Mírame y no me toques VI: Nuevas Historias
Por esas fechas comenzaron a llegarme guiones de un escritor de Suecia.
He de confesar que luego de veintiún años de ser mexicana puedo distinguir los detalles de esta tierra, y no podía haber margen de error, aunque estos guiones se los enviaran a la compañía desde Estocolmo, yo estaba seguro que detrás de estas letras había alguien que se había criado en México.
¿Quién en Estocolmo dice que una pareja «va a coger»? Sólo un mexicano lo dice.
Seguir sus audacias me hacía sentir bien.
Era su manera de decir las cosas que me hablaba de una persona amorosa que por alguna causa escribía guiones para pornografía, pero por ejemplo, dice en un guión:
«El actor tomará de la cadera a la actriz, colocándole los dedos en el sexo, acariciándola como si tocara un arpa. Es importante que el actor sienta que brota música de aquel cuerpo.»
«Ella abrirá los párpados como si éstos fuesen labios dispuestos a besar, mirará al actor a los ojos, luego mirará su miembro, que debe estar enhiesto, y con su boca temblorosa le dará hogar.»
Y así, estaba volviéndome peligrosamente espiritual para ser una actriz porno, pero la culpa la tenían los productores al darme estos guiones.
Otra cosa importante de estos guiones es que el guionista no se metía con la manera de hacer las cosas de quienes participábamos en una cinta, es decir, sugería sentimientos, sugería posiciones, pero en el momento decisivo se limitaba a invitar al placer y a que una hiciera su labor con gusto, me daba la impresión de que él tenía muy claro que en la actuación de una actriz porno se encerraba el corazón del arte, que podía indicar en qué parte de la película debía haber una felación, pero nunca era un tirano como otros guiones que en veces me había tocado interpretar, por que en ellos todo era interpretar y no actuar, en que llegaban a decir cosas tan cretinas como «La actriz montará la verga treinta y siete veces, en la decimonona sentada dirá -Papito rico-, y se pellizcará el pezón izquierdo tres veces», o idioteces como, «Chupará la verga cuatro veces profundas y rápidas, luego cuatro lentas, luego cuatro rápidas, y así durante dos minutos, luego se separará del miembro a cinco centímetros, y desde ahí lamerá el glande con la lengua, sin acercar la cara, como una serpiente, pero no tan rápido».
El escritor, que obedecía al nombre de «Manu», dejaba en claro que su arte era transmitir una historia y motivar a los actores a que se la creyeran ellos mismos.
Con sus guiones una se entregaba a coger de verdad y los muchachos se portaban muy intensos, era como si lo hiciéramos por gusto y fuésemos esclavos del guión.
Una parte del último guión que se llama «Ofrenda», decía más o menos esto que me cautivó:
Damaris (El nombre de la protagonista) se postrará de rodillas a adorar la expresión de Dios que más le gusta, que es Adán, su hombre, cuya hombría está dura.
Tomará el tronco de su miembro con sus dos manos, alzando los codos, como si mirara a través de sus manos, y con su boca felará a su pareja (la actriz dará muestra de su arte, único, irrepetible, y sabrá que el mundo le conoce y la quiere por su manera de besar, es una dadora de amor.
Sabe que no puede permitirse dar una mamada sin amor.)
Era como si una cumpliera una función cósmica con el sólo hecho de dar una mamada con amor.
Acompañando a los guiones había siempre dibujos a lápiz que sugerían cuadro por cuadro la película.
En cierto modo era el verdadero director, y de hecho, cuando un director modificaba el orden de aquellos guiones la película empeoraba bastante y, en ocasiones, se echaba a perder.
Era bastante feliz con mi labor, hasta que un día… ese día que siempre llega cuando una es feliz.
Llegué yo con bastante jovialidad al set, todo estaba listo, las luces estaban en su sitio, las cámaras listas, mis compañeros estaban ahí también y yo me había aprendido muy bien mis líneas, feliz de decir lo que iba yo a decir.
