Me abrió la puerta con esa sonrisa tímida que siempre le sale cuando me ve. Cuarenta y dos años, divorciado, con el aire de hombre que lleva demasiados fracasos encima… pero conmigo era solo mi nene obediente.

—Hola, nene… —le dije al entrar, rozándole la mejilla con los dedos. Sentí cómo se estremecía.

El salón estaba impecable, más de lo normal. Todo olía a limpieza: se notaba que había preparado la casa pensando en mi visita. Me acomodé en el sofá y él corrió enseguida a la cocina.

Volvió con una Coca-Cola fría en un vaso de cristal con hielo. La colocó en la mesa mientras se arrodillaba en la alfombra, frente a mí, como siempre: manos sobre los muslos, cabecita gacha.

—Gracias, cielo —murmuré con dulzura, dándole un sorbo.

Él no tomó nada. Solo me miraba desde abajo, esperando mi voz. Dejé que el silencio se alargara un instante antes de preguntarle:

—¿Y cómo has llevado la semana, nene?

—Bien, señora… bueno… tuve una cita.

Levanté las cejas, sonriendo.

—¿Una cita? Vaya, qué pillín.

—Sí… una cena… unos besos nada más. —Se apresuró a aclarar, nervioso—. Quería pedirle permiso… para poder verla sin la jaula.

Le acaricié el pelo despacio, como a un niño que confiesa una travesura.

—Ay, mi vida… ¿y crees que esa mujer va a querer tu cosita en libertad? —susurré divertida—. Si tú ya no eres un hombre de esos. Eres mi nenito enjaulado.

Sus mejillas se encendieron. En el pantalón de chándal se marcó enseguida el pequeño bulto metálico de la jaula, tensándose contra la tela. Yo sabía que ahí dentro su cosita inútil intentaba ponerse dura sin conseguirlo.

Me incliné y lo abracé por la cabeza, acercándolo a mi vientre.

—Tranquilo, chiquitín. Yo te cuido. Primero quedarás con esa mujer unas cuantas veces y me aseguraré de que te conviene. No queremos ir a lo loco, ¿verdad? De momento, no necesitas nada más. Te sacaré la lechita como a un cerdito y así te quedarás tranquilito, ¿sí?

Él asintió contra mi vientre, buscando consuelo.

—Eso es… buen chico.

Lo separé con suavidad, volví a beber un sorbo de Coca-Cola y, con un gesto de la mano, le indiqué lo que quería: a gatas sobre la alfombra.

Se despojó con rapidez del pantalón y de las braguitas que le había regalado la semana anterior. Se colocó obediente, ofreciéndome sus nalgas depiladas con esmero. Sonreí al ver cómo la jaula colgaba entre sus piernas, recordándole lo que era en realidad: mi nene grande y obediente, esperando a que su mami le hiciera “cositas”…

Me levanté sin prisa y abrí la mochila. El crujido de la cremallera llenó el silencio mientras él seguía en cuatro patas, inmóvil, esperando. Saqué el paquete de guantes de látex y lo dejé caer sobre la mesa, a propósito, para que escuchara el golpe. Rasgué el envoltorio despacio; sabía que ese sonido lo hacía estremecerse aunque no pudiera verme la cara. Después, coloqué a mi lado el vibrador. Lo reconoció al instante: lo delataba el leve arqueo de su espalda y el modo en que sus nalgas se tensaron, ofreciéndose aún más.

Me agaché detrás de él y dejé que mis manos recorrieran sus nalgas, suaves y perfectamente depiladas. Disfruté de su temblor antes de separar apenas la carne con una mano. Con la otra, tracé un círculo lento con la yema del índice sobre su entrada escondida, delicada y vulnerable.

—¿Te pidió que fuerais a la cama? —pregunté de improviso, justo cuando mi dedo comenzó a abrirle paso.

—S-sí, señora… —musitó, los dedos hundidos en la alfombra.

—¿Y qué hiciste? —apreté un poco más, entrando apenas, esperando su respuesta.

—Le dije… que era muy pronto… que no me parecía ir a la cama en la primera cita… —confesó, temblando.

Solté una breve risa, pegándome más a su espalda.

—Ay, mi nene… tan correcto, tan educado… y aquí, ofreciéndome tu culito como un buen cerdito.

