No suelo releer mis propios relatos. Una vez que salen de mí, que se publican, los dejo ir. Pero hay uno en particular que tiene una historia paralela. Una que nunca escribí… hasta ahora.
Fue con “Mi esposo me siembra la idea de tirarme a otro”.
Un texto que nació en una mezcla de duda, excitación y provocación. No lo planeé demasiado. Solo quise explorar esa fantasía que a muchas les perturba en silencio: que el deseo de un tercero no venga de nosotras, sino del hombre que amamos. Que nos empuje a entregarnos, a dejar entrar algo… o alguien más.
Un tiempo después de publicar este relato recibí un mensaje distinto. No era solo un cumplido o una fantasía compartida. Era… otra cosa: Palabras cuidadas, reverentes. Firmado por alguien que se hacía llamar Elías.
“Ese momento en el relato… cuando dices que no querías, pero que tu cuerpo se rendía, me dejó temblando. No por lo sexual. Por el poder que había en tus palabras. Sin darte cuenta, mandabas. Y yo… yo solo podía obedecer.”
No entendí del todo al principio. Hasta que volvió a escribirme, esta vez por OnlyFans.
Sí, a pesar de que allí no comparto ni una sola foto erótica, o un video caliente. Solo relatos. Solo letras. Solo mi voz escrita.
“Te encontré en Todorelatos. Vi el enlace. Me suscribí. Pensé que buscarías impresionar con imágenes… pero tus relatos me hicieron sentir algo más profundo: sumisión.”
Sumisión.
No lo vi venir. Yo, que escribía sobre esposos que deseaban ver a sus mujeres tomadas por otros, sobre infidelidades entre la vergüenza y el deseo, sobre morbo con sabor a culpa… ahora tenía a un hombre arrodillado, con las palabras como único látigo.
Y no lo niego: Me gustó.
“Veo poder en tus palabras… podrías someterme solo con escribir”
Y ¿Si tú fueras el protagonista de uno de mis relatos?” – Pregunte solamente por saber que diría.
“Solo si tú lo mandas, Dueña.”
Ese fue el momento, el instante exacto en que entendí que no era solo él quien deseaba obedecer, era yo… quien empezaba a descubrir el placer de mandar.
Cuando Elías me contactó por primera vez, no sabía muy bien qué esperar. Había leído varios de mis relatos, y se había sentido atraído por el poder implícito en las palabras. En sus mensajes, me dejó claro que no estaba buscando solo fantasías literarias, sino algo más real, algo que pudiera llevar a cabo en la práctica. Yo, por supuesto, no tenía idea de a qué me estaba metiendo, pero la curiosidad fue más fuerte que cualquier duda.
Ahora, todo esto era un terreno desconocido para mí. Y debo admitir que la idea de ser quien tuviera el control me hizo sentir un calor extraño en mi interior, algo que no había experimentado antes.
«Solo si tú lo mandas, Dueña.»
Lo que empezó como una simple conversación se transformó rápidamente en algo mucho más intrigante. Me hizo preguntas sobre mis fantasías, sobre lo que me excitaba. Al principio, me sentí un poco incómoda, pero luego me di cuenta de que, a pesar de la novedad, la situación me estaba resultando… interesante.
Al principio, no sabía qué hacer con sus peticiones. ¿Debería seguirle la corriente? ¿De verdad podía entrar en este mundo de dominación y sumisión, donde él quería obedecer cada una de mis órdenes? Lo que más me sorprendió fue que, mientras más leía sus mensajes, más me atrapaba la idea. ¿Y si yo fuera la que estuviera a cargo? Me descubrí pensando en eso, en tener el control, en ser la que marcara el ritmo, en ser la que decidiera todo.
“Quiero que me domines,” – escribió un día.
Sus palabras eran claras, pero a la vez, llenas de sumisión. Eso me excitó más de lo que esperaba. Había algo en el simple hecho de leerlo, de saber que él estaba dispuesto a entregarse por completo, que me encendió.
