Melissa nunca fue como las demás chicas.
Desde que entramos a la secundaria, se distinguió por su precocidad.
Cuando entraba al baño, dejaba la puerta abierta y en más de una ocasión fue sorprendida espiando a los muchachos cuando iban a hacer sus necesidades fisiológicas.
Entonces, las personas mayores decían que eran cosas de niños, pues no lo hacía con malicia.
Cuando estaba por cumplir los 15 años, entró a jugar al equipo de voleibol de la escuela y siempre era la primera en desnudarse y la última en ponerse el uniforme.
Mientras, tal y como su mami la echó al mundo, se paseaba por el vestidor.
O bien permanecía en él, contemplando a sus compañeras desnudas. Desde luego, nadie se daba cuenta de su precocidad.
Cuando llegamos a la Preparatoria, Melissa estaba por cumplir 17 años y ya tenía formas de mujer.
Su cuerpo llamaba la atención, con unos pechos no muy grandes, pero si bien delineados, rígidos, duros, rematados por dos botones rosados y pequeños y un sexo cubierto por un pubis velludo, en forma de corazón.
Nosotras estábamos seguras de que se lo afeitaba pare delinearlo.
Su rostro era de facciones sensuales y no eran pocos los chicos que la pretendían, pero lo único que le interesaba de ellos, era que la vieran y su vez, verlos.
Su mamá sabía que no usaba brasier, pero nunca se imaginó que tampoco se ponía calzones. Un volcán como ella, tenía que estallar más temprano que tarde.
Pues ella hacía siempre lo que su cuerpo le pedía y eso no era más que llamar la atención de los ojos masculinos y cuantos más fueran, mejor.
Por ello, no me extrañó nada cuando me platicó cómo se la cogieron Silvio y Lucho; claro que un bombón como ella, despertaba toda clase de pensamientos obscenos y lujuriosos.
Llegó su cumpleaños número 18. Por la mañana tenía un importante partido de voleibol y como «cuelga», decidió enseñar su cuerpo a todo el mundo.
En su casa atravesó desnuda el pasillo desde su recámara hasta el baño, se duchó con la puerta abierta y desayunó totalmente en pelotas.
Al llegar al gimnasio, se volvió a duchar, no porque necesitara limpieza, sino porque no pudo contener el impulso de mostrarse al natural.
Salió a la cancha sin nada abajo del short, que por cierto lo traía a media nalga.
A los 10 minutos, la tela estaba empapada por el sudor y traía el short pegado a la piel, como si fuera parte de su cuerpo.
Todo se le marcaba perfectamente. Sus nalgas redondas y erguidas por detrás y, por delante, el famoso y velludo «corazón».
Cada que saltaba para rematar o bloquear, se dejaba caer y se revolcaba en la duela, abriendo las piernas. Los vellos escapaban por los lados del short, haciendo rugir al público.
Cuando fue sacada del juego, se armó una tremenda bronca contra el coach, pues para todos, ella era quien mejor estaba jugando.
Como consecuencia, fue expulsada del equipo; eso era inevitable.
Pero ella ni sudó, ni se acongojó; lo tomó por el lado que le convenía, pues a partir de ese momento, ya no sería vigilada en el equipo. Simple y sencillamente decidió dar rienda suelta a sus impulsos.
Se bañaba con la puerta abierta; se acostaba completamente desnuda sobre la cama, con la puerta de la recámara de par en par; entraba al dormitorio de su hermano -cuando estaban con el sus amigos- con la bata abierta para enseñarles todo y por las noches, se hacia dos o tres masturbaciones. Pero ya no le bastaba eso. Necesitaba más…
Me contó que tenía una rica picazón en sus genitales y deseaba enormemente ser traspasada por un miembro masculino; la aconsejé para que se desfogara con Ramón, pero a ella le parecía tan imberbe que necesitaba un macho de verdad…
Una tarde que estaba sola en su casa, se decidió. Con sólo su piel como vestido, se puso un abrigo y un sombrero de su papá y como a eso de las 6:30 de la tarde, cuando nada es claro ni oscuro, salió rumbo al parque del rumbo.
Caminando entre los prados, esperó. Poco después apareció un muchacho como de su edad. Dejó que se acercara y cuando se hallaba a tres o cuatro metros de él, se abrió el abrigo y le mostró su apetitoso cuerpo desnudo.
El muchacho se quedó paralizado, con la mirada fija en el «corazón» de mi amiga y luego, sin decir palabra, salió como si fuego llevara en la cola.
Melissa puso cara de satisfacción, invadida por la lujuria que ahora era mucho más intensa. Era como una oleada que nacía en su cerebro y se concentraba en sus genitales.
El deseo crecía en ella, así que decidió sentarse en una banca. Juntó las piernas y empezó a restregarse los muslos, al mismo tiempo que los músculos de su vagina empezaron a estremecerse de manera incontrolable, sacudiendo todo su cuerpo.
Ella intuyó que se acercaba al orgasmo y que este sería mucho más fuerte que los que experimentaba cuando se acariciaba los genitales con sus dedos.
Tenía los ojos cerrados, la boca entreabierta y su expresión no pasó inadvertida a un hombre que pasaba por ahí.
El tipo se alarmó al principio, al escuchar los gemidos de mi amiga.
