10 años de matrimonio arruinados por errores que lamentaré toda mi vida
No podría continuar viviendo si no plasmara este relato del mejor período de mi vida.
Todo empezó con un encuentro casual en el mes de septiembre de 1989 con un antiguo alumno con el cual habíamos compartido unas cuantas farras llegando a ser buenos amigos.
El había partido para los Estados Unidos y había regresado después que su tío, donde se alojaba, lo encontró con su esposa en plena acción.
Muy a las 11 de la mañana nos tomamos unas cervezas y quedamos de encontrarnos esa noche de Viernes donde una amiga de él.
Allí la conocí. Era la mejor amiga de Angélica, la amiga de mi amigo.
Tenía todo lo que un hombre puede desear de una mujer.
Un rostro bellísimo en el que se destacaban unos ojos preciosos oscuros y profundos y una sonrisa blanca sin igual.
Tenía un jean ajustado que resaltaba su figura perfecta, una camisa de cuadros de botones que, cada vez que se agachaba, permitía ver el nacimiento de los senos más bellos que pueda haber.
Esa misma noche quedé absolutamente prendado de mi Sandra María. Muy a mi pesar, no fui correspondido y, al contrario, sentí más bien indiferencia.
A ella le gustaba, sin duda, mi amigo Ricardo y aunque él estaba ennoviado con Angélica (la amiga), unas semanas más tarde resultó con Sandra.
Recuerdo bien una noche que lo invité a mi apartamento con Angélica y le dije que, de paso, se trajera a Sandrita. Mi sorpresa, nada agradable, fue que llegó con Sandra pero muy de la mano.
Departimos esa noche jovialmente como siempre pese a mi profunda envidia de ver a mi sueño dorado con él.
Ella se quitó los zapatos y subió las piernas en el sofá. Tenía falda y pude ver en toda su dimensión sus divinas piernas.
Bebimos, como era usual con Ricardo, unos aguardientes de más.
Creo que me dormí y, no sé por qué, durante años los imaginé acariciándose y hasta haciendo el amor a unos pocos metros.
Si sucedió o no, en otra ocasión Ricardo volvió a mi casa con otra novia.
También se llamaba Sandra.
En esa ocasión me contó que mi Sandra estaba buenísima y que era buena en la cama pero que él necesitaba una mujer inteligente. No se imaginó nunca cuánto me dolió el comentario.
De un lado, no soportaba saber que se acostaba con ella y, de otro, que no valorara su inteligencia.
Pasaron unos meses en los cuales no nos volvimos a ver.
Al año siguiente, en Enero, la encontré en mi barrio trayendo su primita del Jardín Infantil.
Se había mudado para donde su tía que vivía en un conjunto cercano a mi casa. Eso me alegró y, mucho más, que había terminado sus amores con Ricardo.
Me dio su número telefónico y yo, a mi vez, el de mi casa y el de mi oficina. Pocos días después me llamó a mi oficina.
Estaba cerca haciendo una vuelta de su tía. La invité a almorzar, discutimos un poco de todo y le dije que esa noche tenía una reunión en mi casa y la invité.
Llamé a varios amigos e improvisé la reunión. Fue una noche, nuestra primera noche, plena de besos.
Ella se asía a mi mano como no queriendo soltarse jamás. Yo estaba completamente obnubilado, enamorado como nunca.
No podía creer que semejante belleza de niña, al fin, hubiese posado sus ojos en mí. Las semanas siguientes fueron extrañas. Salimos a teatro y la visité donde su tía pero noté en ella muchas dudas.
En efecto, había alguien más tras de ella; era el hermano de una amiga de Adriana, su hermana.
Sin embargo, yo seguí en mi combate y, después de una Semana Santa de serenatas telefónicas a casa de su abuela, en Manizales, iniciamos un idilio de una intensidad fantástica.
El día de sus 20 años le ofrecí una serenata de Mariachis, un ramo de 50 rosas y un anillo.
Fue una noche que nunca olvido en compañía de toda su familia.
Así mismo, tengo los recuerdos vívidos de las primeras caricias, de esa primera incursión bajo su blusa y del contacto delicioso de esos pechos de antología con mis manos y mis labios.
Poco a poco, fuimos más allá.
Casi hacíamos el amor vestidos y, una mañana, solos, levanté su falda y la poseí con todo mi ahínco.