Antes de que Eduardo me besara el sexo preguntaría, «¿Qué encontraré en tu vagina?», y yo le diría, «No es una vagina, es una flor.
Busca y encontrarás miel.», era un texto que me gustaba, pero no sabía que esa escena se cancelaría, y eso era lo de menos, algo que no esperaba era la causa por la que la escena se cancelaría.
Ya estaba yo desnuda y sentía el ambiente tenso.
Patrick, el director, se distinguía siempre por crear una atmósfera relajada, pero esta vez había algo que lo excedía a él mismo.
Vi con asombro que las escenas del guión habían sido modificadas, las partes en que yo tenía encuentros sexuales requerían de uso de preservativo.
No me explicaron muy bien y yo no pregunté, pero la idea era que yo creyera que, por presión de grupos que difundían el sexo seguro, al menos una cinta de las que se hacían ahí, sugiriera como placentero el uso del condón.
Era una chingadera, pues era obvio que en México eso no ocurriría porque en teoría ni siquiera se hace pornografía en el país, es decir, nuestros videos salían facturados como hechos en España, y nadie sabía, oficialmente, los desmadres que pasaban dentro de las oficinas de esta productora.
Vaya, ni siquiera el vigilante que cuidaba celosamente la entrada sabía exactamente a qué se dedicaba su empresa.
Terminamos de filmar las escenas.
Los que siempre loqueaban estaban hoy callados, actores que terminaron su parte y que de ordinario se quedaban hasta que todos termináramos, se fueron de prisa.
A la salida, en vez de entrar a mi camerino para vestirme de civil, me metí por la fuerza al camerino de Marco, que era actor y lo más cercano a un amigo que tenía dentro de la compañía, le pregunté:
«Todo esto apesta, Marco, ¿Me puedes explicar qué ocurre?»
«Te aseguro que no quieres saberlo», me intrigué demasiado. Entendí aquella respuesta como una advertencia en el sentido de «sí insistes te diré». Volví a abordarlo.
«No puedes venirme con eso Marco, somos más unidos que mucha gente que está casada, trabajamos todos los días. Ponemos la vida en manos del otro cada vez que hacemos el sexo, no podemos tener secretos, menos de esos que dices que me aseguras no quiero saber. Si en algo me estimas dime qué pasa, ¿He pasado de moda? ¿Van a despedirme?»
Marco se vio de repente con los ojos vidriosos. Era Gay pese a que actuaba en películas hetero, y lo sensible se le notaba como hombre o como hombre Gay. Toqué su cabeza y le dije, «Tranquilo».
Se repuso en medio de un suspiro y dijo, «Antes de salir va a hablar contigo Patrick.
No lo juzgues por no decírtelo antes, la compañía lo tiene sujeto de las pelotas y no podía comprometer las escenas de hoy, con las cuales termina esta película que costó más de lo normal.
¿Recuerdas el cabrón estrellita que vino hace semanas de Estados Unidos a filmar «U.S. Meat»?.
Lo han echado del circuito americano, es seropositivo el hijo de puta.
No es seguro que estemos todos infectados, pero tampoco es seguro que no lo estemos.
Hemos salido limpios en los análisis de rutina que nos hacemos, pero existe la posibilidad de que nuestros métodos de chequeo no sean tan buenos como para estar seguros. Vendrá esta semana un tipo de Alemania, nos hará exámenes y los llevará a su país para examinarlos con una técnica muy innovadora que puede darnos esa certeza.
Cabrones, ojalá inventaran una cura y no una manera de detectarlo. Mientras tanto filmaremos con toda la protección.
Filmaremos mucho menos, eso es obvio. Chula emoción vamos a transmitir.
Me quedé helada. Era una belleza de veintiún años, con bastante dinero en el banco como para no preocuparme más en la vida, y sin embargo era una trampa mortal. ¿Qué pensar del deseo ahora que mi cuerpo es el de una Mantis?.
