Obligo a la mujer de mi amigo a masturbarse en mi presencia
Siempre he tenido un don secreto: puedo manejar la voluntad de las personas a mi antojo. De esta manera, voy a lograr que la mujer de mi amigo Pedro se sienta tan atraída por mí que no pueda hacer otra cosa que gemir de placer. Voy a hacer que tenga el mejor orgasmo de su vida
La casa no era muy grande. Una más entre las muchas de aquella urbanización a las afueras. Pero era agradable a la vista. El lugar tampoco estaba mal. Parecía tranquilo. A pesar de ser media mañana, no se veía un gran movimiento de gente.
Me acerqué a la puerta principal, sin dejar de asombrarme de lo hermosa que podía ser una casa si se decoraba sin demasiadas pretensiones. Pero mi trabajo allí no era admirar la belleza del entorno, sino otra muy distinta. Tomando una gran bocanada de aire, no porque necesitara hacer acopio de valor, sino porque me gusta respirar el aire puro cuando me alejo de la ciudad, llamé a la puerta.
Al cabo de unos momentos, un ojo apareció ante la mirilla, escudriñándome. Con un apagado grito de reconocimiento y de sorpresa, la puerta se abrió mostrando a una morena ama de casa, rondando la treintena de años, que vestía un chandal azul y llevaba una toalla en la mano. Su pelo estaba mojado. Sus ojos reflejaban la misma sorpresa que su voz no había podido ocultar a través de la puerta.
– ¡Carlos! Dios mío. ¿Que haces aquí?
Con una sonrisa, me encogí de hombros.
– Pasaba por aquí, y se me ocurrió entrar a hacerte una visita.
– Pero… pero… – apenas podía articular ninguna palabra – ¿Como se te ha ocurrido venir sin avisar?
– Estaba en la ciudad por un asunto de negocios. He terminado pronto y he pensado en venir a veros – su rostro mostró una leve sombra de culpabilidad cuando notó el énfasis que había puesto en la palabra “veros” – Y por lo visto no he venido en buen momento. Llevo cinco minutos en la puerta y todavía no me has invitado a entrar.
– No seas tonto – dijo apartándose a un lado para dejarme pasar – Lo que ocurre es que me he quedado tan sorprendida que hasta se me ha olvidado ser cortés. Pasa, ya sabes que estas en tu casa.
Cerró la puerta y me dio un beso de bienvenida en la mejilla. Al hacerlo, pude comprobar que la chaqueta del chándal apenas estaba abrochada. La parte superior se abrió cuando se movió para besarme. No llevaba sujetador. Su seno parecía firme y muy apetecible. Ella, al darse cuenta de que la estaba mirando, se sonrojó y subió la cremallera.
– ¿Te apetece tomar algo?
– Apenas hace un rato que he almorzado. Pero gracias de todas formas.
Se la veía nerviosa. Apenas sabía que decir o que hacer. Dudaba entre darme la mala noticia en el recibidor, o esperar a que estuviéramos en el salón. Finalmente, decidió esperar.
– Pasa al salón y siéntate en el sofá. Yo subiré a ponerme algo mas decente y bajaré en seguida. Si cambias de idea, la cocina está al fondo. En la nevera encontrarás refrescos fríos. Sírvete tú mismo.
La miré mientras desaparecía escaleras arriba. A pesar de que un chándal no puede considerarse una prenda demasiado erótica, la verdad es que el que ella llevaba era muy ajustado. Su trasero no estaba nada mal llenando completamente la tela que lo recubría. Era firme y parecía duro. Por lo visto seguía realizando ejercicio físico todos los días. Probablemente, acababa de llegar de correr y se había duchado apenas hacía unos minutos.
Entré en el salón. No era demasiado grande, o tal vez era un efecto óptico producido por la gran cantidad de muebles que estaban distribuidos por toda la habitación, entre los que destacaban tres sofás, dispuestos en forma de “U”, con una pequeña mesa en el centro. Hacía las veces de salón y sala de estar al mismo tiempo.
No tenía sed, pero me levanté y fui a la buscar algo en la nevera, más que nada para pasar el rato mientras esperaba. Al cabo de unos minutos de volver al salón, la escuché bajar las escaleras. Entró y se sentó justo enfrente de mí. Comenzamos una conversación de circunstancias. Me preguntó sobre el motivo de mi visita a la ciudad y se interesó por mis negocios. Seguía nerviosa. Tenía las manos cruzadas y apoyadas sobre las piernas. No dejaba de frotárselas para secarse el sudor. Mientras hablábamos de tonterías y esperaba a que se decidirá a contarme lo que yo ya sabía, me entretuve mirando la ropa que había elegido.
