Al trasladarse las oficinas centrales de la empresa donde trabaja mi marido a la periferia de la ciudad, decidimos dejar el apartamento que teníamos alquilado en el centro de Madrid y alquilar un piso por la zona.
Al año y medio de haber fijado nuestra nueva residencia, conocí a una chica, vecina de nuestro mismo edificio, con la cual entablé una bonita y profunda amistad.
Lola, que así se llama mi amiga, es una mujer de treinta y un años, es decir, diez menos que yo, muy alta y delgada (mide más de un metro ochenta), con un frondoso pelo castaño muy rizado y los ojos azules muy claros.
No es una belleza de mujer, pero resulta muy atractiva. Después de varios meses de amistad, ambas decidimos presentar a nuestros maridos para poder salir juntos los cuatro.
Resultó que nuestros respectivos esposos se cayeron en gracia y, por ese motivo, conseguimos que las dos parejas saliéramos bastante a menudo.
Rafa, el marido de mi amiga Lola, tiene treinta años, es un tipo muy alto (mide un metro noventa y cinco) y corpulento (pesa cien kilos). Tiene la típica barriga del buen bebedor de cerveza y, aunque no es mi tipo de hombre, debo reconocer que tiene cierto atractivo.
Mi marido Javier, que tiene cuarenta y dos años, es bastante más guapo que Rafa.
De tipo son bastante parecidos, ya que Javier también es bastante alto (un metro ochenta y cinco) y corpulento (noventa kilos), aunque no tiene la barriga tan pronunciada.
Yo me llamo Carmen (Mamen para los amigos), tengo cuarenta y un años, soy rubia (teñida) con los ojos marrones, mido un metro sesenta y cinco y peso cincuenta y seis kilos.
Reconozco que soy bastante guapa de cara y tengo el típico cuerpo de una mujer de mi edad que la gusta cuidarse. Es decir, pechos grandes y erguidos, culito respingón, cintura de avispa y caderas anchas pero bien torneadas.
Tras dos años de mantener una buena y sana amistad con nuestros amigos, ocurrió algo inesperado, y, es justamente este asunto el tema central de este relato.
Serían las nueve de la noche de un viernes del mes de diciembre, cuando mi marido y yo estábamos medio adormilados en el salón de nuestra casa, después de una dura semana de trabajo.
Estábamos viendo la tele y haciendo tiempo hasta la hora de cenar, cuando de pronto sonó el timbre del teléfono sobresaltándonos a ambos.
Se trataba de Lola.
Al día siguiente era su cumpleaños y nos invitaban a cenar en su casa, en compañía de otro matrimonio al que apenas conocíamos.
El plan nos pareció sugerente así que, aceptamos de buen grado.
El sábado a las nueve de la noche acudimos a la cita.
No tuvimos que salir con mucha antelación, ya que nuestros amigos viven en el décimo piso de nuestro mismo bloque. Al entrar en su casa, sus otros amigos ya estaban dentro.
Amablemente procedieron a presentarnos.
Ella se llamaba Elena, tenía treinta y cinco años, y era una mujer de bandera.
Su marido Eduardo, de treinta y siete años, tampoco estaba nada mal. Eran muy simpáticos y extrovertidos, por lo que consiguieron romper rápidamente el hielo con nosotros.
Después de una sensacional cena, Lola preparó unas copas y nos sentamos en los cómodos sofás y sillones dispuestos alrededor de la mesa del salón.
Entonces Rafa propuso jugar una partida de cartas entre los seis, y ahí es donde el ambiente se empezó a enrarecer, ya que no se trataba de un juego de cartas tradicional, sino de un singular juego, inventado por ellos, al que denominaban sex poker, y que nuestros nuevos amigos parecían ya conocer sobradamente.
Javier me miró con la misma cara de sorpresa con la que yo le miré a él.
Las otras dos parejas parecieron adivinar nuestro estupor ante aquel juego, por lo que nos dijeron que comprendían nuestra postura, y que no hacía falta que jugáramos nosotros si no queríamos, pero que podría ser divertido que nos limitáramos a mirar sin participar.
Luego, podríamos decidir si marcharnos o incorporarnos a la partida, sin enfados ni malos rollos por parte de nadie.
Javier parecía haberse animado algo con aquella nueva proposición, teniendo en cuenta que estaba mirando con ojos picantotes a la preciosa Elena.
A mi no me gustaba la idea de mirar, pero menos aún la de participar.
El caso es que finalmente aceptamos a ser espectadores del juego, pero solo durante un ratito, después nos iríamos a nuestra casa y les dejaríamos a los cuatro solos.
El juego parecía tener dos etapas bien distintas. Se trataba del juego tradicional del poker abierto, en el que las apuestas consistían en prendas de vestir, en una primera fase, y de prendas sexuales en su segunda fase.
Para la segunda fase tenían una especie de peonza de plástico hexagonal, cuyos seis lados contenían escritos seis actos sexuales distintos.
