Te escribo esta carta porque quiero que sepas todo esto:
Me enamoré de ti y me casé contigo por amor, no por dinero. Eras el primer hombre en mi vida y se puede decir que me dejé engañar como una estúpida. Porque eres el ser más egoísta y cabrón de toda la tierra. Si aguanté tanto tiempo contigo supongo que se debió a que tu amplia cuenta corriente suplía todos tus defectos. Aunque guapo y atractivo en tu juventud, cuando tenías 25 años y me tratabas de seducir a mí, que tenía 19 y apenas había tenido novietes que se conformaban con besitos en la boca y si acaso roces por encima de los pantalones. Así que tú, Ricardo, mucho más experimentado que yo, no tuviste que trabajártelo demasiado para que yo cayera rendida a tus pies.
Salimos durante un par de años y luego me propusiste el matrimonio. Todo era como un cuento de hadas: una chica de barriada como yo era salvada por su príncipe azul. Aunque existían borrones en la historia: mucha labia, mucha presencia con ropa, pero luego una cosa chiquitina y esmirriada. 13 centímetros en erección. Ni siquiera llegabas a la media española. Y además te creías que hacer el amor era una carrera de 100 metros lisos, que uno triunfa cuanto más rápido vaya.
Y una boba e ingenua como yo creyendo que eso era normal y que no había más remedio que aguantarse. Un par de hijos entre medias y luego de sexo casi por obligación. Entre tu trabajo y que yo no disfrutaba mucho con tus polvos rápidos, pues ninguno nos buscábamos demasiado. Así estaba yo: inaguantable y subiéndome por las paredes.
Pero lo peor es que te seguía queriendo después de 15 años: tú con 40 y yo con 34 y una niña de 13 y otro de 11. Yo creía que era la única mujer en tu vida y no sospeché de tu secretaria ni de tus viajes. Hasta que una vez la que viajó fui yo y me encontré con todo el pastel despatarrado en mi cama y tu culo peludo bombeando como un conejito desesperado.
Me dejaste hundida. Pero no pedí el divorcio, confié en tu palabra y te creí cuando me juraste que jamás volvería a ocurrir. Bueno, te creí a medias, pero no sabía qué hacer. Por suerte había conocido a Marisa y habíamos intimado lo suficiente como para convertirla en mi confesora. Ella me hizo ver lo gilipollas que estaba siendo tragándome toda tu mierda. Y además me hablaba de un mundo mucho más interesante con pollas enormes y orgasmos fabulosos. Lo comprobé con el vibrador que me regaló y con mis deditos. ¡Y Marisa me decía que eso no era nada!
Así que entre las dos tramamos la venganza. Por fin iba a soltarme la melena y tú lo sabrías. Leyendo esta carta que publicaré en la web que sé que tanto te gusta mirar mientras le metes mano a tu pobre secretaria. Todos tus amigos están avisados, tus clientes, tus hermanos, tus familiares más cercanos, todos saben que tienen algo importante que saber al mismo tiempo que tú.
Pero también hay gente que no nos conoce. De ti ya he hablado todo lo que tenía que hablar. Pero voy a describirme yo también. Soy un poco más alta que tú, mido un metro setenta y cuatro. Más bien delgada, sinuosa, mi talla de pecho ahora está mucho mejor, una 96, gracias al implante de lujo que me operé (en parte por tus quejas) y que no se nota nada, no como la silicona. Morena, ojos castaños, bonita de cara, mi cuerpo bastante bien conservado por el gimnasio. Gustan mucho mis carnosos labios. Creo que mi punto fuerte está en mis piernas y en mi culo, porque no hay tío que se resista a mirarme cómo muevo las caderas.