Llevaba falda. No demasiado larga, pero tampoco era una minifalda. No llevaba medias. No se había molestado en ponérselas para estar en casa. Me decepcioné un poco, puesto que unas medias, sobre todo si son negras, cubriendo las piernas de una mujer, son el mejor afrodisíaco que conozco. A pesar de todo, sus piernas eran preciosas. el ejercicio diario les sentaba divinamente. En la parte de arriba llevaba un suéter de lana, no demasiado grueso. Ya no hacía la calor del verano, pero era media mañana y el sol lucía en la calle. El suéter, como casi todas las prendas que la había visto vestir en las pocas veces que nos habíamos encontrado, era muy ajustado. Sus pechos resaltaban bajo el amarillo de la lana atrayendo continuamente mi mirada. Ella lo sabía, y eso la hacía sentir aún más incómoda y nerviosa.
Finalmente se decidió a contarme la verdad.
– Carlos, no sé porqué todavía no me has preguntado por Pedro, pero antes de que lo hagas, he de decirte algo. Hemos tenido ciertos… problemas y nos hemos separado. Esta misma semana lo he echado de casa. Las cosas han ido deteriorándose entre nosotros en los últimos meses. Ya no éramos la pareja feliz que tu conociste. Ya sabes lo dominante que es Pedro. Al fin y al cabo, fuisteis compañeros de universidad y muchas veces os habéis reido de su carácter en aquellos tiempos. Pues no ha mejorado desde entonces. Le gustaba obligarme a… hacer cosas contra mi voluntad, y yo no soy el juguete de nadie. Mi vida era casi un infierno. Hasta que ya no he podido soportarlo mas.
Un incómodo silenció siguió a sus palabras. Poco después de comenzar a hablar había bajado la mirada hacia el suelo y seguía con los ojos fijos en ninguna parte. Pedro era mi mejor amigo, aunque apenas nos veíamos un par de veces al año, y ella me estaba diciendo que era un pervertido. Se sentía muy incómoda. Podía sentirlo, pero nada de lo que yo dijera la haría sentirse mejor.
Aunque tampoco era esa mi intención.
– No te sientas mal, Carmen. Ya lo sabía.
– ¿¿Lo sabias?? Pero, ¿como…?
– Esta misma mañana he estado hablando con él.
– ¿Y porque no…?
– Es una historia un poco larga. Tranquilízate y déjame contártela, por favor.
Podía ver la irritación en su cara. Se sentía como si le hubiese estado tomando el pelo.
– … y te habrá pedido que hables conmigo para que le perdone, ¿no?
El tono de irritación en su voz era patente.
– No exactamente. Por favor, déjame acabar de hablar.
Se levantó del sofá, furiosa.
– Mira Carlos, no sé lo que te habrá contado, pero nuestros problemas no son asunto de nadie más que de nosotros. Tu no puedes comprenderlo. Eres hombre y supongo que te pondrás de su lado, y no estoy dispuesta a…
– Carmen – mi voz era suave – siéntate, por favor – y al mismo tiempo “empujé” con mi mente.
Su rostro me miró confuso durante un instante, y luego se sentó.
– Hace unos días me llamó. Me dijo que le habías echado de casa y me dió su versión de los hechos. Tienes razón. Pedro siempre ha sido un poco raro en cuanto a sus gustos, pero no más que la mayoría de los hombres. El problema es que tú eres demasiado dominante, demasiado independiente, y demasiado feminista.
Dices que Pedro es tiránico, pero la verdad es que no lo es más que tú. La única diferencia es que Pedro intenta aprovechar vuestro matrimonio al máximo. A él le gustaría que en algunos momentos fueras sumisa y obediente, sobre todo en el terreno sexual, pero a ti no te gusta ese papel de esclava que debes de jugar de vez en cuando y aborreces la idea de dejarle mandar completamente. De ahí vienen todos vuestros problemas. Dos personalidades dominantes chocan una contra la otra y acaban reventando un matrimonio. Pedro todavía te quiere, y quiere volver a vivir contigo. Tienes razón en una cosa. Me ha pedido que hablara contigo, para ver si te hacía cambiar de idea, y yo le he asegurado que iba a conseguirlo.
– Pierdes el tiempo. No pienso dejar que él, ni nadie, domine mi vida. No voy a dejar que…
– Sí que vas a hacerlo, porque no tienes elección.
Mis palabras fueron tajantes, causando el efecto que yo esperaba. Pude advertir en su mirada la duda sobre lo que yo intentaba decir, pero no le dí tiempo a preguntar.
