Capítulo 1

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Mi amante es un hombre fascinante I

Mi amante es un hombre fascinante.

Me ha hecho recuperar mi juventud que yo consideraba terminada a mis 28 años, con dos hijos y un marido aburrido y falto de interés por mi y por el sexo, un trabajo estresante y una vida cotidiana absolutamente monótona.

Lo conocí en una fiesta de la empresa por causa de unos espléndidos beneficios. Trabajaba en otro área y nunca me había fijado en él.

Entre mi mortal aburrimiento vital, su gracejo y labia, su atractivo varonil, su embriagadora agua de colonia y el alcohol que yo había trasegado no le fue difícil conseguir que acabásemos esa tarde follando en un hotel pese a no ocultar que estaba casado y su edad, 52 años.

Desde entonces no puedo prescindir de mis cotidianos encuentros sexuales con él.

Yo, que procedo de una familia de estricta moral conservadora, con una educación tradicional y ultracatólica, que voy a misa todos los domingos y me confieso y comulgo cada mes, me he convertido en la furcia de un pervertido.

Pero no puedo evitarlo. El ha hecho que mi vida sea una aventura continua. Me ha introducido en un mundo de vértigo del que ya no puedo salir.

Cada semana me proporciona una perspectiva nueva del placer, la vida y la ética. Mi cerebro ha resucitado y mi libido se mantiene al tope.

Al principio, yo que solamente follaba con mi moralista esposo en camisón, que nunca me acariciaba, y que solamente me penetraba con la intención de tener un heredero, descubrí el placer de mostrarse desnuda al amante y de explorar un cuerpo ajeno, de recibir y proporcionar placer con órganos y de forma que nunca se me hubiese ocurrido, ni aún en mi más atrevida fantasía.

Día a día, semana a semana me hizo descubrir que de todo mi cuerpo podía obtener y dar placer.

Me descubrió el clítoris, el cuello, la boca, hasta los dedos de los pies.

La semana en que me descubrió el placer anal fue fantástica. Solamente me folló por allí durante un mes.

La desvirgación de ese agujero, que nunca creí posible utilizar para otra función que la de evacuar, fue muchísimo menos dolorosa que la desvirgación de mi vagina por mi marido en nuestra noche de bodas.

Otra semana me inició en el sexo oral y llegué a dudar si prefería su semen en mi vagina, en mis intestinos o en mi boca. También me hizo dudar si prefería en mi coño su pene o su lengua.

Siempre sin darme ocasión a dudar de aquella introducción al hedonismo, me introdujo en el consumo del cannabis, después en prácticas sexuales más duras como la lluvia dorada o la coprofagia que yo, en mi ignorante educación previa, acepté tan natural como la sodomización o el sexo oral. Realmente, desde mis escasos elementos de juicio, en la práctica no se diferenciaban gran cosa.

Tampoco encontré ya extraño la utilización de instrumentos mecánicos de placer como consoladores, vibradores, tapones anale, si metías una polla en un ano, por qué no ibas a meter otra cosa, más limpia a fin de cuentas.

Si él follaba mi culo con todo mi agrado y aceptación, qué razón había para que no el gustase que yo penetrase el suyo con el pene artificial del arnés que me compró.

Tuve dificultades cuando comenzó a practicar caprichos sobre mi anatomía: No me fue fácil explicar a mi marido el que me depilase completamente el pubis y el resto del cuerpo frecuentemente.

Tuve que argumentar una alergia a mi propio pelo, enfermedad rara que sabía existía.

La semana en que mi amante, fundándose en su apreciación de que mi biorritmo estaba bajo y había que excitarlo, me mantuvo sexualmente abstinente mediante un cinturón de castidad me obligó a utilizar la socorrida disculpa de la jaqueca con mi marido.

Me mantuve varias noches en vela ante el terror de que mi marido se acercase demasiado a mi y percibiese el maldito cinturón.

