La conferencia
Hacía tres meses que estaba en Montevideo y todo me fascinaba.
La amabilidad y educación de la gente, algunas costumbres, el clima de libertad en todo sentido que se vivía.
El ritmo de vida tan calmo y pueblerino que contrastaba notablemente con el de Buenos Aires, tan vertiginoso y alienante.
Reconozco que extrañaba algo a mi país, pero no llegaba a tener peso suficiente para añorarlo.
Si eso llegaba a suceder, me iba unos días a saturarme y listo.
Puede resultar gracioso pero una de las cosas que extrañaba eran las colas para tomar el colectivo.
Mientras que en Buenos Aires generalmente se respetaban y en ese tiempo, estoy hablando del principio de los setenta, eran organizadas en Montevideo no existían.
Estaba todo el mundo esperando en la esquina y cuando llegaba el ómnibus que uno tenía que tomar se desprendería una parte del grupo y sin ningún orden subía por la puerta de atrás y se bajaba por la de adelante, al revés de como estaba acostumbrado a hacerlo.
La mayoría de las costumbres me resultaba simpática y muy pronto la adoptaba.
Enseguida me acostumbré a llamar frankfruter al pancho, comer una porción de pizza cuadrada, pagar vintenes (1) por el diario, comerme un choto (2) sin que me tilden de homosexual o andar tranquilamente por la calle, sin llamar la atención de nadie, con el porongo (3) en la mano.
Uruguay siempre fue el país sudamericano de avanzada en cuestiones sociales y la libertad sexual era una de las que más llamaba la atención de un mojigato y reprimido porteño como yo.
Me maravillaba ver a las putas trabajando respetuosa y libremente por las calles, me asombré al ver un travesti abiertamente en Boulevard Artigas.
Pero lo que realmente me daban vuelta la cabeza eran los quilombos, conocidos hasta entonces sólo por referencias literarias y comentarios de ocasionales veraneantes.
Se imaginarán que mi recorrida y visita a ellos era casi cotidiana.
Soltero sin compromisos y con un buen sueldo, invertía parte de él en multiplicar mis eyaculaciones y ponerme al día con el atraso que traía de la casta Buenos Aires.
En síntesis, estaba más contento que perro con dos colas.
En mis caminatas de reconocimiento realizadas casi siempre luego de descargar las ansiedades diarias con alguna señorita de aireada vida, había visto algo que acuciaba enormemente mi curiosidad, los clubes sociales. «Instituciones» que existían en los distintos barrios de Montevideo y que no llegaban a ser bares ni tampoco clubes, donde se juntaban algunos vecinos a jugar a las cartas, al domino, charlar o a tomarse unos vinos.
Tenía ganas de conocer uno pero los sentía como muy «privados» y mi audacia no era tanta como para aventurarme ya que todos los conocidos me advertian que en algunos, a veces, el ambiente se caldeaba demasiado.
Un día al pasar por uno, no recuerdo bien pero creo que estaba por Salto y Durazno, leí en el pizarrón que hacía las veces de cartelera el sugestivo anuncio escrito con tiza y desprolijamente: ‘ «El sexo opuesto» Conferencia didáctica a cargo del profesor Elías Castroviejo. 19 horas. Entrada libre. No se permitirá la asistencia de mujeres’. Esto último me pareció superfluo porque creo que nunca una mujer pisó un club social. eran patrimonio de ciertos hombres.
No resistí y como casi era la hora, entre. Era un salón no muy grande donde había unas cuantas mesas, la mayoría, con sus respectivos jugadores. Elegí una de las vacías.
Al frente habían improvisado una pequeña tarima con una mesa, a la que estaba sentado el que supuse era el profesor, y sobre la que había una jarra de agua, un vaso y un velador, a modo de decoración.
El que hacía las veces de mozo al traerme el café que había pedido, me anunció que ni bien terminara el partido de truco que se estaba desarrollando en una mesa vecina, comenzaba la disertación.
En total seriamos diez personas y por lo que me pareció, yo era el único no habitué.
Luego de unas ruidosas manifestaciones de alegría por parte del ganador, el mozo le anunció al conferencista que ya podía comenzar.
–Bien –dijo este y con la misma actitud como si estuviera en la Sorbona ante numerosos eruditos internacionales y no frente a un heterogéneo grupo de hombres comunes, comenzó la exposición.
Lo primero que me llamó la atención era el silencioso respeto de la sala y lo segundo que el disertante daba toda la impresión de saber de que estaba hablando.
Comenzó dando un pantallazo general sobre la psicología femenina. Describió certeramente distintos tipos de mujer y la actitud de cada grupo ante el sexo.
Habló de las características físicas de la mujer en contraste con el hombre. Se explayó sobre temores comunes en el momento del acople.
Puntualizó paso a paso los errores que cometíamos los hombres y que la mayoría de las veces se traducían en frustración y la manera de corregirlos para obtener mejores resultados en la conquista y en la concreción del acto sexual propiamente dicho.
El tipo era realmente un experto. Mi sorpresa, admiración y entusiasmo crecían momento a momento. Muchas veces sentí que el ponía en claro cosas que difusamente vagaban por mi cabeza sin lograr aclararlas.
Desarrollo diversos y variados temas, luego contestó algunas preguntas puntuales que hicieron los más lanzados y terminó la charla con una reflexión que yo compartí plenamente.
–Y recuerden siempre, sea cual sea el resultado, que uno no se coge a quién quiere, sino se coge a quién desea ser cogida por uno.
Entusiasmado, porque realmente me había sido de suma utilidad todo lo que había escuchado, en esa época por mi juventud y formación era bastante ignorante respecto a la vida misma, me acerqué para agradecerle y felicitarlo.
–Maestro, ¡¡usted si que se las sabe todas, seguramente se cogió a todas las minas del mundo!! –dije a modo de elogio y con algo del grado de pedantería seudo canchera que tenemos los porteños.
–No me confunda, jovencito, yo no estoy en la joda. Dedico cada momento de mi vida al estudio. Sepa usted que soy un teórico. –me contestó ofendido y sin mirarme siguió ordenando sus apuntes.
Desorientado ante la respuesta, por lo inesperada, me quedé ahí parado, no sabía que hacer, y como siempre que me encontraba en ese estado, me fuí para lo del Aldunate, mi prostíbulo preferido por muchísimas razones.
Pero se las sigo en el próximo relato porque todavía sigo sin recuperarme del estupor que me produjo Castroviejo.
(1) Monedas.
(2) Corte de carne.
(3) Recipiente donde se pone la yerba para tomar el mate, bebía que caracteriza al uruguayo. En cualquier lugar del mundo, si se ve a alguien con un termo bajo el brazo y el mate en la mano, se sabe que es de Uruguay. Una vez vi a un tipo andando en bicicleta, sin las manos en el manubrio, el termo bajo el brazo y la bombilla en la boca.