Después de ese mensaje, no podía dejar de pensar en lo que podía hacer con ese poder, con esa nueva libertad que sentía al tenerlo completamente a mis pies. Comencé a disfrutar la idea de ser la que ordenara, la que dictara lo que debía hacer. La idea de que él, un completo extraño, estuviera dispuesto a seguir mis órdenes, me hizo sentir una sensación de control que nunca había experimentado.
“¿Te gustaría que te ordenara ahora?” – respondí, sintiendo un leve estremecimiento en la espalda. ¿De verdad estaba disfrutando de esto?
Pasaron unos minutos. Mi teléfono vibró con su respuesta. – “Sí, Mistress. Te seguiré en todo lo que me digas.”
Su respuesta fue como un reto silencioso que me provocó aún más. ¿Era yo capaz de manejar esta situación? ¿Podría dar órdenes y mantener la calma, o me dejaría llevar por el deseo? La curiosidad seguía creciendo. Me incliné un poco hacia adelante, mi respiración comenzaba a acelerar, pero aún me costaba aceptar que este mundo de sumisión era algo que estaba empezando a disfrutar.
Decidí continuar, pero con una orden sencilla, algo que no me hiciera sentir tan fuera de lugar. – “Quiero que te pongas cómodo y me describas qué estás sintiendo ahora mismo.”
Hubo una pausa. Sabía que estaba esperando la oportunidad de complacerme, de darme el control, y ese pensamiento me hizo sonrojarme ligeramente. ¿Era eso lo que realmente quería? ¿Estaba lista para tomar la delantera, para probar hasta dónde podría llevar esto?
Su respuesta llegó finalmente. “Me siento… vulnerable, Mistress. Pero al mismo tiempo, muy excitado. Cada palabra que me dices me hace sentir más cerca de ti, de tus deseos.”
Mientras leía sus palabras, algo en mí comenzó a cambiar. No sabía cómo explicar lo que sentía, pero cada frase me hacía sentir más poderosa, más dueña de la situación.
– “La próxima vez que hables conmigo, quiero que seas mucho más explícito. Describe lo que deseas, todo lo que necesitas para complacerme. No me hagas esperar.” – Era una orden directa, pero al decirla, una chispa de excitación me recorrió el cuerpo. Nunca había hablado de esta manera, pero me gustó cómo sonaba, cómo se sentía.
¿Cómo llegué hasta aquí? La pregunta rondaba mi mente, pero era tarde para arrepentirme. Elías ya estaba dentro de mi mundo, y yo, sin darme cuenta, estaba comenzando a disfrutar de este poder. La idea de ser su guía, su dueña, estaba comenzando a ser algo más que una simple fantasía. Estaba excitada.
Después de ese primer intercambio, algo cambió entre nosotros. Elías ya no era solo un lector curioso. Y yo ya no era únicamente una escritora que jugaba con palabras y fantasías ajenas. Empecé a notar que cada vez que texteábamos, había algo más… una tensión, una necesidad, un deseo oculto que se desbordaba en cada frase.
Me había dicho “Mistress” más de una vez, y aunque al principio me sonaba exótico, ahora comenzaba a sonar natural. Casi adictivo. Me gustaba imaginar cómo se le llenaba la boca con esa palabra, cómo parecía necesitarla tanto como el aire. Y yo… yo ya no podía resistirme al poder que eso me daba.
Una noche, después de un largo día, abrí su mensaje. Me contaba que no podía dejar de pensar en mí, que había leído mis relatos de nuevo. Eso lo tenía obsesionado.
— “Estoy listo para ti, Mistress. Hoy. Si tú quieres” — terminaba su nota.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Me mordí el labio. Me pregunté, ¿hasta dónde quiero llevar esto?
Me acomodé en la cama, encendí una pequeña luz tenue, y tomé una foto de mis piernas cruzadas, envueltas en mis botas altas de tacón. De cuero, negras, brillantes. Aún no sabía si estaba jugando o si realmente estaba descubriendo una parte nueva de mí… pero esa imagen fue el primer paso.