Patrick habló conmigo. Estaba a punto de maldecirlo cuando me miró con tristeza y me dijo: «No me juzgues a mí, yo no tengo la culpa y bastante tengo con acompañarles en esta pena, pues tuvimos sexo Martina y yo hace apenas dos días. Haz el favor de tener fe, por ti misma.», Martina había tomado medio litro de semen del americano.
Quiso llevarme a la casa, pero en realidad estaba ida, absorta.
No soportaría escuchar a Patrick todo el camino, abundando lo que había terminado de decir y que sería masoquista que ampliara.
Me sentía prohibida para los vivos, me sentía en terreno de la muerte, estaba muy lejos. El placer quedaba mucho muy mermado. Luego de esta noticia no pude pensar nada, todo mi ser esperaba, y no quería que aquello que esperaba llegara.
Quise irme a casa. La simple idea de abordar un taxi y que el chofer comenzara a sacarme plática me ponía enferma.
Una manera de estar sola es irte a meter a un sitio donde hay multitudes que no tienen conciencia como personas, muchedumbres sin fe, carentes de individualidad. Quise irme a casa en Metro.
En el camino tiré al suelo mis lentes de contacto de color gris y juré nunca cubrirme de nuevo los ojos con estos artefactos.
Llegué a la estación que queda cerca de la productora, que es la estación Insurgentes. Bajé la escalera hacia el subterráneo, el andén no importaba, la dirección no importaba, llegaría a casa tarde que temprano y por pronto que fuese sería de todas formas una eternidad.
Preferí ver el mundo con ojos de agonizante, pero un agonizante que se sujeta con fuerza de la vida, busqué en las figuras ajenas y me convencí que aun si fuese seropositiva, aun si me quedaran seis meses de vida con SIDA, mi vida sería de todas formas más plena y valedera que la de esta gente que yace esperando en la estación, los que en su mayoría están muertos, no transmiten fe de ninguna manera, se saben perdidos, atrapados.
Me acordaba del sueño que había tenido la noche anterior.
Estaba yo sentada en una piedra, deshojando una margarita, era feliz haciéndolo, y cuando faltaban pocos pétalos para terminar, empecé a sentir unas ganas de llorar terribles. Abracé la flor contra mi pecho y era inútil, se secaba irremediablemente.
Miraba las demás miradas y la mía al menos pretendía mirar. Las demás miradas estaban clavadas al suelo, o a las vías, como planeando un suicidio en masa, o mirando la boca del lobo que era el carril oscuro.
Me hubiera importado poco morirme hoy mismo sólo de saber que formaba parte de esto, que mi mundo de cine adquiría niveles de ridículo, pues con esta duda no era posible gozar, porque yo las películas las filmaba por gozo más que por dinero. Las miradas que veía eran igual o más desesperadas que la mía.
Pero encontré los ojos de aquel hombre. No me miraba la minifalda. No me miraba las tetas como los demás. Me miraba los ojos. ¡Y vaya que si los miraba! Literalmente se me metía dentro por conducto de sus ojos.
Él estaba absorto mirándome que no se daba cuenta que su cara pasó de la desesperación a una sonrisa que tenía mucho de compasión. ¿Qué percibían esos ojos que instintivamente hacían aquella mueca? ¿Qué encontraba en mis ojos? ¿Encontraba vida?
Sus ojos se enmarcaban en un par de cejas muy pobladas, su contorno ocular revelaba unos ojos más bien pequeños, pero en su caso el tamaño pequeño no era un inconveniente, es decir, rompía el esquema de que los ojos para ser bellos deben ser grandes, de enormes pestañas, eran de tamaño estrecho pero eso los hacía más incisivos, y su atención tan fija era como las manos de un ángel cirujano de almas perdidas que justo al encontrar mi corazón se vio interrumpido por un tren naranja.