Por tanto, el que perdiera, debía lanzar la peonza sobre la mesa, y realizar el acto sexual que contuviera escrito la cara del hexágono que quedara sobre la mesa, con su acreedor del sexo opuesto.
Claro está que las caras de la peonza permanecían ocultas en ese momento, ya que el gran aliciente del juego era precisamente ese, no saber que te podía tocar.
El juego se iba desarrollando con absoluta naturalidad por parte de los cuatro participantes, pese a que a algunos de ellos ya les faltaba alguna que otra prenda de vestir.
Visto desde fuera perdía una gran dosis de morbo, a pesar de resultar excitante.
Entonces, Javier me miró a los ojos y sin hablarme le entendí perfectamente. Su mirada denotaba una mezcla de miedo y excitación.
No quería participar en aquello, pero en el fondo sentía morbo por hacerlo. Y supe perfectamente sus sentimientos porque yo sentía exactamente lo mismo.
Nuestros amigos, que no eran tontos y se estaban percatando de nuestra indecisión, nos animaron a que nos incorporáramos al juego. Entre esto y el efecto de las copas terminamos por aceptar.
Una hora después los seis estábamos medio desnudos, por lo que la segunda fase estaba a punto de iniciarse.
Y se inició justo cuando Javier perdió un mano a mano con Lola, sin que le quedaran más prendas para pagar su apuesta.
Entonces Lola le entregó la peonza para que la lanzara sobre la mesa.
El artefacto de plástico comenzó a girar a gran velocidad. Poco a poco fue perdiendo fuerza, hasta que por la inercia una de sus seis caras se detuvo bruscamente contra la mesa.
Lola procedió a retirar la tapita negra que ocultaba su prenda.
Cuando leí la inscripción me dio un vuelco el corazón. A mi marido le había tocado lamer el sexo de Lola durante dos minutos de tiempo.
Con cierta vergüenza hacia mi persona, pero con total decisión, mi amiga Lola se abrió de piernas para que Javier la lamiera el sexo.
En el ambiente se generó cierta tensión, pero habíamos aceptado jugar con todas sus consecuencias, así que Javier se arrodilló entre las piernas de mi amiga y empezó a lamerla el coño, mientras que Rafa accionaba el mecanismo de su cronómetro, que previamente fijó en los dos minutos de rigor.
Lola cerró los ojos y se concentró en sí misma, como si nadie más que ella y mi marido estuvieran en la sala.
Al minuto de tiempo, mi amiga comenzó a emitir pequeños gemidos de placer, mientras que la lengua de Javier la recorría la raja y el clítoris.
Cuando el cronómetro de Rafa anunció el final de la prenda, con dos agudos pitidos, su mujer estaba a punto de alcanzar el orgasmo.
Javier se retiró sin atreverse a mirarme a la cara, notablemente cortado. Los demás, al objeto de eliminar aquella tensión, anunciaron la siguiente mano, repartiendo las cartas.
En la siguiente partida se enzarzaron Rafa y Eduardo.
Esta vez la mano la ganó Rafa, por lo que la prenda la debía cumplir la mujer de Eduardo, Elena, según las reglas establecidas.
La peonza se detuvo sobre la cara del hexágono, cuya prenda consistía en una masturbación con beso en la boca incluido, durante tres minutos.
Rafa se sentó frente a Elena, la cual le agarró el pene con sus manos y comenzó a frotarlo. Luego, ambos fueron acercando sus rostros hasta que sus labios se fundieron en un morreo lento y suave.
El miembro de Rafa fue adquiriendo un tamaño considerable.
Nunca pensé, por su aspecto físico, que Rafa pudiera calzar semejante verga.
Debía medirle más de veinte centímetros de longitud, por descontado mucho mayor que la de mi marido.
Cuando los tres minutos transcurrieron, los dos improvisados amantes tenían sus rostros cubiertos de saliva, producto de los lengüetazos que se habían dado.
Rafa se retiró a su asiento totalmente empalmado, mientras que la bella Elena se mostraba ostensiblemente excitada, a juzgar por la magnitud y dureza de sus pezones, sobre los cuales, Javier había posado su mirada lasciva, lo cual me molestó bastante, aunque reconozco que las tetas de Elena eran prácticamente prefectas, tanto en forma y tamaño, como en rigidez y dureza.
En la siguiente mano conseguí un «full» de ases y reyes, una de las jugadas más altas que se habían dado hasta el momento, por lo que me envalentoné desmesuradamente. Javier, Elena y Lola se retiraron del juego.
Eduardo y Rafa, por el contrario, aceptaron mi apuesta. Entonces mostré mis cartas con orgullo. Eduardo tiró sus cartas en señal de derrota.
Luego, Rafa, mostrando una sonrisa chulesca mostró su «poker» de sietes. El muy cabrón me había ganado.
Cuando me crucé con la mirada de Javier, comprendí que no solo había perdido el juego, sino que tendría que tirar la peonza y someterme al capricho de su azar, nada más y nada menos que con nuestro anfitrión Rafa.
La peonza parecía no terminar de girar nunca, y mientras lo hacía, un silencio sepulcral inundó el ambiente.
