Siempre me muevo en taxi, me resulta cómodo, económico y me evito problemas de estacionamiento, además que me da un estatus muy especial: tengo chofer particular.

Luis es un hombre güero, bajito de estatura, algo entrecano, quizá anda por los 45 años.

Hace dos años me presta servicio diariamente, llegamos a tratarnos con tal confianza que nos tuteamos y nos contamos algunas situaciones de índole personal o laboral sin entrar en detalles que nos comprometan.

Me ha presentado a su familia: su esposa, tres hijos varones entre los 23 y los 17 años de edad. Yo soy muy morboso y no escondo que el hijo de en medio, de 19 años me atrajo cuando lo conocí. Sin embargo, nada más lejano de concretar algo con él.

La charla durante los trayectos y entre las esperas de mis citas cotidianas versa sobre muchos temas, él alaba mucho mi desempeño y me dice que le agrada platicar con alguien tan «inteligente», es éste su concepto de capaz o emprendedor.

Ocasionalmente cuando llega por mí en las mañanas estoy todavía a medio vestir o saliendo de la ducha…. yo no he tenido reparo en presentarme ante él envuelto en la toalla, en calzones o francamente desnudo, mostrándole todos los ángulos de mi cuerpo.

Él sin comentarios.

La semana pasada, el 10 de enero para ser preciso tuvimos que hacer un viaje a un lugar situado a 300 km. de distancia.

En el regreso nos alcanzó la noche, el coche empezó a fallar, él echó madres, es decir, profirió insultos y de todos modos no logró hacer arrancar el motor.

Yo le pedí calma y esperar ayuda de los «Ángeles Verdes», auxilio carretero en México, pero ni los ángeles ni ningún vehículo aparecían.

La noche estaba iluminada sólo por una enorme luna que parecía de queso, como en las historias literarias, detalle que no solucionaba nuestro problema.

Luego de dos horas de espera inútil, decidimos descansar en el carro y esperar el amanecer para buscar ayuda. Era una carretera poco transitada.

Como lo hacía en casa, fui a orinar.

Él me imitó y se colocó de pie muy cerca de mí entre los matorrales aledaños al paradero donde nos habíamos estacionado.

En la penumbra, parecí percibir un enorme trozo de verga. Fue una sensación extraña.

Volvimos al carro, él inclinó los asientos delanteros hasta tomar casi la posición horizontal de una cama, yo por comodidad solté el cinturón de mi pantalón y me saqué los zapatos.

No vi sus movimientos porque ya en ese momento, yo estaba muy cansado y era presa del sueño.

No sé cuánto tiempo después sentí una mano sobre mi paquete y escuché que Luis me decía: ¿Tú también tienes la verga parada?. Acto seguido dijo: «Yo sí». «Tócala» y llevó mi mano a su verga ya liberada de su calzón y sentí un escalofrío al sentir una verga muy gruesa, caliente, mojada y sinceramente muy apetecible.

Quizá lo pensé un poco por la situación y la persona de quien se trataba.

Entonces Luis, aferrando mi mano sobre su reata me dijo que tenía muchas ganas de que se la mamaran, que le gustaría cogerme, porque yo ya le había enseñado mis nalgas y desde la primera vez, cada vez que me encontraba desnudo o a medio vestir tenía que ir al baño y hacerse una puñeta.

Lejos de retirar mi mano, me incorporé y luego fui con mi boca hasta ese delicioso manjar masculino, su cabezota no cabía en mi boca, golosamente la lamí, luego recorrí su tronco, le pedí que bajáramos del carro, tiramos sobre el zacate los tapetes del coche y me puse en cuatro.

Este cabrón me ha dado una cogida estupenda, sin dolor, con maestría, me dejó el culo abierto y lleno de leche.

Desde entonces, llega temprano a casa y me dice cínicamente cuando abro la puerta: «Llegó el lechero».

Apenas cierro la puerta, abre su pantalón y me ofrece su reatota.

Algunas veces sólo se la mamo, dependiendo de la hora, otras, me encuero totalmente y disfruto ese rico y grueso garrote en mi culo que se ha habituado a recibirlo.