Me subí al tren y aun no acertaba a parpadear, por si de alguna manera, por alguna suerte de reflejo, él pudiera seguir viendo mis ojos. Pude sentir su interés, su aceptación por mi ojo azul al igual que por el color miel.
No puedo explicar qué fue lo que encontré en aquellos ojos, lo cierto fue que la fuerza de aquella mirada era un alimento para mi alma, algo que no había probado nunca. Me entristecí de saber que esta sensación tan nueva aparecía en el momento más oscuro de mi vida.
¿Acaso es esto el amor? Una cosa era segura, aquel desconocido de figura delgada y tenebrosa no podría desaparecer de mi vida, aparecería de nuevo, no es posible que alguien que me trastorna de esta manera sea alguien accidental, esa era mi confianza.
¿Y si era el Diablo? ¿Y si era la muerte? cualquiera de esos dos sabe de mi, cualquiera de los dos me desea, cualquiera de los dos me miraría a los ojos sólo para hacerme entender que soy suya, que les pertenezco.
Muerte y Diablo no son para mí lo que para los demás, ambos me llevarían hacia delante, ambos me sembrarían en un jardín mayor.
Pese a esto, me quedaba claro que la aparición de aquel desconocido de siempre era una presencia divina que me sembraba en un jardín, y lo sabía porque encontraba que mi cuerpo hermoso era un tallo perfecto, mi cabello las hojas, y mi corazón enorme el corazón de una enorme margarita, que al calor de aquellos ojos, lejos de ser deshojada, sumaba pétalos, renaciendo.
Entre mi sueño de deshojar la margarita y perecer y mi visión de nacer sin cesar en pétalos, elegí mi visión.
Sin saber cómo llegué a casa.
Creo que de todas formas tomé un taxi, creo que de todas maneras el taxista me hizo plática, creo que incluso le hice reír, no recuerdo muy bien, la diferencia es que luego de aquellos ojos la vida, en la condición que fuese, era no sólo soportable, sino deseable.
Supongo que intervinieron fuerzas para salvarme, pues las cosas fueron en mi rescate de manera veloz, mal había salido de la productora cuando ya estaban esos ojos conmigo. Eso que me ayudó me conoce muy bien, puede que hubiere llegado a la casa matándome.
Al día siguiente, la compañía nos hizo saber que nos enviaría a Querétaro a descansar. Nos prohibía que cogiéramos entre nosotros, y desde luego era impensable que nos metiéramos a la cama con desconocidos, que ingirieran drogas quienes las acostumbraban, recomendaban que durmiéramos mucho, que nos relajáramos.
Luego de unos días regresaríamos a la Ciudad de México donde estaría el experto Alemán, tomaría muestras y se marcharía. El plan era que una vez realizado esto, él remitiera los resultados preliminares, y a los dos meses nos haría unos nuevos exámenes.
Las supuestas vacaciones no funcionaron el primer día, pues todos estábamos en grupo, recordando en todo momento por qué estábamos ahí. No funcionó, la histeria fue colectiva. A partir del segundo día cada quien por su lado.
Yo en todo momento tenía el deseo de regresar a México e ir a la estación de trenes a encontrarme de nuevo con aquellos ojos.
Me pregunto si cuando una está tan obsesionada con el contacto de alguien, aunque este sea visual, el otro forzosamente tiene que sentir algo, el otro no puede ignorar del todo que hay alguien que le piensa, alguien que le guarda, alguien que se lo comería si éste se dejara.
Una vez que volvimos a la Ciudad de México el plan fue como se había acordado. Se sugirió seguir filmando, pues en nada cambiaría las cosas.
Yo exigí que nunca más se me pidiera usar lentes de contacto, y sólo haría películas con guiones de Manu, Patrick dijo, «Concedido, no te pongas los lentes, y filmaremos algo de Manu por que, de hecho, sólo tenemos guiones de Manu».