– Verás, Carmen. Tengo un pequeño secreto que no conoce mucha gente, y los que lo conocen no se lo pueden contar a nadie. Cuando era pequeño, mis padres me dejaban siempre hacer lo que yo quería: comer dulces, ver la televisión hasta tarde, y nunca me castigaban por nada que yo hiciera. Yo creía que todos los padres del mundo hacían lo mismo, hasta que me dí cuenta de que no ocurría así con mi hermana, a la que le hacían acatar las normas continuamente. Un día, cuando yo tenía 12 años, una profesora del colegio me suspendió.
La odié tanto que solo quería dejarla en ridículo. De repente, sin más, se desnudó completamente delante de toda la clase. La expulsaron ese mismo día. Después de mucho pensar y atar cabos, y de realizar unos cuantos experimentos con mi propia familia, descubrí que había nacido con algo especial.
En las películas o las novelas de ciencia ficción lo llamarían “un poder” especial. Yo prefiero llamarlo un don. Ese don me permite controlar los deseos de los demás, sus sentimientos, sus emociones, sus pensamientos. Puedo dominar la mente de la gente, dominar su voluntad. Y sin ningún esfuerzo.
Su rostro iba mostrando una continua variedad de emociones. Primero miedo, después incredulidad, y al final de nuevo temor, aunque esta vez por mi salud mental.
– Solo se lo he contado a mis mejores amigos, y usando sobre ellos mi don, me he asegurado de que no se lo puedan contar a nadie. Pedro es uno de ellos. Cuando me llamó, me pidió un pequeño favor. No solo quería que hablara contigo, sino que usara mi don para hacerte cambiar un poco tu actitud hacia algunas cosas. Lo hago algunas veces a petición de mis amigos. No vas a ser la primera esposa a la que le aplique el “tratamiento”.
Su mirada seguía mostrando temor, cada vez más profundamente. Aunque mayor aún que su temor por mi cordura, era su incredulidad.
– Puedo ver en tu cara que no me crees, y sin embargo, todavía no te has dado cuenta de que no puedes moverte del sofá – su mirada cambió a un terror extremo cuando se dio cuenta de que estaba en lo cierto – Te he “sugerido” mentalmente que por mucho miedo que tuvieras, no te levantaras, ni gritaras. Ni siquiera puedes hablar mientras lo esté haciendo yo. No me gusta que me interrumpan – mi sonrisa no parecía tranquilizarla.
– Como te iba diciendo, algunos de mis amigos me han pedido que “reprograme” un poco a sus novias y a sus esposas para hacerlas mas complacientes con ellos. Podría haberme hecho rico si les hubiera cobrado, pero no necesito el dinero. Tan solo les pido un favor a cambio.
La miré detenidamente, esta vez sin miedo a que se diera cuenta de que lo estaba haciendo. Su temor había llegado al punto máximo al que yo le había permitido. No quería que la invadiera el pánico, así que había impuesto unos límites a sus sentimientos. El temor no pasaría de un grado aceptable. Ahora, al alcanzar ese punto, el temor se estaba convirtiendo en deseo. Todavía no había eliminado su voluntad, así que ella era consciente de todo, incluyendo el que no era más que un juguete en mis manos.
– Verás, todos mis amigos saben que yo podría acostarme con sus mujeres en el momento en que quisiera, simplemente usando mi don. Pero tiene mas morbo hacerlo cuando ellos lo saben. Así que a cambio de vuestra obediencia, yo puedo disponer de vosotras siempre que me apetezca. Un trato muy morboso para mi.
Pedro también ha consentido en ese pequeño favor, así que tengo su permiso para hacer lo que quiera contigo, siempre y cuando esta noche tu lo vuelvas a aceptar en casa, a él y a sus insignificantes manías. Y, naturalmente, vas a hacerlo.
Momentáneamente, interrumpí el bloqueo sobre ella para que pudiera hablar.
– ¿Po…porque me haces esto?
– La verdad es que no necesito un motivo. Es cierto que también utilizo mi don con mucha otra gente, todos los dias y a todas horas, para hacer mi vida más fácil. Pero desde que era pequeño he valorado en mucho la amistad. No puedo dejar colgado a un amigo. Normalmente no suelo explicarle a nadie mis motivos, pero en tu caso, he querido hacer una excepción.
Pedro es mi mejor amigo, y a pesar de que tu y yo tan solo nos henos visto cuatro o cinco veces, he llegado a cogerte cierto aprecio.