—¿Y cómo reaccionó ella? —insistí, y en ese instante mi dedo se abrió paso hasta el fondo de lo que podía abarcar.

Él gimió contra la alfombra.

—Se rió… dijo que era un caballero… que le gustaba eso… —balbuceó.

Sonreí, moviendo mis dedos dentro de él con calma.

—Un caballero… si supiera la verdad. Si supiera que estabas con la jaulita puesta, encerrado y temblando de ganas… ¿qué habría pensado?

Su espalda se arqueó de pura vergüenza. La sola mención del metal entre sus piernas lo hizo apretar aún más alrededor de mi dedo.

—Te daré permiso para quedar con ella… pero tendrás que seguir siendo un caballero, ¿sí? —murmuré, y de un dedo pasé a dos, haciéndole dar un respingo ahogado—. Y si insiste en querer follarte, le dirás que tú eres más de dar placer con tu lengua.

—Sí, señora… ella parece… muy caliente, no sé si aceptará… —balbuceó.

—Eso ya depende de tu convicción… —susurré con una risita baja—. Y de tu habilidad.

Él gimió bajito, su cuerpo apretándose alrededor de mis dedos.

—¿Y si me toca… y nota la jaula? —preguntó con un hilo de vergüenza.

—Entonces sabrá que no eres como los demás… que hay algo distinto en ti. Y lo que no entienda, lo imaginará a su manera.

Su respiración se volvió jadeante, cada espasmo acompañado de un suspiro. Lo acaricié en la espalda con la mano libre.

—Pero ahora vamos a concentrarnos… necesitas estar tranquilito, ¿a que sí?

Él asintió de inmediato, la frente apoyada contra la alfombra, el cuerpo entero dócil.

—Muy bien… respira despacio. Quiero que sientas cada instante sin resistirte.

Moví mis dedos en un vaivén lento hasta que su respiración se acompasó. Cuando lo noté preparado, los retiré despacio y acaricié sus nalgas abiertas como premio.

—Ya estás listo.

Encendí el vibrador y el zumbido llenó el aire. Le pasé la punta recubierta de látex por la piel de sus muslos, después por la línea de sus nalgas, rozando apenas su entrada húmeda. Se estremeció y hundió las manos en la alfombra.

—Tranquilo, nene… respira. Déjate abrir poquito a poco.

Presioné con suavidad hasta que el juguete comenzó a entrar. Su cuerpo reaccionó con un respingo, seguido de un gemido profundo.

—Eso es… de mis chicos, tú eres el más bueno y obediente. Por eso a ti te ordeño más a menudo.

—Gracias… gracias, señora… —balbuceó, la voz quebrada—. Me gusta ser obediente y que usted esté contenta conmigo.

Sonreí, moviendo el vibrador en un vaivén firme. Alargué la mano y coloqué un cenicero justo debajo de su jaula, ajustándolo para que quedara bien. El vibrador seguía vibrando en su interior, arrancándole gemidos cada vez más agudos. Sonreí al observar cómo, poco a poco, comenzaba a supurar placer. Una primera gota transparente resbaló por el metal y cayó al cristal con un sonido leve.

—Eso es… muy bien.

Al principio fueron solo gotitas, tímidas, que caían una tras otra. Cada una lo hacía estremecerse, como si se vaciara en miniatura. Después, las gotas se hicieron más frecuentes, más pesadas, hasta formar un pequeño charquito en el fondo. Su respiración se volvió errática; la jaula tintineaba con cada espasmo.

—Aguanta un poco más… —lo guié, manteniendo el ritmo.

De pronto su cuerpo se arqueó con fuerza. Un gemido ahogado le brotó del pecho y un hilo espeso comenzó a salir sin control, llenando el cenicero con un repiqueteo húmedo. El clímax lo sacudió entero, las rodillas resbalando contra la alfombra mientras yo sostenía firme el cristal, observando cómo su emulsión lo iba llenando.

Lo dejé temblar unos segundos, extenuado, antes de apagar el vibrador y retirarlo con calma.

—Ya está, te ha salido mucha cantidad.

Me levanté y de reojo miré el reloj en la pared. Perfecto, me daba tiempo a ir a ordeñar a Gustavo.

—Bueno, nene, limpia el vibrador que tengo prisa.