Contra su costumbre, Patrick comenzó a actuar en sus propios filmes, como buscando que algo de él quedara para la posteridad, y así, cada uno de los que filmábamos hacía locuras muy personales, qué más daba.
Esas películas que filmábamos eran un género en sí mismas, cada quien era un creativo y lo que hacíamos era arte.
Yo comencé a hacer lo que siempre me había negado a hacer, que era mirar a la cámara. Estos eran mis ojos, y los daba al mundo. Acaso el extraño del tren miraría estas películas y me reconocería.
Pese a esa nueva faceta de mostrar mis ojos, aquella tarde no tuve oportunidad de lucirlos, pues la escena requería que me pusiera unos cubre ojos, pues el detalle lúdico del guión indicaba que mis ojos estarían vendados y el morboso de mi novio haría pasar a sus amigos, a quienes mamaría por turnos al ignorar que no era la verga de mi novio.
Esto es inverosímil, pues desde luego las vergas son distintas cada una de ellas, pero en eso radicaría el puterío de mi personaje, de rato tomaría a ciegas a más de una verga y me las comería a todas.
Raro en la productora, que no es productora bisexual (bisexualidad masculina obviamente, pues femenina la hay en todas), había un momentazo gay, pues ya declarándome puta ante mi novio y avisándole que me atravesaría a cada uno de sus amigotes, le amenazaba con hacerle sentir lo mismo, colocándole a él el antifaz cubre ojos, y aprovechando su ceguera, uno de sus amigos tomaba ventaja y se daba también a mamarle con voracidad la verga de mi novio, éste estaría encantado con mi extraña variación.
Lo tendería en la cama y el amigo se daría de sentones en el falo; mi novio repetiría varias veces que tenía un culo señorial, mientras yo me reiría muy de cerca de mi travesura, y sobre todo, de la travesura del «amigo», y acto seguido, le quitaría a mi novio el antifaz para que descubriera que tenía bien empalado a Marco.
Su rostro sería de azoro, y cedería a su placer con una actitud de «Qué más da».
Entonces yo me colocaría los antifaces y me dejaría penetrar por los otros amigos, que ya no por mi novio, que se dejaba atender por Marquito.
Hacer la escena no les costaba trabajo, pues en la vida real eran pareja.
Y a mí no me costaba trabajo mamarles el pito a los otros dos hasta que se regaran completamente en mi rostro.
No había riesgo de que el semen cayera en un lugar no deseado, pues aunque el antifaz parecía ser oscuro, cerrado para que una no pudiera ver, en realidad eran unos cubreojos especiales para una perversión todavía más rara que tener al ser amado con los ojos amagados, que es, la perversión de ser una ese ser amado con los ojos amagados y sin embargo estar viendo lo que el otro hace sin recato escondido en su confianza de que no le ves, es decir, eran cubreojos que no cubren los ojos para quienes quieren dar la apariencia de estar ciegos pero verlo todo.
Esa tarde volví a acudir a la estación del Metro, y lo hacía con una sola esperanza. Esperanza cumplida, cuando llegué a la estación él ya estaba ahí, parado, como si esperara el destino.
Me miró. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Si mirada me pareció sencillamente irresistible, las posibilidades se barajaban en su interior y sentía muy profundamente que esas posibilidades me incluían.
Me daba una dicha tremenda plantearme que aquella mirada era irresistible, pues acaso era lo que yo necesitaba, esta mujer que tan habituada estaba a resistir, encontraba en esta mirada la quintaesencia de lo irresistible, el impulso del alma de decir a todo que si, que ya, que totalmente. Los hombres son tontos, miran los ojos de una y creen que una los está retando, les gusta jugar a que conquistan, y una les sigue el juego para hacerles creer que tienen razón; si una es encima hermosa, seguro imaginarán toda serie de problemas para poseernos, cuando en algunos casos, como este, bastaba con que me dijera que me quería ver desnuda, era lo único que se precisaba para que hiciera lo que me pidiese.