En fin. La primera persona con la que quería ponerte los cuernos era Juan Rafael, mi monitor de aeróbic, puertorriqueño, un polvazo que te mueres. Corrían rumores de que se tiraba a toda aquella que destacaba. Y a mí me había lanzado alguna insinuación que por fin no dejaría escapar. Le pedí que al día siguiente me comentara unas poses con las pesas, pero que si podría ser a mediodía, antes de abrir, porque tenía planes. Él estuvo encantado. Me lo dijo mirándome con esos intensos y apasionados ojos oscuros.
Llegué al gimnasio bastante mojada, la verdad. Aunque tenía un poco de miedo porque no sabía si me aceptaría o no y por no decepcionarle. Tardamos un poco en entrar en materia, porque no me decidí a lanzarme por si las moscas. Pero poco a poco mi monitor iba rozándome la piel sobre el top de licra y me iba poniendo más cachonda. Me hablaba susurrándome al oído y en una de estas, mientras estábamos en el banco, él detrás de mí sujetándome la cintura y diciéndome que me pusiera recta, me giré un poco y uní mis labios a los suyos.
¡Qué beso! Ricardo, gracias a este beso puedo decirte que además besas fatal. En todo momento él llevó la iniciativa. No hacía más que halagarme el oído y acariciarme. Y me besaba abriendo la boca y dejando que su lengua se encontrara con la mía. Y me iba deslizando los tirantes por los hombros, dejando que mis hermosos senos fueran descubriéndose cada vez más.
Cuando mis pezones marrones, redondos y alargados y duros como piedras estuvieron a su vista, los devoró. Yo no podía evitar jadear y gemir. Echaba la cabeza atrás y dejaba los ojos en blanco. Las poderosas manos de Juan Rafael me recorrían todo el cuerpo. Estaba bajándome el bañador. Mi peludo coñito quedó expuesto a su boca. No dudó en olerlo («qué rico huele este manjar», dijo) ni en enterrar su boca en él. ¡Uff! ¡34 años sin haber probado eso! Qué comida de coño me hizo el cabrón. Paladeó todos mis jugos y mi corrida. Cuando levantó la cabeza tenía la barbilla chorreando.
«No sabía que estabas tan caliente, mi amor». Entonces se bajó su pantalón ajustado y salió una verga que a mí me pareció colosal. 18 centímetros de verga dura como el hierro. Menuda tranca y menudo capullo más fresco y apetecible. Me empujó un poco la nuca, pero no hizo falta. Abrí la boca y devoré aquel manjar. Nunca me había gustado hacer una mamada, estarás pensando. Te habré hecho 2 ó 3 en todo nuestro matrimonio. Ya sabes, no era yo el problema, sino tu polla.
Me dijo cómo hacerlo mejor y me avisó de que se iba a correr. Noté cómo sus huevos se pusieron duros, pero no me aparté. Un chorro enorme y espeso inundó mi boca. Luego varios más que me llenaron la boca. Tuve que escupirlos porque me daba un poco de asco, la verdad. Aunque luego lo probé mejor y me dio lástima haber desperdiciado tanto semen.
Cuando ya creía que todo había terminado por aquel día, aquel semental me dijo que se la limpiara. Su miembro iba creciendo de nuevo. Sacó un condón y me dijo que se lo pusiera con la boca. Mal que bien, lo hice. Entonces me dio la vuelta y me puso a cuatro patas sobre el banco. Me dijo que se le paraba por mi precioso culo. Guió su rabo hasta mi gruta y me folló con desesperación. No sé contar cuántos orgasmos tuve, sólo que cuando acabó estaba como flotando y con una sonrisa en la boca. Cuando acabó me dijo que habría que repetirlo. Y lo hicimos durante un mes. Alguna vez en el propio gimnasio, otras en su casa y otras en la mía.
Pero Juan Rafael se cansó de mí. Había llegado una niña de 19 años espléndida que centró toda su atención. Eso sí, tuvo el detalle de decírmelo. Que me jodió, pues claro. Pero para eso estaba Marisa diciéndome que Juan Rafael apenas había sido el aperitivo de todo lo que estaba por llegar…