Mírame y no me toques IV: Los ojos de Angélica

«Mírame, mírame, mírame y no me toques
pero mírame»

Joan Manuel Serrat

Hay gusto de ver, hay el gusto de ser vista.

La hermosura y la belleza son aspectos subjetivos de esta vida, lo importante es la esencia que anima un cuerpo, eso me quedó claro desde que pisé por primera vez una iglesia, y sin embargo, la mirada de cada hombre que me ha visto, deseando tocarme, deseando no dejar de verme, me ha enseñado que si bien lo importante es el alma, resulta magnífico tener un bonito cuerpo que la aloje, es decir, que hagan campañas en pro de la belleza interior quienes no la tienen exterior.

Yo tuve esa suerte en mi vida, tuve la suerte de gustar sin argumentos, de gustar sin versiones, de gustar por que sí.

Mi niñez fue cálida y extraña a la vez.

Todo el mundo se mata por parecer distinto a los demás, cosa que a mí nunca me robó mucho tiempo.

Mi cara ha tenido, desde que recuerdo, un sello inusual.

Uno de mis ojos es celeste como el aura de un ángel de amor, y el otro es color miel.

Eso siempre llamó la atención, la gente siempre notó semejante detalle.

Por alguna causa la gente es consciente de que tal variación del color es anormal, por ello, si entre la gente es común que de vez en cuando se miren a los ojos, eso no pasaba regularmente conmigo.

Cuando la gente me miraba a los ojos, se encontraba con algo que no alcanzaban a explicar, se encaraban a lo desconocido, y por ello volvían la vista a cualquier otro punto.

Es como cuando estás frente a alguien a quien le ha sido amputada parte de su cuerpo, lo miras, lo tratas, puedes incluso ser amable con esa persona, pero en el fondo le compadeces, en el fondo no puedes sentirte uno con él porque le falta algo, y eso que le falta no es ni siquiera la mano, el dedo, el pié, el brazo que falte, sino que, aquello de que carece y no deseas ver es: normalidad.

Casi nadie me sostuvo la vista jamás.

Yo me la sostuve muchas veces ante el espejo y encontraba que la variedad en mis ojos hacía que mi mirada fuese inquietante, tierna y fría a la vez, rapaz y dulce, de madre y de amante, de diosa y de piedra, de todo a la vez.

Sin embargo, quienes me miraban de frente regularmente evitaban clavarme la mirada porque les parecía raro que tuviera ojos de distinto color, y así como una no está frente a un manco mirándole el muñón cercenado, así la gente no abrazaba mi mirada, la cual daba motivo de un poco de compasión, era una mirada cercenada.

Harta estaba ya de la normalidad, harta de escuchar que mi mirada era extraña, exótica decían aquellos que querían fingir una muy mala diplomacia, cansada estaba de escuchar que la mezcla de este tipo de ojos traía defectos de vista y todas esas cosas.

Todo era una soberana inmadurez, pues yo aprendía a ver las cosas como las veía y no de otra forma, como imaginar el grado de resolución de los demás, el grado de nitidez, tal como si nuestro tono, brillo y contraste ocular fuesen elementos necesariamente uniformes.

Se supone que los perros ven en blanco y negro, eso lo suponemos solamente, ¿Quién se ha trasplantado unos ojos de perro para poder afirmarlo? ¿Quién garantiza que todos apreciamos el color rojo de la misma manera? ¿Quién me aclara si la manera más perfecta de ver las cosas no es como yo las veo y el resto es quien padece de una miopía en el cerebro?

Todo lo que quería era una mirada, y alguien me la entregó en la forma más completa en que una mirada puede darse, alguien sostuvo sus ojos en mi sol celeste y mi gota ámbar, alguien fijó su vista en mi cicatriz, y la abrazó.

Habría que empezar a contar todo desde el principio. Tenía yo un novio que se llamaba Lauro, yo me llamo Angélica, y aunque habría muchos que observarían la ironía de que me llame así por no corresponder mis costumbres con las de un ángel tradicional, en el fondo creo que soy un ángel hermoso que como tal puede hacer lo que desee, pues todo lo hago por un extraño amor.

Los ángeles ya no son lo que eran antes, no desde que saben que con su cuerpo pueden producir felicidad, que es la meta del plan de Dios.

Lauro tenía una verga respetable, bonita de verdad.

Era de buen grosor, algo inclinada hacia el lado derecho, supongo que de tanto pajearse durante su juventud, la curvatura hacia la derecha la hacía lucir como un falo taciturno, bohemio, romántico, sólo le faltaba usar un sombrero y fumar un cigarrillo para tener ahí, en una muy digna miniatura, a Humphrey Bogart.