Aquella mirada me volvía discípula a mi, a la experta del cine X, y me reducía a la ignominia porque lo que aquella mirada me proponía eran mil cosas, todas ellas lejanas al sexo, que era mi dominio.
La mirada estaba hecha de fervor, de ansiedad, de estupor, de interés, de compasión en una modalidad que sería la única de este tipo que podría admitir, sus ojos eran una caricia.
No dejaba yo de repetirme en la mente: «Si supieras lo mojada que estoy no te quedarías en aquel extremo», y mientras pensaba eso, llegó adelantado su tren. Mis ojos se entristecieron al ver que su tren partía y él ya no estaba en el andén.
Decepcionada que nuestro encuentro se hubiese reducido nuevamente a un cruce de trenes, vi llegar mi tren, al cual subí con el corazón constricto.
Bajé mi vista luego de ver que no estaba por ningún lado, nada de lo que miraba me interesaba. Ir en un tren subterráneo es distinto a ir en un camión.
En un camión ves el paisaje por las ventanas, mientras que en el tren subterráneo las ventanas te dan acceso a una negrura total, en veces interrumpida por unos focos insensibles.
Un vagón es como una habitación móvil en el que la gente está a solas por momentos, y esta habitación en que yo estaba me parecía vacía pese a las decenas de gentes que me rodeaban.
Sentí como si la ropa se me desintegrara cuando tuve frente a mi vista a aquel hombre, agitado, visiblemente alterado.
¿Tenía miedo? Yo quería que me tuviera terror, el terror a no verme de nuevo, el pánico de perderme para siempre, ¿Tenía excitación, a eso se debía su respiro profundo malamente disimulado? Ojalá fuese eso, ojalá fuese deseo.
Era como tener frente a mi un monstruo domado, como tener frente a mí a mi propia alma, sonriéndome. Le miré durante todo el camino. Cuando me bajé del tren, dí un parpadeo que le dijo: Ven.
Vi que me siguió. Sentía como si él fuese mi ropa, como si fuese dueño y señor de mi andar.
Él no sabía quién era yo, ni a qué me dedicaba. Hoy encima no iba vestida del todo atractiva.
Venía tras mis ojos, eso lo sabía.
El camino a casa fue como un ritual en que él me seguía, me cortejaba, su mirada me explicaba todo.
Cuando llegué a la casa me apresuré por encender la luz de la ventana de mi cuarto, abrir la ventana y correr la cortina, todo ello con tal vehemencia que él pudiera sentir la intención de mirar por aquella puerta a mi alma.
Corrí a otra recámara cuya luz no había encendido y me puse tras la cortina.
Permaneció parado en medio de la calle, mirando hipnotizado mi casa, con una rodilla flexionada como si estuviese dispuesto a esperar de pie mucho tiempo. Su porte era como el de un asesino con bastante poca convicción de matar.
Miró para todos lados el pobrecito hasta que por fin decidió adentrarse en mi jardín.
Su duda me dio buena señal, era un caballero que por amor tenía que vulnerar sus propias reglas. Eso me gustaba porque, sí era un auténtico caballero, sin duda yo era la alegoría del rompimiento de todas las reglas que él pudiese tener.
Me puse el cubre ojos y comencé a desvestirme luego de prender dos velas a lado de mi cama, consagraba mi altar, planeaba mi rito.
Su confianza en que yo no le veía le dio el valor para asomar casi por entero su cara por mi ventana.
Parecía una especie de fauna visual.
Mi protector de herrería de la ventana tiene formas de vegetales, hojas, flores, barrotes.
Él estaba detrás de todo ello. Le había visto cerca en el vagón, pero ahora estaba mucho más cerca, y éramos solo él y yo, él viéndome y yo desnudándome con los antifaces puestos, disfrutando la delicia que brindaban sus ojos al verme con tanta ternura, admiración, devoción.