Verás, el que lo sepas no implica absolutamente nada, porque dentro de un rato no recordarás nada de esta visita, ni de lo que te he contado. Cuando termine contigo, no serás más que una obediente ama de casa, cuyo mayor deseo en esta vida será el de hacer feliz a su marido de cualquier forma que él le pida. Serás sumisa y obediente, callada y trabajadora, y una tigresa en la cama, siempre que él te lo pida. No vivirás más que por él y para él. Y por encima de sus deseos, tan solo valorarás los míos. Aparte de eso, no existirá nada más en tu vida.
– N…no puedes hacerme esto.
– Querida… ya lo estoy haciendo.
Me había cansado de hablar. Era cierto que nunca les daba explicaciones a mis víctimas. No me divertía. Así que decidí pasar a la acción. Era un juego interesante el obligarla a hacer cosas sin robarle del todo su voluntad. Sus intentos de resistencia reflejaban la fuerza de carácter que siempre había tenido, y hacían más divertido mi “trabajo”.
– Levántate – ordené.
Lo hizo sin dudar, aunque su mirada no reflejaba más que odio. Notaba un creciente deseo sexual hacia mí, pero sabía que era impuesto e intentaba luchar contra él.
– ¿Sigues yendo al gimnasio, como antes?
– Si – no podía evitar responderme
– ¿Todos los días?
– Casi todos
– Ya lo veo. ¿Y crees que tanto ejercicio mejora tu figura?
– Si – el odio en sus palabras y en sus ojos crecía al mismo ritmo que su deseo por mí.
– ¿Que partes de tu cuerpo cuidas más?
– Las piernas y los pechos.
– Me gustan tus piernas. Enséñamelas.
Se subió la falda hacia arriba dándome una excelente visión de sus piernas, sus muslos y de sus bragas. Eran blancas, muy prácticas, pero no demasiado sexys.
– No, así no. Eso lo hubiera podido hacer yo mismo. Quiero que me excites mientras me enseñas las piernas. Quiero que lo hagas como si quisieras acostarte conmigo y me estuvieras enseñando la mercancía.
Su rostro se suavizó. El odio aún era patente en sus ojos, pero el resto de su cara formó una sonrisa destinada a seducirme. Se bajó la falda. Subió una de sus piernas sobre el sofá y comenzó a acariciarse el tobillo mientras me miraba. Mi orden había sido muy clara. Tenía que excitarme, y así lo estaba haciendo, a pesar del odio que sentía por mí en aquellos momentos y que su rostro ya no podía reflejar porque su prioridad era la seducción. Siguió acariciándose el tobillo un instante, después subió las caricias hacia la pantorrilla. Era firme y bien torneada.
Realmente debía de pasar mucho tiempo en el gimnasio cuidando su cuerpo. Siguió con las caricias, pero esta vez hacia los muslos. Al tiempo sus manos se deslizaban hacia arriba, tambien subia la falda, aunque con cuidado de no enseñarme más que las piernas. A pesar de odiarlo, conocía el juego de la seducción. Dejar lo más importante para el final hace el juego más interesante.
– Sigue así. Sedúceme. Excítame y tal vez te deje disfrutar de nuestro encuentro.
Se sentó de nuevo en el sofá. Abrió las piernas y siguió acariciándoselas mientras me miraba con cara lasciva. El odio que la consumía estaba desapareciendo bajo un torrente de pasión como nunca antes había conocido. Estaba disfrutando de sus propias caricias tanto como yo de mirarla.
– Muy bien, Carmen. Ya que tanto disfrutas acariciándote, hazlo ahora con el resto de tu cuerpo, comenzando por esos pechos que tanto te gusta cuidar.
Sus manos reptaron rápidamente hacia sus prominentes senos, acariciándolos sobre el suéter. Bajo los surcos tejidos en la lana, apareció uno de sus pezones, y precisamente a él y a su hermano gemelo fue donde Carmen dedicó sus mayores caricias, mientras no dejaba de mirarme en ningún momento, al tiempo que abría y cerraba sus piernas varias veces.
– Te excita acariciarte delante de mí, ¿verdad?
No respondió. Abrió la boca para intentar decir algo, pero sus palabras no llegaron a salir.
– ¿Verdad? – insistí
– S…S…sí
– No me sorprende. Es lo que te he sugerido mentalmente. También te he sugerido que no podrás llegar a ningún orgasmo hasta que yo te lo permita. Podrás disfrutar de tu cuerpo, y después del mio, pero no podrás llegar al climax si no te portas bien conmigo.
Una de sus manos había buceado por debajo del sueter y acariciaba sus pechos desde allí, mientras que la otra se había deslizado por debajo de su falda. Ya no le importaba que yo pudiera ver sus bragas, que tampoco cubrían gran cosa puesto que se las había apartado a un lado para poder acariciarse mejor.
