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La señora II

Ese lunes me levanté temprano. Era mi primer día de trabajo y quería empezarlo bien. Andrés aún dormitaba, medio despierto por el inevitable ruido que hice al ducharme y vestirme. Le di un beso de buenos días y me fui hacia la cocina. En ella encontré la hoja de trabajo del día. Suave, supongo que para acostumbrarme. Sólo tenía que cargar con el jefe hasta sus oficinas y volver a recogerlo por la tarde.

Recién desayunado, me fui hasta el garaje y saqué el coche previsto para hoy, el mismo Mercedes que tomamos mi amante y yo el día anterior para ir al restaurante. A todo esto, a las ocho menos cinco ya estaba yo esperando en el porche de la casa a que saliese el jefe. Cómo Andrés me había advertido, a las ocho en punto se abrió la puerta. Yo ya me encontraba solícito con la puerta trasera abierta esperando la salida de mi pasajero. De pronto, una espectacular mujer salió de la casa. Me quedé de piedra. No atiné a pensar que pudiese ser una jefa y no un jefe al que tuviese que hacer de chófer, pero así era. Con la mayor naturalidad y elegancia, subió al vehículo. Después de cerrar su puerta y sentarme en mi sitio, me dedicó un – Buenos días, Marco-, esbozando una sonrisa. Le correspondí y comencé la rodadura hasta las oficinas de la empresa que me había enseñado Andrés el día anterior.

El trayecto transcurrió en silencio, llegando a nuestro destino en menos de media hora. Mónica, así se llama la señora, bajó del coche no sin antes recordarme que debía estar allí a las cinco en punto para recogerla. Mientras entraba en el edificio, la miré y pude observar que no era tan joven como aparentaba. De unos cuarenta y pocos, muy bien formada. En su juventud debería haber sido una mujer de bandera. Seguía conservando buena parte de la belleza original, pero con el añadido de la elegancia en todo lo que hacía que le habrían dado los años.

Pensativo aún acerca de todo aquello, decidí aparcar el coche en el sitio privilegiado, claro, reservado para él justo al lado de la puerta. Andrés me había comentado que había en el edificio una estupenda cafetería. La encontré enseguida, en la planta baja y me pedí un expreso. Ya con el café en mi mano, me topé con el portero que había atendido a la señora Mónica al bajar del coche. -Así que tú eres el nuevo chófer de la señora-, me soltó de golpe. -Sí, así es-, contesté. Durante unos segundos, pareció que el hombre me estaba escrutando, hasta que asintió como dando algún tipo de aprobación. Enseguida trabamos conversación y, cómo no, el tema recurrente era ella. Le comenté que no esperaba que el jefe de todo eso fuese una mujer, aunque me parecía bien normal. Reconocí que aún arrastraba algún que otro prejuicio acerca de los papeles de cada sexo, pero que no esperaba que se manifestase en forma casi de miedo. Bueno, ya me acostumbraría a ello, después de todo, si todo eso era suyo, sería por algo. El portero me comentó que a la señora no se le conocía marido pero que, aun así, dedicaba a la empresa lo imprescindible y poco más. Por lo que parecía, a ella sí se dedicaba bastante más. Su consejo de administración era de su plena confianza y ella se limitaba a auditarlo y a tomar las decisiones más importantes.

Con mi curiosidad un tanto satisfecha, pensaba volver a la casa sin más que hacer ese día que esperar a la hora de la recogida. Me despedí del amable portero, no sin que antes me advirtiese éste de que aprovechase ese día, ya que casi nunca sería tan tranquilo. Casi fuera don Julián, el portero, me preguntó desde lejos -Eh, Marco ¿Ya has visto a Raquel?- Sin saber de qué demonios hablaba, le dije que no, que ni siquiera sabía quién era la tal Raquel. -Es la secretaria de Mónica. Aunque no te lo hayan dicho, yo subiría a verla, imagina que te espera alguien en el aeropuerto…- Mi hoja de trabajo no hablaba de nada de eso, pero sonó más que razonable. Indicado por Julián, tomé el ascensor hasta el piso cinco y pregunté por Raquel. Una joven muchacha me señaló un despacho acristalado.

Llamé y, al instante, Raquel me hizo una seña para que pasase. Una bonita joven treintañera rodeada por una mesa llena de papeles.