Esa misma tarde volví a su divina gruta y, desde ese día, nuestros cuerpos se unieron casi a diario y casi a todas horas.
Fue un noviazgo pleno de amor, de detalles muchos de los cuales aún conservo. Tras siete meses de embeleso, decidimos casarnos.
No quiero ahondar en los factores que determinaron que diez años después el sueño haya desaparecido o, mejor, que hoy ella se encuentre casada con otro y yo sea un divorciado más que añora tantos instantes maravillosos compartidos. Ella fue mi cómplice total en todo.
Aún en las perversiones que desarrollamos, imaginamos y que, a la postre, nunca llevamos a cabo.
Conocí casi todo su pasado (asumo que debió guardar para sí algunos secreticos) y, contrariamente a lo que le sucede al común de los hombres, capitalizamos cada experiencia para nuestro placer.
Me contaba con detalles (yo se lo pedía) sus encuentros con sus anteriores amantes, lo que les gustaba, lo que le hacían, cómo se lo hacían…. hacíamos muchas veces el amor al tiempo que ella me contaba encuentros determinados, imaginábamos que la poseía uno de ellos y yo al mismo tiempo, elucubrábamos que al volver al país invitaríamos a Ricardo a nuestro apartamento y cómo ella lo seduciría.
En fin, hacíamos el amor en nuestro segundo apartamento en Suiza sabiendo que de algunas ventanas nos podían ver, yo la exponía a través de la ventana y nuestra excitación ganaba voltaje pensando que veían sus maravillosos senos.
Sus senos, senos grandes, redondos con un pezón oscuro, no muy grande, erguido y duro.
Qué sensación más maravillosa sentí cada vez que miraba sus senos o que ella, muy coqueta siempre, me mostraba al vestirse, desvestirse, bañarse o, más aún, cuando varias veces en verano se despojó del sostén del vestido de baño en Vidy u otra playita y exhibió sus pechos exuberantes a todo el que tuvo el privilegio de observárselos.
Eso nos excitaba de manera sorprendente. Yo le preguntaba si le gustaba y, sí, ¡le gustaba! Sentirse deseada, mirada, quizás un poco violada. Pensamos varias veces ir a un sitio de intercambio a ver qué pasaba.
Una vez, hasta fijamos el día en que iríamos. No recuerdo por qué no lo hicimos.
Aunque imaginábamos que otro la poseyera, no sé aún si lo hubiésemos hecho.
En todo caso, hoy, cuando imagino que ella se acostaba con su nuevo marido desde antes de separarnos, más que celos siento profunda envidia de que goce con otras caricias.
Desde nuestra separación siempre busco en otras mujeres a mi Sandra.
Cierro los ojos e imagino que es a ella a quien le hago el amor y que es ella quien me cabalga con su movimiento frenético de nalgas, con sus movimientos de «puta» como le gustaba sentirse cuando hacíamos el amor.
Me masturbo cada vez que puedo y siempre termino con ella en mi mente.
La imagino conmigo a través de recuerdos de cientos de momentos, me invento cosas que no hicimos, la imagino con sus amantes anteriores a mí los cuales conocí, curiosamente, a todos (o por lo menos a todos de los que supe), imagino cómo será con su hombre actual y así, dando rienda suelta, a mi imaginación, lejos no sólo por la distancia sino lejos de su corazón, la traigo cada noche a mi cama y la poseo en mis desvaríos conscientes y en mis sueños.
Ahora la acaricio horas enteras antes de poseerla, la admiro, la lleno de amor, de palabras intensas, adoro su compañía, no quiero que se mueva de mi lado.
¡Cuánto lamento que cuando era mía olvidé todo eso! Le negué decenas de momentos de amor, le exigí hacerlo cuando yo quería y a mi manera, rápido, sin mucho preámbulo.
Me bastaba, casi siempre en los últimos meses, que me cabalgara mostrándome sus nalgas y el movimiento circular, perfecto, magistral de su trasero exprimiéndome. ¡Qué dolor de alma!
Finalmente, sea o no cierto, yo no la perdí porque se haya enamorado de otro.
Simplemente, otro llenó en un momento determinado los vacíos que yo empecé a dejar de llenar, su necesidad de ser admirada, comprendida, bien tratada, amada y deseada como sólo se puede admirar, comprender y amar a un ser tan maravilloso de cuerpo y tan perfecto de alma.