Por el contrario, me gustó mucho el que me obligase a estar siempre sin bragas y con bolas chinas insertadas, unas veces en la cavidad vaginal y otras en la anal, ocasionalmente en ambas.

El peligro que representaba realizar las actividades ordinarias con esos objetos en mi interior estimulaba mi libido y me hacía obtener orgasmos de mayor calado cuando por fin me follaba o sodomizaba.

A pesar de mi ciega confianza en él, me resultó francamente peliagudo asimilar mi conversión en bisexual.

No lo ensayó por un procedimiento delicado o diplomático.

Un día me citó en su casa en lugar de alguno de los hoteles o moteles que frecuentábamos.

Yo pensé que su esposa e hijos, uno de ellos de 20 años, otra de 17 y el menor de 15, se habría ausentado.

Pero no fue así, la esposa estaba presente y absolutamente dispuesta a disfrutar del cuerpo de la amante de su marido.

De poco valieron mis iniciales reticencias y disculpas, ella era tan fascinante como su esposo, en menos de una hora estaba disfrutando de orgasmos proporcionados por las expertas y deliciosas manos y lengua de ella sobre mis órganos genitales mientras él atendía con su pene alternativamente mi boca o el culo y el coño de ella.

Terminada nuestra violenta sesión de sexo inicial a tres, tuve ocasión de disfrutar mejor y más delicadamente de las caricias de ella mientras tomábamos un refrigerio y veíamos una película porno.

Ella comentaba las fuertes escenas de la película con tanta naturalidad mientras me acariciaba –y yo comenzaba a corresponder- que me enamoré en el mismo día, pese a que tuve que pelear durante varios más contra mis muchos prejuicios morales en contra de la poligamia.

Los resolví cuando advertí que estar casada y tener un amante era poliandria.

Elena, la esposa de Jorge mi amante, con 45 años entonces, es, en la actualidad mi mejor amiga y también amante, y en la práctica casi me resultaría más fácil prescindir de él que de ella.

Sus hijos, cuya relación conmigo comentaré en otra ocasión por no alargarme, quizá me resulten más importante que los míos propios.

Después de superar tan felizmente el trauma que me supuso inicialmente la entrada de Elena en mi vida, Jorge ya introdujo habitualmente otra mujer en nuestros encuentros.

Tanto podía ser Elena como otra amiga o, más frecuentemente, una prostituta.

Recuerdo singularmente la semana en que contrató una oronda prostituta negra, Alana de 35 años, cuya experiencia y exuberantes carnes hicieron de ella alguien imprescindible en muchas de nuestras posteriores citas.

Tras introducirme en los placeres lesbianos no me sorprendió demasiado el día en que mi amante me recibió en la habitación del hotel de turno acompañado de un gran hombre negro.

Intuyendo, bueno, comprendiendo su papel, no puse demasiadas objeciones a la petición de Jorge para dejarme follar por aquel hombre.

Prestamente me desnudé. Intenté, porque su tamaño me lo impedía, mamarle la polla, y pronto estaba recibiendo su descomunal estaca alternativamente en coño y culo mientras Jorge fotografiaba las escenas.

El gran negro, después de vaciar el copioso contenido de sus cojones en mi boca, me condujo de la mano al baño, seguidos de Jorge con su cámara, y vació el embalse contenido en su vejiga sobre todas las partes de mi cuerpo, sin olvidar mi boca que recibió su dorado líquido con el debido respeto a tan delicioso licor.

A partir de entonces ya cada semana era una locura de sorpresas. Tan pronto me presentaba una perspectiva de amor romántico y dulces coyundas en el campo los dos solos como una orgía con decenas de personas en un yate.

En su honor tengo que decir que siempre que la orgía era demasiado concurrida estaban presentes mis dulces amigas Elena, su esposa, y Alana, mi puta preferida, que hacían más placentero el abuso de mi cuerpo y, de alguna incomprensible manera, me facilitaban el descuido en la conservación de mis prejuicios educacionales y religiosos.

Continuará…

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