Las miradas de todos nosotros se cruzaban nerviosamente. Pude ver la cara descompuesta de mi marido, pensando en que tendría que someterme a otro hombre delante de todos.
Por fin la peonza se detuvo apoyando una de sus caras sobre la mesa. Lola hizo los honores de destapar la inscripción.
No podía creer lo que estaba leyendo. Tenía que hacer el amor con Rafa sin límite de tiempo, es decir, hasta consumar la eyaculación de mi amante.
Para mayor humillación de mi marido, dado que nuestros amigos sabían que yo no podía quedarme embarazada por un problema hormonal congénito, se decidió, por unanimidad (excepto el voto de Javier) que el coito se llevaría a cabo sin utilizar condón.
Me arrodillé en el suelo, apoyando mis brazos sobre el asiento central del tresillo, cuyos asientos laterales estaban ocupados por Eduardo y Elena, respectivamente.
Lola y mi marido se sentaron a los lados en sendos sillones. Rafa, que no había perdido su erección anterior, se arrodilló entre mis piernas, por detrás de mí. Entonces noté como su glande se iba abriendo paso delicadamente entre mis labios vaginales, hasta penetrarme.
El respetable grosor de su miembro me provocó un estremecimiento nada más entrar en mi vagina.
Luego, lentamente, fue empujando su rabo hasta que los testículos hicieron tope en mis nalgas.
Colocó sus dos manos por debajo de mi cuerpo agarrando firmemente mis tetas. Una vez en aquella posición comenzó a balancear sus caderas muy despacio, tomando como punto de apoyo mis pechos.
En cada movimiento de entrada hundía sus más de veinte centímetros de carne dura hasta mis entrañas, mientras que en cada retirada de sus caderas, su glande se salía prácticamente de mi coño, para volver a entrar sin ayuda de sus manos.
Luego comenzó a follarme con más fuerza, aumentando paulatinamente la velocidad de bombeo.
Al quinto o sexto empujón comencé a sentir un súbito cosquilleo en el clítoris, señal inequívoca de que estaba cerca de correrme de gusto.
En efecto, un impresionante e intensísimo orgasmo se fue apoderando de mis sentidos, proporcionándome un placer inconmensurable.
Debo reconocer que jamás había experimentado un orgasmo tan brutal y satisfactorio.
Rafa seguía aumentando la velocidad de bombeo, sin la mínima pausa. Aquel primer orgasmo, lejos de desaparecer, se encadenó con un segundo si cabe más intenso.
El segundo dio paso a un tercero, y éste a un cuarto. Estaba tan borracha de placer que me olvidé por un momento que mi marido era espectador de aquel fenomenal polvo.
Ya no era dueña de mis actos.
Mi cuerpo temblaba íntegro en espasmos de placer, y me agarraba al cojín del sofá como una gata en celo. En uno de esos movimientos vi a Eduardo, que estaba sentado justo a mi lado, como se empalmaba sólo, al ver el espectáculo.
Loca de placer, me coloqué poco a poco entre las piernas de Eduardo y, hundiendo mi cabeza entre sus muslos, me metí su rabo en la boca y empecé a chupárselo.
Aquello no formaba parte del guión, pero a Eduardo no pareció disgustarle mi actitud y se dejó trabajar la polla sin la menor resistencia.
Desconozco el extraño impulso que me hizo reaccionar de esa manera, pero lo cierto es que estaba tan caliente y excitada que le hice una mamada de reglamento. Rafa seguía jodiéndome sin parar, con más fuerza que nunca.
Tiraba de mis tetas hacia él, al mismo tiempo que me pellizcaba los pezones.
El glande de Eduardo comenzó a supurar liquido pre-seminal y sus testículos se hinchaban como globos.
El quinto orgasmo provocó que me metiera el rabo de Eduardo hasta la garganta y apretara sus huevos con mis manos, justo en el momento en el que un río de leche tibia y espesa salió a borbotones de su capullo.
Cuando Eduardo se estaba corriendo, tenía su glande alojado en mi garganta, por lo que no tuve más opción que irme tragando todo el cuajo que le iba saliendo.
Cuando la polla de Eduardo por fin se secó, comencé a notar que un calor intenso se apoderaba de mis entrañas.
Entonces comprendí que Rafa estaba descargando toda su leche en mi útero, mientras estrujaba mis tetas con más firmeza que nunca y sus empujones comenzaban a perder velocidad.
Cuando Rafa la estaba sacando de mi coño comencé a notar un sexto orgasmo.
Él, se dio cuenta y todavía aguantó varios minutos follándome, pese a haberse corrido ya. Aquel gesto fue de agradecer, puesto que conseguí finalizar mi sexto y último orgasmo hasta el final.
Por supuesto que la velada terminó en ese momento, ya que Javier no tenía ánimos para seguir después de ver lo puta que podía ser su mujer.
Nunca jamás hemos vuelto a acudir a esas partidas, pero confieso que por mi parte no me importaría repetir… muchas más veces.