No hace mucho tiempo, había un pobre albañil en Nápoles que estaba casado con una bella mocita llamada Peronela. Y sucedió, que un apuesto mozo llamado Janelo, puso sus ojos en ella. La regalaba, la prometía hasta que un día, consiguió los favores que pretendía.
Por la mañana temprano, Janelo se apostaba escondido, esperando la salida del marido que se marchaba a trabajar. Y cuando éste salía, Janelo entraba.
Pero una mañana, estando Janelo con Peronela, se oyeron unos golpes en la puerta. Peronela, que por el modo de llamar sabía que era su marido, dijo: «¡Ay, Janelo mío, muerta soy! Mi marido nos ha descubierto, seguramente te ha visto entrar. Mas sea lo que fuere, métete en esta gran tinaja mientras yo voy a abrirle.
Janelo, raudo, se metió en la tinaja y Peronela, yendo a la puerta, abrió a su marido, preguntándole extrañada:
«¿Que ocurre marido mío, que has vuelto tan pronto a casa?»
Es que le he vendido a un compañero, la gran tinaja que tenemos por cinco florines, y venía por ella para llevársela».
«¡Ay, qué mal negociante eres! Yo acabó de venderla por siete florines a un buen hombre que pasó por aquí y que ahora está dentro de ella inspeccionándola. Ve tu pues, y cierra el trato».
Janelo, que estaba con las orejas bien derechas, oídas las palabras de Peronela, salió de la tinaja, y comenzó a decir: «Señora, la tinaja parece sana, pero está toda embadurnada de no sé qué cosa ya seca, que no he podido sacar con mis uñas. Si consigues que quede limpia pagaré por ella los siete florines».
«Que por esto el trato no se rompa», dijo Peronela, «mi marido bien limpia la dejará».
«Claro que sí», dijo el marido.
Y dejando en el suelo las herramientas, se quitó la camisa y cogiendo un candil y una espátula, se metió dentro de la tinaja y comenzó a rasparla con denuedo.
Peronela se acercó también y poniéndose de puntillas, metió la cabeza y los brazos por la boca de la tinaja, y empezó a indicarle a su marido por donde tenía que rascar: «Raspa por aquí, y por aquí y por allá. Mira, allí ha quedado todavía un poquitín… «.
Janelo, que aquella mañana aún no había satisfecho sus deseos, al ver a Peronela reclinada sobre la tinaja, y moviendo su cuerpo para indicarle al marido los sitios, se acercó por detrás y le subió la falda hasta la cintura, dejando al descubierto sus juveniles muslos y su hermoso culo, y como los caballos salvajes asaltan en las anchas llanuras a las yeguas, le ensartó a Peronela un puyazo trasero, con entradas y salidas repetidas, hasta que satisfizo por completo sus deseos.
Peronela, que había sentido el castigo, al notar que se retiraba le dijo: «Toma el candil, buen hombre, y comprueba por ti mismo lo bien que ha quedado».
Janelo, mirando dentro, dijo que estaba muy satisfecho y dándole los siete florines, le dijo a la mujer que volvería mañana para llevarse la tinaja.