Su largo era una delicadeza, dieciocho centímetros de carne, no faltaba ni sobraba, con un glande que parecía de mentira, pues no tenía ni una sola mancha, ni arruga, ni borde, ni nada, era un champiñón casi neumático que contaba con una textura lisa y brillante.

Era una buena pieza, hay que reconocerlo.

El principio de nuestra discusión fue un hecho feliz y no un hecho triste.

Habíamos filmado un pequeño video casero para eternizar la imagen de una de esas mamadas que me gustaba darle.

Existe un fotógrafo muy notable, leyenda viviente de la imagen y genio del momento como tal, su nombre es Cartier-Bresson, nacido en Canteloup en 1908, que es referencia obligada en las escuelas de fotografía, pues nadie como él para explicar una de las características que la fotografía debe tener: La de atrapar el momento.

Él ha expresado muchas veces que los millones de momentos que suceden diariamente no le interesan, sólo le interesan los «momentos decisivos», es decir, aquellos que llevan en sí mismos la esencia de una situación.

Así ocurría con mis felaciones.

Eran momentos decisivos en cada segundo que duraban.

Desde que bajaba el cierre del pantalón, escuchando el vencerse de cada pieza de metal que se separaba de la otra, el inaudible ruido de la tela al doblarse, el sonido de los vellos púbicos que se estregan inquietos unos contra otros, como un pastizal en otoño.

La energía que emanaba aquella verga al anunciarse erecta y lista para mis manos y boca absorbía la quietud del aire y casi podría decir que emitía un zumbido, tal como si fuese un transformador eléctrico, cilíndrico y sutil.

Nada que hiciera era menos importante, la mano en el tronco de su palo era tan imprescindible como mi otra mano que le apretaba los testículos, y tan importante como mi lengua rodeando esa cabeza que tanto me enloquecía.

Ninguno de sus poros merecía menos, y por ello los atendía a todos por igual. Su dureza y su calor eran casi visibles. Conforma mis manos y boca se movían, hacían una sinfonía celeste, era como alzar la vista y ver las constelaciones.

Agitaba mis manos de arriba abajo, frotando, humedeciendo, empapando aquel tronco con un gozo infinito. Sentía que estaba viva, sentía que había un intercambio.

Cuando aquella verga comenzaba a dar indicios de querer regarse me invadía una voracidad animal, y entonces empezaba a tragar aquel trozo con una verdadera hambre, con una fuerza en mis manos que se convertían en las garras de una lechuza que atrapa con fría crueldad un conejo indefenso.

Desde luego eran figuraciones mías y nada se movía con tanta violencia como mi cabeza, que giraba en muy distintos ángulos, pero pensaba que el pene de lauro giraba como un tornado de carne, o mínimo que giraba como la cabeza de Linda Blair en «El Exorcista».

Dentro de sus venas y conductos se sentía un tiemblo, un estertor indeciso, hasta que empezaba a manar la blanca esperma. Las gotas de semen que brotaban de la verga de Lauro eran singulares, espesas como ningunas, nunca salían con violencia, siempre lento, como una perla que naciera de la punta de su pene, como un parto purísimo, y permanecían en la punta de su miembro como rocío de la mañana, y al igual, las gotas que caían quedaban atrapadas en el canto de mis manos rapaces, o prisioneras en su abundante pelambrera, como las gotas cristalinas que penden de las telarañas por la mañana.

Ese vídeo en teoría era un vídeo de mi mamada, pero aunque mi papel era bastante activo en la grabación, había que admitir que la verga enhiesta de mi Lauro llenaba la pantalla de poder.

Ese vídeo fue a dar a una caja que tenía Lauro en uno de los armarios de su casa.

En ocasiones me confesaba que por la noche estaba tan cachondo que sacaba la cinta y la comenzaba a proyectar en su TV, diciéndome que sus mejores masturbaciones eran cuando veía dicho cortometraje.

Se puede decir que no teníamos grandes cosas en común, salvo la afinidad de coger como demonios, que dentro de lo que cabe, y por mucho que ofenda eso a las feministas, tal detalle puede mantener unida a una pareja por muchos años, y te hace sentir plena, llena, absoluta.

En lo personal no cambiaría un intenso mitin feminista por una cogida que me deje hecha una piltrafa, aunque el mitin sería divertido si nos salieran vergas a todas y pudiéramos cogernos en una magna orgía.

Una establece entonces que el cuerpo del ser amado es exclusivo, que una debe entregarse sólo a él y entregarse totalmente, abriendo las piernas hasta que éstas no tengan más fondo que el último punto que su verga toca.

Por eso aquel día en que Lauro y yo acudimos a una cita sorpresa no podía yo imaginar en cuántos niveles me iba él a ofender, y por qué no decirlo, en cuantos niveles me iba él a cambiar.