-Mónica me avisó del nuevo fichaje-, dijo ella. -Lo que no me comentó era tu juventud. El anterior chófer se jubiló el mes pasado, ¿Sabes? Por supuesto, yo no sabía nada de eso, pero le comenté que mi juventud no iba a ser ningún problema por lo que a responsabilidad se refería. Amablemente, me comentó que no, que ese día no había dispuesto nada más para mí, pero me agradeció el detalle de subir a preguntarlo. Al salir le di las gracias a Julián por su consejo y emprendí la marcha hacia la casa. Ardía en deseos de volver a estar con Andrés en la hierba de la piscina o en donde fuese. Media hora más tarde, llegué a la mansión y observé que mi amante ya no estaba. Claro, era lunes, que yo tuviese fiesta no significaba que todos la tuviesen. De todos modos, me fui a la piscina.

Luego de comer y de una corta siesta, se hizo la hora de recoger a la señora. A las cinco salió despedida por Julián y partimos hacia la casa. La dejé en el porche de la entrada, de nuevo, esperando volver a la casa del servicio y esperar a Andrés. En cuanto llegó me preguntó que qué me parecía mi “jefe”. Reímos un rato comentando el día y, cómo no podía ser de otro modo, terminamos en pelotas en el sofá. Había esperado ese momento todo el día. Comenzamos a besarnos y a manosearnos hasta estar completamente excitados. Esa tarde, a petición de mi amante, me tocó a mí penetrar su dulce y terso culo. Puesto a lo perro y lubricado por mi lengua y por la vaselina, enterré la polla en su pozo del amor, sintiendo su recto abrazado a mi sexo. Culeamos un buen rato, cambiando de posturas hasta que me vino un orgasmo largo y profundo. Entonces, quise ayudarle un poco y me dispuse a tragarme su hermosa tranca pero me lo impidió cariñosamente. -Hoy no, mi amor, ya te contaré-. Un tanto contrariado por aquello, opté por dejarlo así. Lo peor fue cuando, después de cenar vi que salía y tomaba el deportivo de Mónica. Furioso, me fui a mi cuarto a dormir, pero no pude conciliar el sueño hasta bien entrada la madrugada.

Me habría dormido si no fuese porque Andrés me despertó. Ya tenía la ducha y el desayuno preparados, lo cual le agradecí. Sin embargo, en cuanto notó que iba a preguntar qué pasó ayer, me dijo -Tranquilo, Marco. Confía en mí-. Pasaron los días y me fui acostumbrando al trabajo. También a las escapadas de mi amigo. Sin duda tendría algún amante, algún día tendría que preguntárselo, no es que estuviese celoso, sólo quería saber algo más de él.

El caso es que, con el paso del tiempo, me di cuenta que mi trabajo se centraba más en la tarde noche que en la mañana. Mónica no acudía siempre al trabajo por la mañana, a veces, ni siquiera en todo el día. Pero sí recibía visitas. Algunas venían, a otras tenía que ir a buscarlas, incluso a la señora la acompañaba a otros sitios. Todo aquel trajín de gente comenzó a parecerme sospechoso. No tenía nada en contra, pero las actividades de la señora no parecían limitarse a su empresa precisamente. Tal vez las de Andrés tampoco.

Apenas un par de semanas después de comenzar mi trabajo, mi joven amante me dijo que aquel día no pensaba salir y que, además, me había conseguido fiesta para mí. Ya desde buena mañana nos dedicamos a jugar y retozar por el jardín. Hicimos el amor varias veces, dulces unas y urgentes las otras. Para la hora de comer, nuestros huevos se habían secado de tanto corrernos. Pasamos la tarde entre caricias y lametones, hasta que estuvimos de nuevo en condiciones de follar de nuevo. Me extrañó un poco la fogosidad de Andrés, pero las sesiones de sexo eran increíbles. Antes de cenar, caímos rendidos en nuestra cama con las pollas enrojecidas y los culos más que abiertos. -Vístete, te invito a cenar fuera-, dijo al despertar al cabo de un rato. Encantado por cómo había transcurrido el día, nos arreglamos y bajamos a la entrada.

Quedé sorprendido al encontrar a Mónica a los mandos del jeep, haciendo señas para que subiésemos. Andrés me invitó a seguirle y nos sentamos los dos detrás. Durante el trayecto hasta el selecto restaurante apenas cruzamos varias palabras sobre banalidades. Ya en él, entramos hacia un reservado situado al fondo del mismo. Era evidente que algo habían tramado los dos. Los seguí, cada vez más intrigado y cavilando acerca de muchas posibilidades, incluso pensé que Mónica podría ser, en realidad, la madre del joven Andrés. No sé por qué, pero no me extrañó encontrar a Raquel esperando en la mesa del reservado…

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