Se acercó lentamente y sin dejar de observarla, le preguntó si le sucedía algo, convencido de que mostraba los primeros síntomas de un ataque epiléptico. Melissa sólo murmuró:
¡EI abrigo, el abrigo, por favor!… –
El hombre pensó que el abrigo dificultaba la respiración de la chica y se apresuró a desabrocharlo. Lanzó un grito de sorpresa.
Melissa, sin dejar de gemir, ni de mover las caderas, se llevó las manos al pecho, al tiempo que abría las piernas.
El hombre ya se había dado cuenta de la situación, no lo pensó dos veces y le empezó acariciar la entrepierna.
Al sentir el contacto de las manos masculinas, Melissa estalló en un clímax que duró por lo menos dos minutos. Gemía, se retorcía y jadeaba.
El hombre metió dos dedos en la cueva y los movió, provocándole otro orgasmo.
Satisfecha, Melissa suspiró y abrió los ojos. Ahí estaba el hombre manipulándole los genitales. Ella lo miró y el tipo, asustado, sacó los dedos empapados del nido. Melissa como pudo se abrochó el abrigo y se alejó del lugar a toda carrera.
Corrió hasta que, perdido el aliento, se sentó en una banca, en donde una pareja se entregaba a los placeres carnales. Mi amiga pudo verlos perfectamente.
Ellos se dieron cuenta de que tenían compañía, pero siguieron acariciándose de manera cada vez más atrevida. Olvidando lo que había sucedido minutos antes, Melissa decidió seguir viendo.
La pareja no perdía tiempo, las manos de él ya se habían abierto paso bajo la falda de su novia, ascendiendo por los muslos.
La presencia de mi amiga, lejos de amedrentarlos, pareció excitarlos más y siguieron con su toqueteo, cada vez más descarado. Melissa se volvió a sentir excitada.
En un momento dado, el muchacho la miró y metió la otra mano por el escote de su novia, para masajearle el busto. Después la besó apasionadamente en la boca, levantó la vista y se dio cuenta de que Melissa no perdía detalle.
Al muchacho le faltaban manos para atender a su chica, cuando de repente Melissa se arrastró sobre la banca y se acercó a ellos.
La reacción inicial de la otra chica fue de susto y trató de incorporarse, pero su novio le dijo que lo único que podría hacer mi amiga era mirar.
Estaba claro que mientras a él le estaba gustando aquella situación, a su novia le molestaba.
El no estaba dispuesto a dejar de hacer aquello que lo había llevado al parque: cogerse a su chica, así que se encogió de hombros y le desabrochó la blusa y la falda.
A los cinco minutos, ambos se habían olvidado de la presencia de la intrusa.
El penetró a su novia con tal fuerza que casi se caen del banco. Melissa se incorporó y se acercó más a ellos.
Lentamente se desabrochó el abrigo y empezó a acariciarse los pechos y la vulva.
Aquello enardeció más al muchacho que empezó a arremeter con más fuerza sobre su novia. Entre contorsiones y gemidos, los tres terminaron casi al mismo tiempo.
Apenas había pasado el arrebato, cuando se oyeron voces y pisadas.
Era un grupo de muchachitos, entre los que iba el que había encontrado Melissa al principio de su aventura. Aquello espantó a los novios que, a medio vestir, emprendieron las de Villadiego.
Mi amiga trató de seguirlos, pero de pronto se vio rodeada por los muchachos.
El que parecía ser el jefe, la detuvo:
No te asustes-, le dijo. -No te vamos a hacer daño, pero tendrás que ser obediente. ¡Quítate el abrigo!-
Una exclamación de asombro salió de la garganta de cada uno de ellos cuando Melissa se mostró desnuda.
Ella volvió a sentir una corriente eléctrica en lo más profundo de sus entrañas, aunque la sensación duró sólo el tiempo que a los muchachos les llevó desfajarse los pantalones, mostrándole a ella sus miembros de todos tamaños y colores.
Ahora prepárate-, le dijo el jefe de la palomilla, -porque todos te vamos a montar-
Melissa decidió dejarse, más por curiosidad que por miedo, pues estaba segura de que al primer grito que diera, saldrían corriendo.
No tuvo ninguna sensación especial cuando los cinco muchachos la violaron, uno detrás de otro.
Ni siquiera experimentó un orgasmo, pues el más lento apenas duró treinta segundos dentro de ella.
Empezaba la segunda vuelta, cuando Melissa comenzó a jadear y menearse, presa de tremenda excitación, lo cual enardeció a los muchachos.
Unos a otros se daban aliento para que la fornicaran bien, mientras ella pedía más. Su cuerpo se sacudía y se contorsionaba, mientras ella tenía la mirada extraviada.
Estaba a punto de terminar cuando se dio cuenta de que, escondido entre los árboles, estaba el hombre que la había acariciado con sus dedos.
Al darse cuenta de que eran observados y, pensando que se trataba de un policía, los chicos salieron a la carrera. Melissa y el hombre se quedaron viendo como viejos conocidos.
Intercambiaron sonrisas mientras ella se desabrochaba el abrigo.
Si tú quieres… -, murmuró el hombre, pero antes de que pudiera terminar, Melissa lo interrumpió besándolo en la mejilla.
Si-, respondió ella, cuya primera experiencia resultó inolvidable.