Se la envié sin decir nada más.
Pasaron apenas unos segundos antes de que me respondiera:
—Dios mío…
—Te arrodillarías por estas botas, ¿verdad? —le escribí.
—Sí, Mistress… si tú lo deseas.
—Quiero que te desnudes. Pero no toques nada más que tu teclado. Solo ponte de rodillas. Frente a la cama. Imagina que estoy allí, con mis botas puestas, cruzadas como en la foto. Tu única tarea es mirar. Y obedecer. – Me dejé llevar.
Podía visualizarlo. Sumiso. Entregado. Sin moverse. Temblando por dentro.
—Te voy a dar órdenes, y tú no tienes derecho a cuestionarlas. ¿Entendido?
—Sí, Mistress.
—Muy bien. Cierra los ojos. Imagíname allí. Huele el cuero de mis botas. Escucha el sonido de mis tacones cuando camino a tu alrededor. No te muevas. No hables. No hagas nada sin mi permiso.
Lo dejé así unos minutos. Me encantaba la idea de que estuviera arrodillado, desnudo, esperando por una palabra mía. En silencio. A merced.
—Dime, Elías. ¿Qué estás sintiendo ahora?
—Siento que estoy temblando. Me duele no poder tocarme. Pero también me llena… me excita… obedecerla. Estar a sus pies. Sentir que pertenezco a usted.
Leí eso y sentí un nudo en el estómago. Una mezcla de fuego y deseo. No era solo un juego. Esto se estaba volviendo real.
—Quizás… si te portas bien, un día puedas besar mis botas. Pero hoy, lo único que quiero es que pienses en eso. Que lo desees. Que lo necesites.
Me mordí el labio otra vez. Estaba caliente, excitada. Yo también lo necesitaba. Pero me mantuve firme. Porque en este juego, el placer no es inmediato. El placer es poder.
Y por primera vez, el poder era todo mío.
El poder, ese que nunca había buscado pero que ahora sentía correrme por la piel, me pedía más.
—Quiero que me muestres qué tan obediente eres, Elías —le escribí.
Y sin darle tiempo para responder, continué—: Quiero que te grabes. No te toques. Solo habla. Quiero que me digas cómo te sientes arrodillado para mí. Quiero que me digas lo que ves en tu mente cuando cierras los ojos.
—¿Así, sin tocarme?
—Ni un dedo. Si lo haces, no me vuelvas a escribir.
Mientras él preparaba su sumisión en video, yo me acomodé en la cama. Aún llevaba puestas mis botas altas de cuero. Decidí no quitármelas. De hecho, crucé las piernas con total deliberación, sintiendo cómo el cuero me abrazaba las pantorrillas y reforzaba la idea de lo que ya era: una mujer que dirigía el deseo de otro.
Tardó, pero cuando finalmente recibí el mensaje, lo escuché con atención. Su voz era grave, lenta, con una mezcla deliciosa de vergüenza y deseo. Me habló como si yo estuviera ahí, como si pudiera sentir mi presencia mientras imaginaba mis botas, mi tono, mi poder.
Me gustó ….. mucho.
Pero no dije nada. Solo dejé que la espera hiciera su trabajo. Un silencio calculado… hasta que él, en otro mensaje, escribió:
–“¿He cumplido bien, Señora?”
No respondí con palabras.
Solo le mandé una foto. Una tomada desde arriba, enfocando mis muslos cerrados, la falda apenas alzada, y mis botas relucientes. Nada explícito, pero cargado de intención. Una imagen que decía “eres mío”… sin decir nada.
Pasaron un par de días en los que los mensajes con Elias se tornaron más normales. Intercambiamos un par de historias, pero yo sentía que quería seguir probando límites en este intrigante mundo que tenía frente a mí, así que una noche, desde mi habitación, un poco ebria por el vino en mi mano, decidí que era momento de ir más allá.
—Hoy no se trata de ti —le escribí—. Se trata de mi deseo. De que me excites como yo quiera.
—Lo que usted diga, Señora. Estoy listo.