Con movimientos cada vez más frenéticos introducía sus dedos en el interior de su cuerpo y los volvía a sacar, frotándolos sobre su clítoris ya húmedo, y repitiendo de nuevo toda la operación. Muy a su pesar, comenzó a jadear, siempre sin dejar de mirarme fíjamente, como gesto de sumisión y de sometimiento, puesto que todo lo que hacía era por mí y para mí.
– Dentro de un rato, cuando yo me vaya, tu vida cambiará por completo. Desearás fervientemente a tu marido. Le llamarás y le pedirás que te perdone y que vuelva a casa contigo cuanto antes. El deseo se apoderará de tí cada vez que lo veas o pienses en él. Serás adicta al sexo con tu marido. Jamás se te ocurrirá serle infiel con nadie que no sea yo, ni discutir cualquier decisión que él tome. Serás sumisa y obediente. Tus mayores deseos en esta vida serán obedecerle y servirle. La única forma en la que podrás ser feliz es haciéndole feliz a él.
Cuando hagáis el amor, o practiquéis cualquier clase de sexo, tu placer quedará supeditado al suyo. Jamás podrás disfrutar si él no lo hace, y cuanto mayor sea su placer, mayor será el tuyo. Nunca llegarás al orgasmo antes que él, excepto en el caso de que él te lo pida, pero siempre para su propio goze. Harás todo cuanto él te diga, incluso hacer el amor con otros hombres o mujeres, siempre que sea a petición suya. Disfrutarás de todos los juegos que él te proponga, e incluso estudiaras e inventarás nuevas formas de darle placer. Se convertirá en el centro de tu vida. Se convertirá en toda tu vida. Será tu único motivo para vivir.
A medida que escuchaba mis palabras, el ritmo de las caricias iba aumentando. Sus jadeos eran más ruidosos y había mojado el sofá con sus jugos sexuales. Podría haber estado toda la tarde masturbándose de aquella forma sin llegar al orgasmo, porque yo se lo había prohibido, pero mi trabajo ya estaba hecho.
– Y por encima de todo, por encima de tu marido y de tu propia vida, estaré yo. Mi voluntad es suprema y mis deseos inapelables. Tu vida será tu marido, excepto cuando yo quiera tenerte. Solo entonces dejarás de pensar en él para someterte, con más pasión si cabe, a mis deseos.
Su rostro reflejaba un placer y una frustración extremos. Deseaba llegar al climax. ¡Necesitaba llegar!
– Y para demostrarte finalmente como será tu vida a partir de esta noche, ahora vas a tener el orgasmo más fuerte y largo de toda tu vida. Jamás en toda tu existencia habrás tenido un placer como el que vas a disfrutar, y jamás volverás a tenerlo con nadie, incluyendo tu marido. Tan solo cuando yo quiera podrás volver a disfrutar del extremo gozo que va a recorrer tu cuerpo… YA.
Su cuerpo se estremeció varias veces con increíbles espasmos de placer. Su mano seguía acariciando su sexo al ritmo de los espasmos.
– Más largo. Todavía disfrutas del placer del orgasmo. Más placer. Y cada vez que recuerdes este orgasmo, lo relacionarás conmigo. Sabrás que yo tuve mucho que ver con él, pero no sabrás exactamente como. Más placer. Todavía más aún. Y secretamente, muy en tu interior, desearás fervientemente volver a encontrar este placer como sea. Y sabrás que solo podrás volver a tenerlo conmigo.
Las convulsiones seguían estremeciendo su cuerpo, que casi sin fuerzas había caído tumbado sobre el sofá mientras seguía retorciéndose. Poco a poco, fueron haciéndose más largos hasta desaparecer. Su cuerpo quedó inmóvil. Su respiración era larga y cansada. No tenía fuerzas para moverse. Su voluntad ya no existía. Su mente ya no era suya. Su sumisión era completa. Era una mujer nueva, que solo vivía para su marido, y aquel había sido el primer orgasmo de su nueva vida.
Me acerqué a ella y le acaricié el pelo. Estaba completamente mojado. El esfuerzo del orgasmo había sido increíble. Sus ojos estaban medio cerrados. Apenas tenía fuerzas para mantenerlos abiertos.
– Duerme, querida. Cuando despiertes no recordarás nada de mi visita.
Sus ojos se cerraron del todo.
– Descansa querida. Descansa.
Su cabeza se relajó totalmente hacia un lado, cubierta por sus cabellos, dando una imagen de total indefensión.
– Duerme…
Otro día os contaré qué más la obligué a hacer… Pronto… muy pronto…