «Así, Luis, así!», «Que no le queden ganas de volver a culear a nadie» le decía a la bestia que sacaba toda la extensión de su falo, tan solo para volver a embestir y de un solo golpe meterla absolutamente toda.

Ese nuevo tormento duró más que el de Alonso, pero éste, en lugar de derramar su semen en mi adolorido agujero, la sacó cuando se dio cuenta de que no aguantaría más y gritó «ahí voy», que fue como una orden para sus cómplices, quienes me voltearon boca arriba y cogiendo mi cabeza, me obligaron a abrir la boca y recibir tal cantidad de semen, como yo nunca había eyaculado.

Las pocas gotas que lograban salir de mi boca, eran tomadas por la mano de Cristina, quien me metía el dedo hasta la garganta, para que las tragara.

Cuando la segunda bestia se dio por satisfecho, me soltaron y se sentaron ellos cada uno a un lado de la cama y Cristina se quedó de pie, frente a mí.

«Estás satisfecho?», me dijo y se quitó la bata de dormir, para quedar totalmente desnuda.

Se volteó de espaldas, se empinó, dejó su agujero menor ante mis ojos y preguntó: ¿no se antoja?.

No contesté y en silencio quedó la habitación por unos diez minutos.

En ese tiempo, Alonso y su amigote se vistieron y, cuando se iban, mi cuñado me advirtió: ¡Pórtate bien!. O te repetimos la dosis, amenazó.

Yo no abrí la boca para nada.

Antes de irse de mi casa, Alonso salió del cuarto y volvió con un consolador que fácilmente medía de diámetro lo que un bate de béisbol.

Igual de brutal como fueron sus vergas lo fueron cuando me ensartaron el consolador en el culo, dieron vueltas a la correa que lo sostenían y lo amarraron a mi espalda, con un nudo que, provocándome más dolor aún en mi trasero, tardé más de una hora en desatarlo y sacarme el aparato del agujero.

Cristina se fue a la otra habitación a dormir y en la mañana, todavía con el culo adolorido, me bañé y me fui de la casa y de la ciudad para siempre.

Mi hermana, sin saber qué había pasado, fue a la casa por mis cosas personales y Cristina le comentó que todo se debía a que yo le había sido infiel y por ello nos divorciábamos.

Creo que ni Cristina, Alonso y Luis jamás contaron a nadie lo ocurrido, pero lo cierto es que, desde esa lección, jamás he vuelto a pedirle el culo a ninguna mujer.

Y es que, aunque han pasado casi ocho meses desde aquella brutal noche, muy seguido sueño que Alonso y Luis, con sus tremendos falos, a punto de ensartarme sus descomunales garrotes en mi culo.

Dicho lo cual, por cierto, mi agujero nunca volvió a su forma anterior.

¿Y a ti? ¿Te gusta culear?