Lo tenía claro. Pero necesitaba recordarle quién decidía cuándo y cómo.
—Vas a grabarte de nuevo. Pero esta vez, quiero que sigas exactamente lo que te dicte. Y si lo haces mal… no habrá foto esta vez.
Su “Sí, Señora” llegó en segundos, como cada vez. Me tomé mi tiempo. Hice que sintiera el peso de mi pausa.
—Te quiero en la cama. Boca arriba. Pero no desnudo aún. Quiero verte rendido, desnudándote solo cuando yo lo diga.
Le pedí que colocara el celular fijo, grabando, que me mostrara la forma en que obedecía. Quería verlo abrirse sin pudor. Sin prisas.
Y entonces empecé:
—Empieza por la camisa. Lento. Como si yo estuviera sentada viéndote.
—Luego, el pantalón y la ropa interior.
—Y ponte una almohada bajo la espalda, levanta la pelvis. Quiero verte expuesto. Vulnerable.
—Una vez hecho esto, vas a tocarte el pene y las bolas, vas a masturbarte mientras miras a la cámara, y no vas a parar hasta que te corras.
—Hazlo lento, hazlo mientras me hablas. Dime lo que esperarías si yo estuviera allí, dime que harías. Y cuando vayas a explotar, quiero que no dejes de mirar a la pantalla.
Mientras esperaba que llegara su video, tomaba otro sorbo de vino, sentía mi cuerpo llenándose de calor con la ansiedad de imaginar lo que pasaba del otro lado del chat. Se hicieron eternos los minutos, me encontré totalmente excitada, mis bragas estaban empapadas, mis manos habían comenzado a tocar mis senos. Encendí la cámara, me pare frente al espejo de cuerpo completo que tengo en el dormitorio, me puse lencería roja y los tacones. No era la primera vez que me veía en esa posición, pero ahora todo era diferente.
Mis dedos rozaban mi piel lentamente, recorriendo mis piernas, acariciando mis tetas, bajando por mi abdomen hasta llegar a mi vulva. Elias observaría cada centímetro de mi cuerpo, cada movimiento que hacía. Lo sentía, aunque no lo fuera a ver. Deslicé mis dedos medio y anular dentro de mí. La sensación era tan intensa como la imagen que tenía de él, observándome con hambre. Comencé a masturbarme, poco a poco aumentaba el ritmo, sonó una notificación en mi teléfono, pero no me detuve, no podía, quería llegar al orgasmo.
En poco tiempo, me costaba seguir de pie, apoyé mi mano contra el espejo, me descubrí gimiendo, y mientras lo hacía imaginaba como Elías se corría entre sus manos sin poder parpadear. Cerré los ojos y solté un suspiro, con mi respiración entrecortada, pero completamente consciente de lo que estaba creando en él. Sabía que se estaba volviendo loco con cada pequeño gesto. Cada pequeño roce, cada pequeña caricia, era un juego con él, aunque él no pudiera responder en ese instante.
Cuando pude reincorporarme, tomé el teléfono. Había llegado su mensaje: su cuerpo expuesto, su respiración acelerada, su pene rígido y mojado de deseo. La cámara temblaba en sus manos mientras se grababa, su voz apenas audible, pero llena de necesidad.
No le envié una palabra más esa noche. No hizo falta.
No volví a escribirle al día siguiente. Ni el que le siguió.
No fue por falta de deseo, ni por desinterés. Todo lo contrario. Fue una necesidad de sostener el momento que habíamos creado, dejarlo flotar entre los dos como un eco que aún vibraba en mi piel. Como su voz contenida en ese video que aún no me atrevía a borrar.
Elías no insistió. Supo leer el silencio con la misma devoción con la que había leído mis relatos. Y eso, sin que lo supiera, me estremecía aún más que cualquier orgasmo.
Porque el verdadero poder no está en lo que ordenas… sino en lo que provocas sin decir una palabra.
No sé si volveré a cruzar ese umbral con alguien más, o si Elías fue solo un destello en una historia que debía vivir una vez.