Él era un animal puro, con hambre genuina, en una selva de acero, en mi casa silvestre.
Muy lentamente me fui desprendiendo de mis ropajes, pero sin perder su vista.
Él deslizaba sus ojos con una dulzura infinita, la mirada más tierna que una bestia puede tener, tal como si el impacto de sus retinas fuesen una fuerza invisible que hiciera mis prendas caer, no era la gravedad la que me dejaba desnuda, sino su mirada que en forma sutil me quitaba cada prenda.
La tela misma al distenderse en mi cuerpo era como sus dedos desabrochando los botones de mi piel, como si ésta fuera una ropa más, dejando al descubierto el alma transparente que habita en mi interior, esa que nadie ve, esa que nadie filma, esa que nadie atrapa, esa que nadie tocaba, hasta hoy.
Me recosté en la cama y comencé a tocarme para él, sólo para él. Su vista se apoderaba de mis manos, instruyéndoles como tocarme, haciendo mis poros erizarse como si tuviese frío, pues frío era cada sitio en que él no estaba.
Ojo a ojo un puente, dos almas caminando extremo a extremo, encontrándose en el centro, una de ellas deseando tirarse y la otra asiéndola de los hombros, trayéndola de nuevo al puente, susurrándole al oído «no», un no a la muerte que es lo mismo que un si a vivir, brindándole una sonrisa, abrazándola a fondo.
Ojo a ojo un brazo que encuentra otro brazo, y al contacto de la palma de las manos fabrican un rezo que les convierte en flores cada dedo, y al resto del cuerpo una raíz.
Cada tramo de mi piel hervía, mi piel entera labios, y centré mi mano en mi sexo, tocándome a ritmo de mi corazón, mojándome cada vez más, sin orgasmos repentinos por tener uno constante.
Cada embiste de mis dedos era como si tocara el corazón en el dedo índice, activando su frenesí. Nunca había sentido así, con ningún hombre, ni cuando lo hacía con muchos hombres a la vez, ni cuando lo hacía con chicas, ni conmigo misma; eran sus ojos.
Me miraba de una manera que bajaba mi guardia absolutamente. Él estaba conmovido, y tal era su alegría que comenzaron a brotar de sus ojos lágrimas, lágrimas tiernas, lágrimas dulces, lágrimas blancas.
Tal emanación activó mi sensibilidad más aun que si él hubiera comenzado a manar semen, las lágrimas de sus ojos las interpreté como semen cristalino que llovía en sus ojos.
Yo que creía que un orgasmo no podía tener a su vez un orgasmo más, descubrí que sobre un orgasmo puede tenerse uno más profundo que casi duele.
Y comencé a vaciarme, segregando miel de mi sexo, aprisionando mis dedos con mi vulva, saltando en mi cama como poseída. El cubre ojos se hizo turbio ya que yo misma comencé a llorar. Me alcé y de un soplo dejé a oscuras mi habitación.
Me recosté de nuevo en la cama y me quité el cubre ojos, secándome las lágrimas.
Tuve que limpiarlas bien para no tener obstáculos para mirarle bien.
Contra pronóstico él no se fue de mi ventana al haber terminado yo de masturbarme, ni al apagar las luces completamente, se quedó ahí, aguardando, cuidando, protegiendo.
Nunca me habían cuidado así, nunca habían estado pendiente de mi sueño, pasó una hora en que mi cuerpo seguía enviándole señales y el suyo hacía con mis señales lo que más le venía en gana.
Primero caí en un sueño profundo a que él se fuera, dormí como una niña, con una sonrisa en los labios, segura, olvidando por completo la palabra SIDA, había rezado mis oraciones de antes de dormir luego de años de olvido, luego de alejarme de mi endeble fe.
Mirándole, «Ángel de mi guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día… no me desampares nunca».