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Una gota

Una gota

Apresuré el paso para no llegar tarde a casa de Diana, cerca del Tribunal de Cuentas, donde ella daba una pequeña fiesta.

Llegué hasta allí caminando desde mi casa; si hay tiempo suficiente me gusta andar.

Diana, amiga del instituto, cercana a la treintena, un año mayor que yo, celebraba fiestas entre amigos de distinta procedencia, e invariablemente se empeñaba en que acudiera, a pesar de mis negativas frecuentes, motivadas por la timidez.

Esa noche no me negué. Iba sobre todo para verla a ella, desenvuelta entre sus amigos, enseñándonos a todos las raras iguanas que tan bien sabía cuidar, sus plantas exóticas, sus tortugas; iba para oírla hablar, para saber de ella…, aunque sus planes no eran los mismos.

Diana era de las que pensaba que no es bueno que el hombre esté solo, de modo que desde que rompí con mi novio, se obstinaba en que conociera a uno y a otro chico con la romántica esperanza de vernos enlazados.

Le agradecía sus desvelos en ese celestino sentido, pero por ahora yo creía que necesitaba seguir siendo un solo cabo sin nudo.

Ascendí al 4º A en ascensor, me abrió la puerta y sin mediar palabra me colocó una copa entre las manos y comenzó la ronda de presentaciones entre todos los allí congregados.

La última en saludarme fue ella, divertida, con dos besos, para a renglón seguido indagar:

–“¿Qué te ha parecido Marcos?”.

–“Vaya”, pensé yo, Marcos es el elegido en esta ocasión. La miré a los ojos y la dije: “¿Marcos sabe algo de esto o está aquí como el tonto de ‘La cena de los idiotas’?”.

–“Y, ¡qué más te da eso!. Él está aquí porque quiere, como todos los demás… No seas duro conmigo, guapo…” –se calló, pensativa, y sé que en aquellos momentos estaba reprimiendo una procacidad– “… y dime qué piensas de él, si es que has estado atento a las presentaciones, claro”.

No le faltaba razón: nada más entrar me había presentado a unas ocho personas, casi todas ellas desconocidas, y me encontraba un poco aturdido, pero enseguida ubiqué a Marcos: en torno a mi edad, algo más alto que yo, moreno, con unas gafas de pasta azules, unos profundos ojos y una mirada despistada e inteligente que me gustó.

Y su nombre: Marcos. Marcos, Marcos.

–“¿Quieres que lo haga rotar para que le veas el culo? –Diana se puso estupenda.

La miré como a algo irremediable:

–“Rótalo”.

Se acercó con pasos expertos hacia él y casi pude saber que, con un tercer ojo orientado hacia mí, espiaba mi reacción. Ese juego de ajedrez casi versallesco era lo que más le divertía.

Trabó con él conversación y lo hizo girar, dirigiéndolo como por telemando a la zona más iluminada del salón, y pude verlo en toda su gracia: su culo bajo y apretado se movía rítmicamente con sus pasos, la mano que sujetaba la copa era suave, hermosa y me pareció guapo, hermoso como sus manos al entrar bajo el foco halógeno que iluminaba la vitrina de las iguanas.

Casi me olvidé de Diana en ese baile de pasos: lo seguí hasta la vitrina, bajo la luz brillante; lo observé con la mirada en torno a la mesa de las bebidas y lo perseguí con todos los sentidos hasta el sofá en el que se sentaron y desde el que Diana me llamó perceptiblemente, sin posibilidad de escapatoria.

Intuía que en cuanto yo llegara allí, Diana se marcharía alegando cualquier excusa y yo quedaría solo con él. Deseaba ese momento casi tanto como lo temía.

Me senté a su lado, ya solos y comenzamos a hablar de unas cosas y de otras.

Apenas bastaron dos minutos para que yo no pudiera mirar ya a otro lado, superada extrañamente la vergüenza, como si la bebida y el ambiente hubieran disipado tanto los temores como el aturdimiento.

Entramos en una larga conversación que, en realidad, no fue más que la espuma de la ola, cuando lo fundamental, el agua, consistió en observarnos, reconocernos, avanzar posiciones, reparar yo en su brazo moreno, él en mi pelo castaño, yo en el lunar de su cuello, él en mis tontas sonrisas, yo en su paquete, él en mi espalda.

Poco a poco, no sé cuánto tiempo pasó, la gente se fue marchando, la intensidad de la luz disminuyó. Ninguno de los dos nos dimos cuenta de eso hasta que alguien dijo ¡Chao! y, ya solos, avancé en mi determinación colocando mi mano sobre la de Marcos, que sonrió levemente.

Abrió la puerta de la terraza, el calor era casi sofocante, y las plantas temblaron como su sonrisa cuando se acercó y tomó mi cabeza entre sus manos.

Me alzó y nos dimos un largo beso a la par que nuestras manos reconocían lo que antes habían reconocido nuestros ojos: su culo, mi abdomen, su cuello, mi cabello, nuestros paquetes.

El beso desenroscó nuestras pollas, ocultas en los pantalones.

Las iguanas, alertas, abandonaron su antigua posición de letargo y, como a una orden, fijaron sus pequeños ojos en nosotros, que ya nos quitábamos las camisas y dejábamos al descubierto él su pecho poblado, yo el mío lampiño.

En el acuario las tortugas se inmovilizaron, ansiosas, expectantes, latía en el botón de su mirada un transporte primigenio.

Marcos me quitó el pantalón, yo le di la vuelta para decirle que me gustaba su culo admirable, y le bajé el calzoncillo.

Después me quité el mío. Le volví. Quedamos de frente, excitados pero latentes, como si aquella fuera la primera de todas las primeras veces, y comenzamos, nerviosos, ya sin pudor, por un beso de hambre, prolongado, mientras nuestras pollas se mecían juntas y él avanzaba una mano hacia mi culo y me hacía sentar aún con el sonido del beso flotando en el aire.

Las plantas tremolaron ajustándose a la rotación terrible de la tierra, y la humedad aumentó. Marcos bajó hasta mi polla y sin prisa, como conquistando un país ignoto, la introdujo en su boca. Me acomodé en el sofá movido por hilos invisibles y él no me dejó hacer. Susurró: “Estate quieto”.

Subió mis piernas sobre sus hombros sin dejar de chupar mi verga, y luego metió una mano bajo la zona inferior de mi espalda y otra exploró lentamente mi culo.

Enloquecido, yo intentaba asir su cabeza, ir a su polla, pero él fue tajante.

Con la mano subía y bajaba mi cuerpo para que la polla entrara sabiamente en su boca, cada vez con mayor rapidez. Casi a punto de correrme, se lo hice notar.

Marcos enlenteció entonces el ritmo y metió dos dedos en mi ano, luego aceleró y el placer fue aún mayor.

Sacó mi polla de su boca a tiempo de verla desbordarse de semen, mientras sus dedos continuaban en mi culo; luego tomó semen y recorrió con él mi pecho. Yo quise postrarme ante su verga. Esta vez concedió. Me pareció oír un cuchicheo remoto de plantas.

Dejé al descubierto su capullo y probé la fruta. Tenía una polla reluciente, no muy larga, sí vigorosa, con una excitante sabor acre.

Noté que una de sus manos cogía una gota de mi semen y se lo llevaba a la boca. Lo besé entonces como un salvaje, derribándolo sobre la alfombra, saboreando su saliva, mi semen, su sonrisa.

Chupé, entonces sí, su miembro, enardecido por el recuerdo de su último gesto, queriendo que su polla notara el deseo que sentía hacia todo él.

Al poco advertí que no era suficiente; si él me había metido los dedos en el culo, quería que detrás fuera su polla, y se lo dije, también riendo yo, como parecía que sonreían las iguanas, sostenidas sobre las puntas de sus patas, olfateando el aire, inquietantes.

Marcos me puso a cuatro patas, Marcos, Marcos.

Repitió la operación de los dedos, besando mi espalda naturalmente, como gotas perdidas de una lluvia olvidada que ahora reaparecía con la fuerza de un ciclón. Primero un dedo, luego dos y tres.

Al fin preguntó “¿Estás preparado?”, sabiendo cual era la respuesta.

Entró suavemente al principio, sin querer dañar y sin dañar. Empujó más. Levanté yo la cabeza, susurré “Marcos” y entró hasta el fondo.

Ocurrió igual que si me hubiera penetrado un unicornio puro.

Sus embestidas fueron sucediéndose con mayor poder.

Cogí una de sus manos, que rodeaba mi cintura, y la acerqué a mi boca.

Chupé sus dedos, a falta de su verga: quería sentirlo absolutamente dentro de mí.

Circundé con mis dedos la base de su polla, acaricié sus testículos; él agarró mi cuello y gritó antes de correrse dentro de mí como el río jubiloso que al fin desemboca.

No podía olvidar su boca y me volví para besarlo una y otra vez, mientras alborotaba su cabello.

Quizá el ficus también se volvió hacia nosotros, y la calathea empinó una tierna hoja atenta.

Nos sosegamos juntos, y aquella primera noche dormimos allí, sobre la alfombra que había sido nuestro lecho, abrazados.

Ni siquiera oímos a Diana cuando llegó.

Debió de sentirse satisfecha.

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